O Camiño: Diario de Un Peregrino sin Rumbo 10

Ahí lo tenéis, amigos.  El primer día fue un exitazo.  Es verdad que solo caminamos unos 15 kilómetros, una mariconada para el Camino, pero era lo mejor para asegurar que nuestros cuerpos llegaran bien.  No hubo muertes.  Ni abandonos.   Ni ampollas como cúpulas.  Había buen feeling, como Dios manda en el Camino.  Yo, por mi parte, estaba especialmente agradecido por haber usado zapatillas en vez de esas botas castigadoras.  No valen para caminar.  Valen para discapacitar.  Además, el Camino Portugués es sobre todo asfaltado y si poco servían en otras partes, ahora menos, macho.

            En general me encontraba estupendamente.  Se ve que los ejercicios que hacía con las abuelas en los parques para la tercera edad daban resultado.   Tendría que llamarlas para decírselo.  Las mismas buenas sensaciones tenían mis compañeros, que estaban más que enteros aunque, eso sí, Andrés pidió que intentáramos no pisar tan fuerte en los últimos metros, y se lo prometimos.

            El Camino estaba sorprendentemente tranquilo teniendo en cuenta las fechas, y los 250.000 no aparecían por ninguna parte.  Me esperaba algo así como la Calle Goya en Navidades, pero peor porque la gente va armada con bastones que clavan.  Pero no fue así.  En los 10 primeros kilómetros, estábamos casi solos, y luego de repente empezaban a aparecer.    Había  todo tipo de peregrinos, pero predominaban los italianos.  Vamos, que me parecía que no quedaba ninguno en su país.  

            El resto de la tarde fue algo más surrealista.  Llevé a los dos a Tuy para que pudieran coger el coche, y volví a Lalín.  Ellos se quedaron con la misión de intentar colarme en un albergue público, cosa nada fácil porque el albergue no se abría hasta las 13.00 y yo me iba antes.  Además no suelen adjudicar una cama a quien no esté allí presente.  Vamos, que nunca lo hacen. Yo lo entiendo, de verdad, pero de todas formas les dejé mi credencial por si acaso. Faltaba una carta de mi madre diciendo que soy un buen chico, pero lo mismo tengo suerte.

            Volví corriendo a Lalín y llegué justo antes de la hora prevista.  Gracias a Dios, estas cosas nunca empiezan a la hora; se puede decir que me sobraba casi una hora.  La Comunión fue muy bonita y la comida posterior larga, amplia, profunda y muy, muy completa.  Aproveché todo lo que pude porque no sabía cuándo podría disfrutar de una buena comilona, y al levantarme, noté cómo mi torso se estiraba medio metro mientras la parte inferior de mi cuerpo se mostró incapaz de moverse. 

            Aitor me llamó por la tarde y me dijo que me buscarían sobre las ocho de la tarde, pero no aparecieron hasta las nueve.  Mientras tanto, yo me transformaba de Brian, chico chic de communion, a Brian, hombre agreste y desastre del Camino.  Mi atuendo de peregrino estaba sin lavar.  No quería perder ni una gota de sudor.  Por lo menos para ese día.  Me despedí de mi familia una vez más, se estaba convirtiendo en hábito esto, y marchamos otra vez.

             Tenía ganas de volver al Camino.  Unas ganas locas.  Lo cual no quiere decir que no me lo hubiera pasado muy bien en la comida familiar.  Lo que pasa es que es tremendamente difícil mezclar las dos cosas.  O bien estás en el Camino, o bien no estás…

            Mis co-expedicionarios me dijeron que habían fracasado en su intento de reservar una cama, por tanto pasaron del tema.  No me sorprendió para nada. La gente que lleva esos albergues es bastante inflexible en esos temas, sobre todo en fechas claves.  Tiene sentido también.  Si no, un grupo de, digamos seis, podría enviar al más rápido para que cogiera camas para los demás que “venían de camino”.  Y eso es por no mencionar al más listillo que aparca el coche lejos y llega jadeando y pidiendo alojamiento barato.  Así que no merece la pena poner cara de santo y decir: “Brian es un tipo estupendo y ha hecho la etapa rezando diez rosarios mientras venía para acá”.  Les importa un pepino.  “No hay Brian.  No hay cama.”

           Así que, sin posibilidad de dormirnos a lo espartano, aceptamos heroicamente la opción de pasar la noche en un hotel.  Encontraron una triple que salía a 18€ por cabeza, todo un chollo a mi modo de ver las cosas.  Por tan solo unos seis euros más que el albergue privado, disfrutamos de un baño particular, televisor, cama cómoda, etc.   Después de pasar el día corriendo por todas partes, me sonaba a gloria. 

           Entramos en O Porriño sobre las 10.30 de la noche y teníamos hambre.  Bueno, después de mi comilona, yo no, pero estaba dispuesto a colaborar con mis compañeros.  Muchos sitios deprimen el ánimo un domingo por la noche, y O Porriño no decepcionó en ese sentido.  Parecía que no íbamos a encontrar un sitio, pero tuvimos la suerte de toparnos con una tapería que por fuera prometía poco, pero que nos dejó más que satisfechos al terminar.  Fue abundante, eso os lo aseguro, y aunque no tenía mucha hambre al principio por culpa de la comida, me fui animando incentivado por el temor de que no volvería a comer igual de bien en los días venideros. 

        Después de dejar la cocina casi vacía, volvimos al centro, aparcamos el coche de Andrés y dimos un paseo hacia el hotel.  En el centro centro,  O Porriño, lo que es el centro, centro más céntrico, no está nada mal.  Incluso tenía algo de encanto, pero poco  espacio.  Irónicamente, uno de los hijos predilectos de la villa fue un arquitecto que llegaría a diseñar, entre otras cosas, uno de los edificios más emblemáticos y fotografiados de Madrid.  Se llama el Palacio de Comunicaciones y es la creación de Antonio Palacios.  La casa particular de Palacios es ahora la alcaldía de Porriño y es, sin lugar a dudas, el sitio más interesante de O Porriño. 

           Otra vez, era casi la una cuando nos metimos en la cama.  No había manera de hacer esto bien, y ni siquiera teníamos la excusa de habernos ido a Portugal.  La triple era en realidad una doble con una cama supletoria.  Una de las mayores ventajas de la habitación fue el balcón, que era más bien una terraza.  En búsqueda de un sueño profundo, empujé la cama hacia allí y encontré un lugar tranquilo.  Me sentía de maravilla por volver al Camino.  Me acosté con ganas de dormirme cuanto antes para poder levantarme pronto y echarme al Camino de nuevo, y me prometí que no volvería a alejarme de allí demasiado nunca más en lo que quedaba de viaje.  El aire estaba fresquito.  Atractivamente fresco.  E incluso podía ver algunas estrellas aunque ya me había quitado mis gafas.  

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