Nuestra expedición nos llevó hasta el punto de salida que fue Tuy, que como ciudad medieval, es de primera categoría. Si la piedra te hace, esto es el lugar para ti. Las calles, los edificios, los palacetes, las iglesias, las tiendas, escaleras y casas son todos recuerdos petrificados de un pasado glorioso…o supongo que es glorioso porque la verdad es que no he investigado casi nada sobre el tema y lo mismo ha sido saqueado una docena de veces a lo largo de la historia, yo qué sé. Pero sí es monumental, de eso no cabe duda. Hasta la catedral se parece a un castillo. Recomendaría este lugar a cualquiera aun si no vaya a hacer el Camino.
Era una pena que no me diera mucho tiempo explorarlo porque llegamos tan tarde, casi a las 22.30. Aparcamos el coche de Andrés, entramos en nuestro albergue privado y solté mi macuto encima de cama litera.
Debo advertir que el uso de la palabra “privado” sugiere un grado de exclusividad y lujo que no se encuentra en los albergues públicos, pero os puedo asegurar que todo es muy relativo. Pero, vamos, sí había unas cosas positivas. Por 12 euros, es decir 7 más que el precio de un albergue público, se podía reservar una cama con antelación, que no es ninguna tontería en esas fechas. Tampoco tienes que dormir en una sala con 30 personas como si estuvieras en la mili. Las habitaciones suelen ser de 4 ó 6 personas, lo cual no quiere decir que vayas a tener tu propio espacio. En nuestro caso, éramos tres y había cuatro camas, con lo cual íbamos a tener a invitado/a esa noche. Una especie de Octavo Pasajero con palo y viera. Un alien. Esto creaba un aire de misterio y aventura, por no decir emoción. Podría ser casi cualquiera, desde una desconsolada modelo brasileña cuyo novio le acababa de dejar (como era nuestro deseo) a un asesino psicópata fugitivo en busca de otra víctima (como era nuestro temor); pero lo más probable era que fuera un contable alemán llamado Nils. Por eso teníamos que contener nuestras imaginaciones.
El albergue tenía un toque de queda a las 22.30 horas, una restricción de lo más anti-español. ¿En qué país estábamos? ¿Noruega? Entiendo que nosotros peregrinos tenemos que descansar, pero aún no habíamos empezado y no teníamos nada de sueño. Después de hablar con la gerente, conseguimos una llave y permiso para llegar más tarde y fuimos a cenar en el restaurante más conocido de Tuy (O Cabalo Furado), de alguna manera, para brindar el comienzo de nuestra aventura y, de paso, alimentarnos bien porque nunca se sabe cuándo uno va a poder comer como Dios manda. Cenamos pimientos de padrón, tortilla de patata, empanada, pulpo, dos kilos de chupetón, cerveza, vino, tarta de café y un licorcito para terminar. Nos levantamos y les dije, “No sé que vosotros, pero macho, tengo que dar un paseo antes de acostarme.” Y creo que acabé la frase con un buen eructo.
Tuy es realmente bonito. Una preciosidad de ciudad. Y por la noche, gana mucho. Al ser sábado y verano, las calles estaban especialmente animadas. Íbamos por aquí y por allá, de repente, nos encontramos en la carretera principal que iba a Portugal. “¡Portugal!” grité. Claro. Estaba al lado. “Pues hay que ir.”
Era lógico. ¿Quién iba a empezar el Camino Portugués sin haber pisado tierra lusa? Aitor decía que se estaba haciendo tarde, lo cual era su manera de decir, “Ni de coña pienso ir hasta Portugal ahora,” pero sintiéndome un poco caprichoso, insistí en ir y llegué a convencer a Andrés a que me acompañara.
Aitor no era tonto. Sabía que Portugal quedaba más lejos que parecía. Bajar hasta el puente suponía alejarnos unos 2 kilómetros de nuestras camas, y luego había que cruzar el Miño, que por esas alturas no es precisamente lo que uno puede llamar un arroyo. El puente es mítico. Mítico por su estructura metálica, mítico por su vía de tren que pasa por encima de la vía para los coches, y mítico según tengo entendido por sus gigantescos atascos cuando aún era una frontera controlada por guardias. Me encantaba. Parecía uno de esos puentes que los aliados siempre querían volar durante la Segunda Guerra Mundial. Es magnfico.
Andrés y yo llegamos al otro lado hasta la ciudad portuguesa de Valença do Miño y creo que hice algo estúpido como besar el suelo y llenar mi boca de arena seca. Luego sacamos fotos al lado de un cartel que ponía sin equívoco el nombre del país donde estábamos. Era justo donde quería empezar mi peregrinaje. El comienzo de verdad. Y supongo que me correspondía expresar algo profundo y trascendental, algo histórico, algo que podía contar a mis hijas y mis nietos con orgullo, pero hay que confesar que la única cosa que me salía en esos momentos se trataba de una necesidad cuya resolución era inminente: “Tengo que mear…¡pero ya!”
Triste, ¿verdad? Ojalá la vida te proporcionara situaciones más oportunas en estos casos, pero el Camino desde el principio te enseña que no tiene por qué ser así. Ni eso, ni nada. Nunca.
Y así me encontraba. Había tomado en el restaurante una cerveza de tamaño de una bañera y su contenido se estaba haciendo efecto sobre mi sistema. Y en ese momento, la cosa se estaba poniendo fea. Creo que mi cara se había puesto azul.
Andrés propuso que lo hiciera allí mismo, pero me dio cosa. “Tío, no puedo hacer eso. Acabo de llegar a este país, y voy a salir de él dentro de unos minutos. No me veo haciendo esto a los pobres portugueses. Simplemente, no lo veo. Sería como decirles ‘Oye, vuestro país es para mí un gran retrete.’ No puedo hacer eso.”
“Entonces, ¿Qué piensas hacer? ¿Mear en España? Tampoco me parece.”
“Pues fíjate tú. De alguna manera, hacer pis al otro lado del puente sería como orinar en casa con mi gente, ¿sabes? Me encontraría más a gusto.” Así que, sin más palabras elocuentes sobre la grandeza de nuestra futura proeza, me eché a correr y volví a tal velocidad que ni los polis en la comisaría binacional en la frontera me vieran, y allí, debajo de algún eucalipto inocente, me alivié en un acto extraño de solidaridad, patriotismo y paz.