O Camiño: Diario de peregrino sin rumbo 8

Forma una parte de la vida de cualquier peregrino sensato levantarse pronto para recoger sus cosas y seguir con su viaje a pie a Santiago.  Esto es especialmente importante durante los meses de verano cuando uno quiere llegar a su destino antes de que haga demasiado calor y el sol empiece a tostar la nuca de su cuello. Es una labor tediosa y aburrida, de eso no cabe duda, pero si quieres hacer el Camino, no hay manera de evitarlo.  Te fastidias.  Para poder realizar este rito día tras día y no acabar siendo un irascible ser insoportable por falta de sueño, se aconseja mucho descanso; y para eso se necesita acostar pronto.  En este sentido, en precisamente este punto, habíamos fracasado estrepitosamente la primera noche.

          A ver.  Después de irnos a otro país en vez de a nuestros aposentos, llegamos a la cama a la una, lo cual quería decir que nos quedaban como mucho unas cinco horas de estado inconsciente antes de empezar el nuevo día…eso, por supuesto, si todo iba perfectamente perfecto.  Me tocaba a mí la litera de arriba, encima de la de Aitor.  La cama era una porquería.  ¿Incómoda? Vamos, como si hubiera sido diseñada por un torturador.  Tenía sábanas, una almohada y creo recordar una manta (no me esperaba menos, después de todo, era un albergue privado), pero allí se acabaron los lujos.  Los muelles chirriaban horriblemente y cada vez que giraba el cuerpo sonaba como si se cayera una batería entera de cocina.  Además las ventanas estaban abiertas, y aunque esto ayudaba a refrescar la habitación, también permitía que entrase cualquier ruido de la calle, y os aseguro que un sábado por la noche todo el mundo estaba por ahí. 

         Por muy molesto que pudiera parecer todo aquello, nada tenía que ver con la guerra de ronquidos que se estalló esa noche.  Hay que reconocer que tanto Aitor como Andrés me habían avisado sobre esa eventualidad, y Dios les bendiga, se ve que son hombres de su palabra.  Yo, como espectador (o mejor dicho, oyente) me hallaba en una situación de poder realizar una especie de análisis entre los dos.  Aitor tomó la iniciativa.  Empezó suavemente para disimular y luego lo convirtió en algo parecido a agua bajándose por un desagüe.   Andrés se animó poco después.  El suyo era largo, algo controlado, pero continuo, y me recordaba a un mamífero grande en plena hibernación.  Juntos, llenaban la habitación con una celebración de emisiones nasales-bucales que rara vez se ha oído en la vida, así que decidí poner fin a semejante escándalo y utilicé la estrategia de dividir y conquistar.  Fui primero a por Aitor por estar más cerca.  Cogí mi almohada y empecé a darle con una ráfaga de golpes pero el muy cabrón (dicho con cariño, por supuesto) había encontrado cobijo en el rincón opuesto de la cama justo fuera del alcance de mi arma. 

         Por tanto, tuve que bajar mi brazo por el otro lado, entre la pared y la cama, y atacar por ese lado, que fue cuando me topé sorprendentemente con su mano.  La tenía casi en plena suspensión.  Debió de ser su forma de dormir.  Fuera como fuese, me vino de cine y la cogí y la sacudí.   Aitor se medio-despertó y me dijo con voz de esas personas que llevan varios años vendiendo pulseras de cuero en Tarifa: “¡Hombre!  ¿Qué paaaasa?”

         “¿Que qué me pasa? ¡Pues que te den!   Deja de roncar de una vez, macho.”

          “Vale, vale.  Paz, hombre.”

          Paz hombre.  El muy gracioso.  Paz era lo que quería y que no me daba.  Y eso que no estábamos solos.  Recordad que había nuestro visitante, nuestro alien particular, que no era una modelo brasileña ni uno de Francfort repasando el año fiscal en su fase REM.  Y gracias a Dios ninguno de nosotros fue encontrado al día siguiente con su cabeza cortada y metida en un saco, por tanto supongo que tampoco era un psicópata.  Era una mujer y, por lo que deduzco, es posible que tuviera una fuerte discapacidad auditiva porque no me explico cómo no salió gritando ¡socorro!

          Se levantó sobre las cinco, eso sí, recogió sus pertinencias con mucho cuidado, echó su mochila pequeña sobre su espalda y salió en silencio.  Por culpa de la oscuridad, solo podía discernir la silueta de su cuerpo pero me parecía fuerte y en forma.  Una profesional del Camino, pensé.  Me figuro que ese día iba a llegar hasta Redondela a 30 kms de Tuy.  O eso o estaba hasta la coronilla de los ronquidos y no nos aguantaba más…lo cual era perfectamente posible.  El caso es que no la volvimos a ver jamás.

         Sobre las seis todos empezábamos a movernos y a poco tiempo el albergue entero estaba lleno de actividad.  Aquí nos encontramos con uno de los principales defectos del albergue, que era que como todo el mundo se levantaba más o menos a la misma hora, y con un solo cuarto de baño para 26 camas (ergo personas), pues imaginaos el caos.  No me lo puedo explicar.  Eso no podía ser legal.  

         …Nos costó arrancar.  Se notaba que era nuestro primer día, y yo por mi parte me sentía especialmente torpe a la hora de organizarme.  No encontraba nada.  Quitaba y metía las cosas en el macuto como diez veces sin saber muy bien porqué, pero al final casi todo estaba listo.  Solo faltaban las zapatillas.  Primero apliqué una crema anti-ampollas que Aitor juraba funcionara y que de no usarlo mi vida podría convertirse en un infierno.  “Parece lexatín para los pies,” le dije.

         “Algo por el estilo.”

         Lo usé totalmente convencido que no servía de nada, pero por si acaso…pues ya sabes. 

         Abajo desayunamos en el bar del albergue.  Había más peregrinos y casi todos nos mirábamos con mucha curiosidad.  ¿Quiénes eran?  ¿Nuevos como nosotros?  ¿Veteranos de etapas anteriores?  Fueran quienes fuesen, iban a ser nuestros compañeros para los próximos seis días y nuestra curiosidad era natural.

         Al salir se veía la llegada de luz del día.  Eran casi las siete y media…tarde para muchos, pero como la etapa iba a ser corta, no hacía falta partir antes. Era tremendamente emocionante empezar todo.  Sentía como si un rayo de energía me atravesara el cuerpo.  Respiré hondo el aire fresco de la mañana.  Hice unos estiramientos leves en preparación.  La semana anterior había pasado un par de veces por uno de esos parques de ejercicios para gente de la tercera edad y hacía unas cuantas repeticiones en presencia de las abuelas, ya sabes, para presumir un poco, así que me estaba encontrando bastante en forma.  A ver qué nos esperaba. 

         Me puse mi mochila.  No hay nada como la sensación de pasar los brazos por las asas y sentir el peso del macuto reposar sobre tu espalda.  Por lo menos, en ese momento, sentaba de maravilla.  Coloqué mi pañuelo sobre mi cabeza y cogí mi palo de andar que había comprado en Taramundi el año anterior.  Tenía arriba una brújula que no funcionaba, pero impresionaba mogollón de todos modos.  Sacamos unas fotos para inmortalizar el momento y arrancamos.  Bajamos por la calle clavando los palos en la calzada mientras andábamos.  Me encanta el sonido de clic-clac que producían sobre los adoquines.  Me encanta ese sonido por la mañana.  Suenan, sencillamente, al Camino.

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