O Camiño: Diario de Peregrino sin Rumbo 23

Todo el mundo tiene un deseo particular en el Camino; el de Aitor era pulular por el campo en plena oscuridad.  “Será genial,” nos dijo con entusiasmo ante nuestras caras indrédulas.  “Una experiencia novedosa y diferente.”  Despertaría nuestros sentidos, añadió.    

                Por alguna razón inimaginable yo dije que me parecía una buena idea, pero tengo fama de hablar antes de pensar.  Desde luego no me lo parecía a las 5.30 de la madrugada la mañana siguiente cuando el alarma de Javier sonó como si fuera una bomba a punto de explotar.   Era el comienzo de la quinta jornada (o el final de la cuarta noche según), y yo empezaba a acusar los efectos de la acumulación de kilómetros y madrugones.  Durante unos segundos flaqueé y deseaba estar muy lejos de allí, en una hamaca en el caribe.  Pero no podía ser.  Para compensar, tomé mi desayuno diario de 600mgs de ibuprofeno y algo de fruta.  Luego me lavé la cara y recogí mis cosas.  Había llegado a ser muy eficaz a la hora de hacer la maleta: Tiraba todas mis pertinencias en la mochila sin la más mínima organización.  Menos tiempo y menos preocupación.

               Salimos.  Ahora bien, quiero dejarlo claro que intento mantener la mente abierta pero la verdad es que hacer caminatas por la noche no me va.  No estuvo mal, pero no me llenaba.    No puedes disfrutar de los paisajes como cuando es de día, y si eres un zoquete miópe de unos cuarenta años como yo, en más de una ocasión te encuentras a gatas como Mr. Magoo buscando una flecha del Camino.  Y eso, señores, no me mola.                  

               Aitor y Javier tenían ganas de andar más de prisa y y pisaron el accelerador.   Pronto ya no les veía.     Andrés y yo decidimos ir a otro ritmo hasta que hubiera más luz, que, gracias a Dios, siempre llega.   Cuando llevábamos unos cinco o seis kilómetros subimos una pequeña cuesta hasta un pueblo.   Nada más entrar en el pueblo vimos una cartel que ponía:

                “Bar Peregrino todo recto.  Se abre para desayunos a las 07.00 todos los días.  Todos bienvenidos.  Os queremos.” 

                Ahora bien.  Ahí teníamos a una persona con una buena cabeza en sus hombros.   Eso es lo que yo llamo la publicidad y un buen sentido empresarial.   Los dueños eran un matrimonio que se encargaba de que tuviéramos una alimentación adecuada.  Lo mismo en estos momentos están en las Islas Canarias disfrutando de los frutos de sus efuerzos, o lo mismo, conociendo a los gallegos y su afán por trabajar hasta más no poder, siguen levantándose todos los días a la misma hora para atender a los peregrinos.   Entramos y nos encontramos con unas cuantas caras conocidas.  Los hermanos de Huelva, las alemanas, la pareja de Valencia.  Pedimos café y unos bollos y nos sentamos en una mesa.  André metió un cigarillo en la boca.  Justo entonces me di cuenta de que tenía una llamada perdida de Aitor, así que le llamé.   “¿Qué pasa?”

                “Hola.”

                “¿Dónde andáis?”

                “Estamos en un bar a la altura del kilómetro 33, me parece.”

                “Dios.  ¡Qué prisas!  Estamos desayunando también.”

                “Muy bien.  Os esperamos aquí.”

                “¿De veras?  Lo mismo tardamos un poco.”

                “No tenemos elección.  Es que he dejado el dinero en una de la mochila de Andrés.  No tenemos ni un duro.”

                “¡Qué me dices!  Lo siento.” Aparté el teléfono para reírme un buen rato, y luego seguí.  “Vale.  Salimos ya.”

                  Colgué y dije a Andrés,  “¿Otro café?”

                “Por supuesto.”  Eso es la naturaleza del Camino.  Puedes correr y correr pero no quiere decir que vayas a llegar antes.  

                Lo de pedir otro café no es verdad.  Soy un pecador de grandes pecados pero de vez en cuando tengo corazón.  Volvimos al Camino.  Javier había sugerido que fuéramos por la carretera para reducir distancias un poco pero Andrés no quería saber nada de eso.  Si había llegado hasta ese punto sin haber sido enterrado, iba a seguir hasta el final.  

            Entramos en una aldea bonita como tantas.  No me cansaba nunca de ellas.  Cada una parecía lo más bonita que había visto en mi vida.  Dimos la vuelta a la esquina y nos encontramos con un señor mayor que nos saludó, “Buenos Días.”

            “No quiero vieiras, gracias.”  Contesté como un reflejo.

            “¿De dónde sois? ¿De Teruel?”

            “¿Cómo?”   Me han hecho muchas preguntas en la vida, pero eso no entraba en el top 5.    ¿Tenía pinta de ser de Teruel?  ¿Hablaba como si fuera alguien de Teruel?

              Andrés contestó diciendo que éramos de Madrid. 

              “Ah, muy bien.  Solo estaba preguntando.  Es que estuve en la guerra y luché en Teruel.”  Por su aspecto arrugado, desde luego parecía tener edad de alguien que podía haber participado en la Guerra Civil.  Mostramos nuestro interés, porque se nota que queríamos que mostráramos interés.  A partir de allí empezó a enumerar una larga lista de contiendas en las que se había jugado la vida, hasta tal punto que sospechaba sobre la veracidad de todo aquello.   Nunca se sabe con la gente mayor, pero me gustaba escucharle de todas formas.  Mientras nos narraba sus aventuras, pasó una de las alemanas que habíamos visto en el bar.  Andaba con dos palos como si estuviera practicando esquí nórdico.   Era alta y rubia y un poco corpulenta, cualidades físicas que vuelven locos a los españoles de cierta edad.  Pasó. Sonrió. Saludó.  Y seguía andando.   El anciano no le quitó ojo ni por un segundo, y al final dijo sin pestañar, “Boas patas, boas orellas.  Señales de boa besta.”   Desde luego un piropo de otra época.  Quedé convencido de que había luchado en la guerra. 

             Él hombre nos habló un poco más pero le tuvimos que cortar porque me vino a la cabeza una visión  del dueño del bar estaba usando un palo de andar de una manera inapropiada con Aitor y Javier por no poder pagar. Así que nos despedimos y seguinos.   A poco tiempo alcanzamos a la alemana.   Yo sabía que la “besta” viajaba con otra amiga pero casi nunca estaban juntas en el camino de día.  Cada una iría a su ritmo.  Las veces que la había visto en los días anteriores, me pareció algo distante y rara vez nos daba algo más que un desinteresado “hola”, algo nada característico del Camino.  Pero siempre me había intrigado esa mujer.  Era bastante grande, con caderas amplias.  Se notaba que sufría bastante en el Camino, pero me impresionaba su esfuerzo, su tenacidad.  Me puse hablar con ella mientras andábamos.  Había empezado en Oporto, a 230 kilómetros.  El doble de nuestro viaje.  Era simpática y tenía buen sentido de humor.  Al ver que cojeaba algo le pregunté por cómo iba.    Y me dijo que sus dolencias habían llegado a un punto de estabilidad.  Seguían allí, pero no estaban ni mejor ni peor.   “Hemos tenido tiempo para conocernos.”  dijo con una sonrisa. “Y estoy acostumbrados a ellas.   Somos como viejas amigas.”     

                Amén.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 22

Si se consiguió resucitar a la vieja fábrica, ¿por qué no se podía hacer lo mismo con el resto de Caldas?  Durante años ese pueblo bonito parecía que en algún momento hace unos 50 años todo su contenido se hubiera congelado en el tiempo, como si quisiera darle la espalda al futuro.   Se veía que había edificios hermosos, pero estaban viejos, abandonados y solo quedaban pequeños vestigios de una época más próspera.  Sin embargo, en la última década, ha habido una campaña para someterle al centro a un lifting serio, pero uno potente, de la clase que haría orgullosa a Cher.   Afortunadamente, Caldas tenía un bien natural a su favor.  Y es que el oro líquido en esas partes no es solo ese vino albariño que fluye por los depósitos de acero inoxidable hasta las copas, sino un elemento mucho más elemental…el agua.  Aguas termales, más bien.  Las propiedades curativas de dichas aguas se conocían desde tiempos romanos, los balnearios llevan desde el Siglo XIX.  Uno de ellos se encuentra casi colgándose sobre el río Umia, que atraviesa el centro urbano.  Recuerdo que no hace mucho el edificio estaba en un estado tan ruinoso que temía que algún día se derrumbaría en el mismo afluente, pero gracias a Dios se ha hecho una reforma importante y está francamente impresionante. 

             Javier me llamó cuando estaba casi de vuelta y me dio instrucciones a visitar un balneario para ver qué ofrecían a nosotros pobres peregrinos, así que me dejé caer en ese hotel por si quisieran proporcionarme con un masaje de pie o algo por el estilo, porque, vamos, lo valgo, ¿para qué nos vamos a engañar?  Personalmente, me veía atraído por la idea de encontrarme sucumbido por los encantos de una fisioterapeuta tipo amasando el suelo de mi pie con sus enormes pulgares, por tanto entré con las expectativas altas. 

             Entré en el lugar, por dentro era un poquito retro, como si saliera directamente de una novela de Thomas Mann, pasé a una sala a mi izquierda y me acerqué a la mesa de recepción donde me atendió una chica joven con un acento gallego alegre.  Me explicó amablemente que, como un no-huésped, no tenía derecho a los servicios del balneario. 

          “Así que ¿un “no-huésped” como yo no puede jamás gozar de un masaje por una ninfa del bosque o nada por el estilo?  

          “Efectivamente.  Bueno, si el hotel no estuviera lleno, eso sí, pero en estos momentos es imposible, lo lamento.”

          “No tanto como yo.”

           “De todas formas, aquí tiene usted…” sin acabar la frase me enseñó un folleto con los diferentes servicios, los horarios y, lo que más me interesaba, las tarifas.  Vaya por Dios.  Hay que ver con los cachondos.  Para ser un sitio consigue ingresos por haber cavado un agujero en la pared de su casa y dejado que entre agua caliente natural, desde luego saben sacar beneficio de ello. 

            “¡Dios!” Dije.  “Vaya cifra esta.  Creo que tardaría una semana en contar tan alto.  Vendrá con un happy ending supongo, porque, vamos, a ese precio creo…”

            “¿Perdón?”  

            “Déjalo.  En resumen.  El balneario está a mi disposición siempre que no esté lleno el hotel.” 

            “Y que haga usted una reserva con unos días de antelación.”

          “Bien.  ¿Y si hago la reserva con unos días de antelación y en ese tiempo se llena el hotel, tendré permiso para ser mimado como un príncipe?  Perdona la duda, pero es que estoy un poco espeso ahora.  He comido 16 kilos de patatas.”

           Parece que la pobre chica no se había planteado esa eventualidad, pero eso era porque nunca se había leído la novela Catch-22 y no sabía que esos tipos de incongruencias reinaban en nuestras vodas.  Encogió los hombros y contestó a lo más gallego: “Depende.”   

             Esto empezaba a ser un reto mental para mí así que dejé el tema.  Empecé a ver que la ducha de mi habitación tenía cada vez mejor pinta.  La pobre chica era simpática y solo seguía la política del hotel, así que decidí dejar de torturarla, darle las gracias y marcharme.   

            Para los pobres y cutres, hay una fuente, una burga  pública en la calle al otro lado del río que consistía en dos tubos de los cuales fluían suavemente dos chorros de agua mineral caliente.  Y cuando digo caliente, me refiero a temperaturas que usan para desplomar gallinas.  Se suponía que de una fuente salía agua más caliente que otra, pero las dos me parecían ardientes, vamos, lo suficiente para dejarte sin piel.   De todas maneras, conseguí meter el pie debajo un chorro durante unos segundos hasta que la pierna se me entumeciera y mis ojos se extraviaran en sentidos opuestos, que fue cuando lo saqué justo antes de soltar un grito primal.   En dosis muy, pero muy reducidos, supongo que hay placer en el.        

              Me encontré con Javier y dimos un paseo y luego volvimos al hotel.  Me duché mientras empleaba la técnica de Javi usaba para lavar su ropa.  Era un sistema ingenioso. Ya os dije que Javi era nuestro Super-Peregrino.  Era capaz de montar una tienda, confeccionar une jersey, matar a jabalí furioso y calentar una sopa con solo una cuchara.  Tenía más soluciones que IKEA.  Toda una máquina.  Pues con la ropa, se trataba de tirarla al suelo de la bañera un pisarla con los pies, mientras el agua y el jabón limpiaban las prendas; de esta manera, ahorraba tiempo, material y recursos naturales.  Por lo menos en teoría.  Claro está que después aprendí que sería recomendable lavarse uno mismo primero, dejar que se aclarara el agua sucia y luego empezar con la ropa, pero fui un poco guarro.  Son fallos de principiante.  Pero me hizo sentir como un superviviente de verdad.  Salí de la ducha con ganas de trepar un árbol o cazar un ciervo con mis dientes.  

              Salimos de nuevo, aseados, y nos encontramos con Aitor y Andrés, que ya tenía otra cara.  Estaba engominado y refrescado.  Para mí, había tocado fondo ese mismo mediodía.  Pero en vez de destruirse del todo, ya había empezado a reconstruirse.    

            Fuimos a misa en la iglesia de Santo Tomás de Canterbury y después a cenar en un sitio en el centro llamado O Muiño.  El restaurante era de los más conocidos del pueblo y con la noche que hacía de bueno era normal que cuando llegamos estuviera a tope.  Estuvimos a punto de darnos la vuelta cuando vimos al coruñés que había dado la mega etapa de Tui a Redondela con su amigo.  Estaban ya acompañados de dos peregrinas y nos invitaron a tomar unas cervezas con ellos.  Ellos no podían quedarse porque tenían toque de queda en el albergue, pero nos cedieron la mesa, temporalmente, porque la camarera nos cambió a otra mesa larguísima entre una pareja catalana y unos italianos.  Estaban encantados con la comida española y se pusieron las botas.  Nos hicieron buena competencia.  Nosotros, después de la comida que nos habíamos pegado, cenamos algo más ligero, pero hay reconocer que es todo muy relativo.  El plato estrella fue la cecina, curiosamente, del Bierzo, y estaba sencillamente espectacular.  La mejor que he probado en mi vida.

            Después de la cena fuimos casi directos al hotel.  El camino más corto nos condujo obligatoriamente por delante de la fuente de aguas calientes.  Ni Aitor ni Andrés las habían probado todavía así que nos descalzamos y dimos un baño a nuestros pies.  Al igual que por la tarde, no fui capaz de aguantar más de cinco segundos sin que me saltaran lágrimas, pero Andrés podía plantar las dos piernas en el charco de agua y no moverse durante minutos.  Sin inmutarse.   Sin gritar.  Sin soltar tacos.   Impresionante.  No era humano.   Estaba convencido de que el Camino le había pasado más factura que lo que había imaginado que ya no le quedaban nervios en sus extremidades.  Lo mismo le había pasado lo peor.

         “Estás muerto, tío,” dijo Aitor.

          “¿Qué dices?”

          “Que sí.  Que te has muerto hoy.  Si no, no me lo explico.” 

          ¿Cómo era posible que una persona que sufría tanto en El Camino fuera capaz de soportar semejante dolor durante tanto tiempo?  Me santigüé.

          “Me siento de puta madre,” dijo con una sonrisa.  

          Nos alegramos.    Y Mucho.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 21

Andrés no murió en la primera hora y aunque no podía decir que estaba entero de mente y espíritu, presentía que iba a sobrevivir.  Fuimos a casa de Lola y Pepe y disfrutamos de una comida opípara de mejillones, ensalada de tomate, pollo asado (matado en propiedad) y unos 200 kilómetros de patatas.  Un postre, por supuesto.  Fue copiosa, cuantiosa, abundante como poco.  Una comida para 20 personas puesta delante de diez comensales.  Y nosotros, siendo los fieles a la causa gastronómica, hicimos nuestra parte por satisfacer a nuestros anfitriones, porque no queríamos quedar mal ante ellos y tampoco sabíamos cuando íbamos a poder comer así de bien de nuevo. 

             Aitor y Andrés se retiraron pronto al hotel mientras que Javi, Julia y los hijos nos quedamos un rato más en el huerto.  No queríamos abusar de su hospitalidad, aunque ya lo habíamos hecho, así que sobre las cinco nos despedimos y volvimos.   Javi llevó a su familia a Caldas pero yo prefería ir andando.  Lo hice en parte porque algo tenía que hacer para digerir tanto tubérculo en parte porque durante muchos años había pasado por esa carretera en coche y ya que había aprendido a disfrutar del arte de la vida a pie, me apetecía sin más motivos.  De camino paré en la antigua fábrica azucarera que había sido abandonada años atrás por culpa de un incendio, y eso fue lo que me habían contado.  Siempre me había intrigado aquel edificio y su aparente trágica historia.  Ahora lo tenían medio-habilitado con fines socio-culturales, así que decidí investigarlo un poco.  

              De toda la historia de los Estados Unidos, la “Spanish-American War”, como se conoce en mi país, representaba poco más que otra de las muchas intervenciones militares de nuestro pasado belicoso.  Si se ha dedicado algo más al asunto, fue por dos motivos: 1) Fue, digamos, la entrada de los EE.UU. en el Club Internacional de Imperialismo al que pronto llegaríamos a ser presidentes, y 2) porque fue un ejemplo de cómo la prensa pudo influir directamente en la política exterior del país.  Muy bien.  Perfecto.  Muy interesante, punto y a parte.  Pasemos página. 

               En España, sin embargo, el conflicto simbolizaba una catástrofe en dimensiones colosales, el fin de sus colonias, de su imperio, de la explotación económica de esas tierras, de su papel de superpotencia (a muchos se les olvida que este país era la primera Primera Potencia de la era moderna), lo cual provocó un largo periodo de decadencia, bajo autoestima, derrotismo, pesimismo y otras mentalidades autodestructivas.  Tal fue el golpe, que aún perduran restos del efecto en la psicología del español corriente actual y hasta hace pocos meses contribuyó a las múltiples decepciones deportivas que  sufrió la selección nacional de fútbol.  Lo digo en serio.  España no llega a perder Cuba, y ya tendría tres o cuatro estrellas en su camiseta.     Yo siempre he dicho a mis compatriotas que ganar el mundial de fútbol no solo se trataba de ganar el torneo más importante de la tierra, sino de poder agarrarse el paquete (estoy siendo un poco basto hoy) y decir con chulería a los demás países “¡Toma!  Que nosotros también sabemos ganar.  ¡Campeones!”

             De las grandes industrias cubanas que ayudaban a mover la economía española, la de azúcar era de las más fuertes.  La caña azucarera no su cultivaba bien en esas partes gallegas pero la remolacha sí.   Así que, algunos empresarios su juntaron y montaron un pedazo de fábrica en las afueras de Caldas.  Era el 1902.  El futuro auguraba grandes éxitos.  Las perspectivas eran esperanzadoras.  Solo hacía falta que la buena gente del campo pusieran de su parte…y bingo…un montón de pesetas para…bueno…los empresarios.  

           Pero seguro que habría venido a la economía local. 

           Cuatro años después se cerró la fábrica. Para siempre.  Los agricultores son conservadores por naturaleza y los gallegos en ese sentido no son diferentes. Pasaron olímpicamente de la remolacha y la competencia se fue a otra parte.  Y con eso, la factoría se fue al pique, pero el edificio con su chimenea desproporcionada aún dominan el paisaje como recuerdo de lo que pudo se pero no fue.

            Por fin han habilitado la fábrica, como dije antes, y todo bastante bien, hay que reconocerlo.  Hay un centro de salud y también hay un zona para la tercera edad.   Busqué uno de esos parques de ejercicios para hacer unas flexiones con las abuelas de ahí pero no había nada.  También quise subir la chimenea, pero la escalera que la rodeaba estaba cerrada al público.  Di una patada a la base de la chimenea y seguí caminando hacia Caldas.    

On the Road: Memories of a Pilgrim with No Direction 30 (And that’s it!)

Many years ago, though possibly not as many as some would believe, the average devote Christian would emerge from his home, wherever that may have been, and begin walking with the intent on fulfilling a once-in-a-lifetime event:  The pilgrimage to Santiago de Compostela.  The journey could take anywhere from hours to weeks, when not months, to complete.  It all depended on where their starting point was.  To get to the Holy City, they would walk great distances day after day with footwear that was good for anything but a foot or for those distances.  As a result, toes were mangled, heels hammered and ankles twisted and deformed; their joints would pain beyond imagination and their muscles would ache endlessly.  The walkers would endure a beating sun, wind-driven soaking rain, frosty mornings and bone-chilling snowfalls.  They would step through rushing rivers, trudge through mucky mud, and tiptoe over excruciating pointed rocks.  They would fall sick, cough, sniffle, groan, wheeze, hack, shake, vomit, collapse and, on occasion, perish.  Sort of like what happened to me on my first day.

                If the Camino is a tough go nowadays despite all the modern-day amenities, back then it must have been a rugged and oft horrid piece of traveling made tolerable only by a great deal of luck and an immense amount of faith.  Those who did make it, those who persevered, must certainly have felt fortunate, nearly chosen.  They would have arrived in Santiago worn out and humbled by the experience, God’s children kneeling in adoration and awe.  They would then ascend the steps of the cathedral, plug each of their five fingers in the five smooth sockets of the main column of the Pórtico de la Gloria (worn in over the centuries by the digits of previous pilgrims), go behind the altar, hug the apostle, attend mass, pay homage to all that there was to pay homage to, clasp their hands tight in pious prayer, squeeze their eyes shut and implore the Lord’s forgiveness and grace, imbibe themselves in the mystical sound of Gregorian chant, let the sweet yet acrid odor of incense penetrate their noses and brains and then fall upon the floor before the glory of the moment, and cry out “Hallelujah, the Lord is great.  The Lord is merciful.  The Lord has granted me the right to bear witness to the site where the holy remains of the Apostle Saint James lay.  This is why I have come.  This is why I am here.   This has brought all meaning to my life.  I shall never be the same again.”

                Then they would stand up, turn around and walk home.

               That’s right.  Walk.  All the way back to their goddamn kitchen.  No trains. No buses. No taxis to the airport.  Not even a rickety donkey-driven two-wheeled buggy.

               Now that would suck.  I mean, that would be a real bummer.  No full-scale pardon awaiting you at the other end of the road, but a head in a kerchief, an angry look that could split atoms, and a rolling pin in one hand being tapped in the other hand accompanied by the words:  “Where the hell have you been the last three months, you good-for-nothing weasel?”

              “I’ve been eating octopus and thinking about God” …It would earn you a good crack on the crown, but it might just be well worth the one-liner.

              Modern technology has helped us overcome that obstacle.  But there are those who feel, in fact, that the “real” Camino indeed entails returning to your starting point the same way you came and in the same fashion.  I believe that this is a total pile of Galician cow dung, because there isn’t any such a thing as a “real” way of doing it.  Plus, back then, it’s not as if the pilgrims had much of a choice.  Such doctrinistic purist hogwash tends to be the fabrication of the ignorant and their ignorance.  Still, there is something alluring about the idea of reliving the original process, and yes, there are some who actually retrace their steps back to where they came from.  The arrows pointing in the opposite direction are blue, but I can assure you that they are few and far between.  For the most part, you are better off just turning your neck a lot and sticking to the regular signs as you regress.

            Our choice of return was Andres’ Hyundai Matrix, the safest car in Europe, which by now had become like a friend to me.  The thing was our captain was in no piloting form at nine that morning, so I took the helm and sailed us through the first half all to way to Benavente.  Andrés took over from there and we cruised back to Madrid.  The return trip was quiet and uneventful.  We didn’t talk much, mostly slept.  There wasn’t much to say anyway.  The Camino was such an incredibly rewarding experience in so many ways, we had done so much in the past six days, what could we add?  We recalled an anecdote here and there, and laughed a little, but most of the time there we sat silently and listened to the music and, in my case, thought to myself.  I thought about the people I had met, the brothers from Huelva, the Saints from Belgium, the Italian Boys Scouts eaten alive by Santi the Killer Pilgrim Terrier.  I thought about my co-pilgrims Aitor, Andrés and Javier, and what wonderful people they were and what  a pleasure it had been for me to take to the Road with them.  I was especially happy for Andrés.  Six months before I had told him that he and I would walk into Santiago together, and there we were on our way back victorius.   The man overcame and outdid all expectations.  He suffered a lot and had a pretty crappy time for most of those kilometers, but he made it.  And he did it with tenacity and good humor.   God bless him, he made it.

                And I thought about all  the people in my life, my family and friends, and in particular my wife and daughters who had sacrificed their time so I could go  frolicking about in the countryside for a week.  I thought about all those I had done the trip for, and especially the good news I received about my mother.  I was lucky.  You must do the Camino for nothing in exchange and let destiny do the rest upon reaching your destination.

           Like any departure from reality, especially one as fascinating, satisfying and entertaining as that one, we were caught in a mixture of emotions.  Of course we were dying to get back to our friends and family; but at the same time, we were almost scared to reincorporate ourselves into society.  At least I was.  I guess it was a natural reaction.

           In the following days I remember talking to a number of people about the Camino.  Actually, it was interesting the way different people responded.  Some asked general questions without delving much further, others wanted all sorts of details, and still others asked nothing at all.  Most had never done the pilgrimage but almost everyone said they would like to one day.  I completely felt for them, since I used to be the same way.  I had nothing but encouragement for them, but wondered if they would ever take that step.  It wasn’t a big one, just oh so hard to raise your foot.  Wasn’t that like so many things in life, where there are dreams within our reach and yet we still fail to make them come true?  Weren’t there roads waiting for us which we pass by just to stick to the old and familiar?  Doing the Camino was a necessary challenge in my life, and one I could repeat over and over.

         I could almost liken the pilgrimage to becoming a father.  I knew it would be different, I knew it would be hard and I knew it would be extremely gratifying.  I also knew it would change my life all forever.  I just didn’t know how or in what way.  For that you have to go out and live it.  One big difference between the two was that I was on the Saint James’ Way for less than a week, and I have been a father for 4275 days and counting…but that’s another Camino all together.

         So, you can do the Camino.  You bet your life on it.   And you don’t have to do it for religious reasons, even spiritual ones.  You can do the Camino for whatever reason you want, for no reason other than you just felt like walking, though setting a goal or two to give it some meaning always helps…but maybe that’s just the teacher in me coming out.

         You should do the Camino.  Absolutely.  There’s no excuse.  It’s an attainable goal.  It gives direction.  It’s literally as easy as putting on your blue bandanna, walking out your front door and saying, “I’m going.”

         Buen Camino.

                                                        – For Mom and Dad

O camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 20

Aitor y yo teníamos una actitud algo distinta sobre cómo animar a Andrés en sus momentos de desesperación, que se estaban produciendo con cada vez más frecuencia en los últimos días.  Aitor prefería la táctica de “ya estamos llegando” razonando que si le eseñaba la luz al final del túnel (aunque se encontrase a 8 kilómetros) serviría para motivarle.  “¡Vaya iluso!” pensé yo incrédulo.    Yo le veo con un futuro en California como coach de autoayuda, pero para el Camino, nada.   Así que, cada vez que oía “Veo tu cama a la vuelta de la esquina”, me entraba ganas de vomitar y le miraba fijamente y vocalizaba sin usar la voz:  “Deja de decir esas cosas, ¡joder!  ¿Quieres matarle?”  Pero eso era el estilo de Aitor.  No matarle, sino animarle.

            Y no es que yo piense que mentir un poco de vez en cuando sea una cosa mala  (yo siendo un gran pecador y por tanto familiarizado con el tema) pero veía las cosas de otra manera.  Optaba por la estrategia de “no-voy-a-andar-con-rodeos-joder-que-esto-va-a-ser-duro-y-va-a-doler-pero-lo-podemos-conseguir-¡hala!”, pensando que Andrés apreciaría mi estilo directo, gruñiría por la nariz como un toro a punto de embestir, fijaría su mirada en el horizonte con enfado y empezaría dar pasos fuertes hacia su objetivo.  Sin embargo, cada vez que explicaba las cosas a Andrés con una voz de John Wayne, Aitor me miraba con ojos asustados, y me cogería de lado y decir “¿Pero qué haces?  ¿Le quieres matar?”.  Y así manteníamos nuestra guerra secreta, cada uno con su postura. 

            Paramos en San Mauro para tomar un café y reponer fuerzas.  Nos sentamos con los hermanos de Huelva.  Era buena gente, era así de sencillo.  Y daba gusto hablar con ellos.     Uno de ellos era una especie de experto en el Camino.  Lo había hecho todo.  El francés, el portugués, el inglés, el sanabrés, el primitivo.  Vamos.  Porque sabía que hablaba de un peregrinaje, porque si no, pensaría que era una estrella de porno.  Tenía una memoria fantástica y nos contaba todo tipo de detalles.  Pues este hombre tranquilo, educado, interesante y gracioso nos decía que esa etapa era más bien llana pero que había que tener cuidado porque se hacía pesado por el sol, y por tanto convenía llegar cuanto antes.

            Dejamos a San Mauro atrás y bajábamos un rato, pero poco después entramos en un valle abierto y fértil.  Aquí se cultiva mucho y muy variado, tiene un clima fantástico, pero lo que realmente está de moda es la uva albariño, una fruta que prácticamente ha salvado a la zona de una muerte anunciada.   El hombre de Huelva decía la verdad.  El terreno era suave, pero no había ni una puñatera sombra por ninguna parte, a no ser que fueras una hormiga.  De vez en cuando un castaño o un roble aportaba unos metros de alivio, pero hacían poco efecto.   El sol pegaba y pegaba bien.   Aun por encima, Andrés no llevaba nada para proteger la cabeza.  La vida había ido cesechando su cabello, pero hacía poco para repoblar.  Pero él insistía en caminar así y no quería nada.  Allá él.  Y así seguíamos poco a poco. 

             Si tuviera que señalar un ejemplo de la naturaleza sinuosa del Camino, dudo mucho de que se pudiera superar el que vimos cuando faltaba poco para llegar a Caldas.  Íbamos por uno de esos tramos comunes (es decir…tramos de cagarte de miedo mientras pasan los camiones), y vi en el otro lado de la carretera un cartel grande que ponía bien claro “Santiago 40”.  Justo enfrente, vamos a cuatro pasos, a la misma altura pero un poco más metido, había un mojón que indicaba que faltaban algo más de 48 kilómetros.  Como lo oís.  No era una broma ni otra muestra de la falta de capacidad para medir por parte de la Xunta.  Era un hecho.  El mismo punto de partida.  El mismo destino.  Una distancia diferente.  Aitor me miró, se rió un poco y dijo, “El Camino es así”.  

             Esta noticia resultó ser especialmente descorazonadora para Andrés porque estaba acusando el desgaste que el día infligía.  Los hermanos habían  acertado.  El sol se había puesto cada vez más alto y en ausencia de sombre adecuada, salvo un viñedo tipo parral occasional, sus rayas nos latigaban sin piedad.  Las paradas obligatorias se hacían cada vez más frecuentes, cosa que me preocupaba porque cuanto más tardábamos, más calor hacía.   

             Un poco después nos sentamos en un banco de piedra, por supuesto, fuera de una casa en una parroquia de Portas llamado Briallos.  En ese momento, Javier nos llamó para decir que quedáramos en Caldas y que si no me importaba que fueran Julia y los hijos a comer también.  Yo me imaginaba que no, pero como no era mi casa, llamé a la Tia Lola y le dije que ya no íbamos a ser tres en vez de cuatro, sino cinco en vez de tres, y con dos críos de propina.  Naturalmente, siendo las almas generosas que eran, no había problema.  

               Nuestro problema en realidad era llegar a Caldas enteros, porque aunque suponía que quedaba poco, no podía decir con certeza cuanto.

                         Llegó la decision crítica.  Andrés parecía ya una colada de ropa mojada y se estaba cagando en todo.  La tía Lola me había dado la dirección para la casa.  Podríamos atajar un par de kilómetros, comer en casa, y seguir otros dos hasta Caldas.  Pero había dos peros: Si llegamos a sentarnos a la mesa, no podíamos garantizar que Andrés se levantara otra vez, mucho menos para patear una hora más a las cinco de la tarde.  Y tampoco sabíamos muy bien cómo sería la situación de alojamiento allí.  De hecho no sabíamos con seguridad que si había albergue o no.  Antiguamente sí.  Pero nuestros guías de información infalible no se ponían de acuerdo.  Así que Aitor proponía seguir a Caldas costara lo que costase y de ahí ir en coche de Javi y Julia a la casa en Portas y le di la razón.

             Me acerqué a Andrés y hice algo que juraría que no haría jamás.  “Estamos casi llegando Andrés.  Quedan como mucho, un par de kilómetros. De verdad.”   Vaya por Dios.  Como pueden cambiar las cosas. 

             Así que partimos de nuevo.  Aitor salió de prisa con mucho coraje para encontrarse con Javier y asegurarnos algún alojamiento.   Andrés y yo seguimos nuestro camino.  Paso a paso.    Andrés dijo que su temperatura de su cuerpo rondaban los 55º y que si no me importara no iba a hablar mucho.  A mí no me importaba nada.   En el Camino, cada uno como mejor lo considere opurtuno.   Así que me puse delante y andaba lento y decidía dedicarme a hablar, en parte para entretener, distraer, desviar.   Hablaba y hablaba sin cesar.  Hablaba de los viñedos, de las uvas, del vino, de los gallegos, del queso; hablaba de mi verano en Connecticut, de mi vida en Connecticut, de mis deportes preferidos, del equipo de béisbol que siempre pierde y así sucesivamente.   Ya sabes, lo típico.  Hablar de los Mets en un viñedo bajo un sol de justicia es mucho castigo que la propia caminata.  Una auténtica pesadilla para cualquiera.  De vez en cuando le miraba a Andrés pero se veía que no se estaba enterando de mucho.   Andrés es demasiado educado para decir nada, pero si me hubiera dado un toque en la espalda con el palo y me hubiera dicho “Te importaría callarte de una puta vez, que me estás matando.”, lo habría entendido totalmente. 

         Pero no fue necesario.  Al poco tiempo me estaba cansado de escucharme a mí mismo así que me callé.  Daba pasos lentos pero deliberados para no dejarle descolgado y a la vez escuchaba por el click-clack de su palo para asegurarme de que seguía y no se había derrumbado.     El sol nos envolvió en calor, nos empujaba hacia abajo con tanto paso, pero había poco que se podía hacer pero seguir.  No estábamos solos.  La mayoría de los caminantes con los que nos encontrábamos andaba igual de justitos de fuerzas.  Todos tenían esa cara de “joder”.   Nadie con su sano juicio hace esto.  Hay una canción famosa del compositor inglés Noel Coward que dice que solo los perros locos y los ingleses salen a la calle a mediodía en pleno sol de verano.  A estas dos categorías había que sumar nosotros gilipollas.  Un paso.  Otro paso.  Un otro después del anterior.  Así hacíamos las cosas.  Andrés, pasándolo de puta pena, viviendo sus peores momentos, continuaba heroicamente. 

               Por fin llegamoas una una cresta en una colina y desde ahí vimos los primeros tejados de Caldas.  Esta vez se podía decir “Estamos casi ya”.  Cruzamos el río, y nos metimos en una calle peatonal grande que nos condujo a un puente romano pequeño al lado del albergue.  No quedaban camas, por supuesto, pero no pasaba nada porque Aitor nos había conseguido dos habitaciones en un hotel pequeño. 

              Andrés cojeaba al salir del albergue como un veterano de la guerra.  Ya lo era.  Ya lo creo.  Y se sentó en un banco debajo de un sauce tranquilo y me dijo con una voz rasposa, “No puedo más.  No puedo, tío.”

                Y  yo le contesté con voz baja y suave, “No hace falta Andrés.  Ya estamos aquí.  Lo has conseguido.”

                Le dije que no se fuera a ningún sitio (como si eso fuera a pasar) y que iba a buscar a los demás.     Mientras me alejaba temía por primera vez en todo el viaje que el Camino para Andrés había llegado a su fin.

O camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 19

Como cualquier buen viaje, el Camino también tiene sus propios contrasentidos.  Por ejemplo, para salir de Pontevedra primero tienes que pasar por ella. Entrar en ella. Atravesarla.  Conocerla.  Pontevedra por la mañana es preciosa.  Estaba tranquila, suave y dormida.  Era una ciudad a punto de levantarse, y hacía sus primeros bostezos y estiramientos en forma de un par de cafeterías abriéndose tímidamente o de un barrendero dando latigazos a un suelo cubierto de de ayer, de anoche, de una vida anterior y ya acabada.

            Cruzamos la ciudad muy a gusto.  No hay nada como un paseo matutino por una ciudad.  Las flechas nos condujeron por el centro, travesamos plazas y surcamos por las calles estrechas hasta salir por el otro lado donde el río nos cortó el paso.  Cruzamos el puente que dio nombre a la ciudad y nos fundimos en el campo otra vez. 

            La etapa prometía ser más leve que el anterior…una jornada más compasiva con los peregrinos.  Nada de cuestas brutales para destrozar nuestro interior, ni doblegar nuestras entrañas.  En cuanto a la distancia, se esperaba una etapa tirando más bien a mediana, pero bastante llana y agradable y poco nos hacía pensar que sufriríamos excesivamente ese día.  Teníamos previsto acabar en el pueblo de Caldas de Reis, un pueblo bonito conocido por sus aguas termales y balnearios.  Allí pensábamos disfrutar de una comida suculenta en un pueblo cercano llamado Portas, donde nació mi suegro.  Comeríamos en la casa de su hermana y su marido, dos personas tremendamente generosas.  Como íbamos a ser cuatro, tuve que llamar a la Tía Lola para decir que seríamos menos, puesto que Javier en principio no iba a llegar hasta la tarde, si es que llegaba al final.  Yo ya había visto que el Camino no te dejaba planificar las cosas con demasiada antelación.    

              Además había la emoción añadida de cruzar el umbral de la mitad del viaje en el kilómetro 57.  Claro está que nos quedaban otros tantos, pero sirvía para subir el moral.   Parece una tontería, pero son pequeños detalles que emocionan, así que cuando llegamos a un mojón en el que se ponía más o menos esa distancia, no dudaríamos en sacarnos una foto.

             Pero primero teníamos que llegar a ese punto.  Nada te llega gratis aquí.  Andamos por unas aldeas antes de penetrar una zona más bien sombreada y bosqueada (sé que no existe, pero me gusta).  También el suelo estaba sorprendentemente mojado.  Sorpedente por las fechas y por el verano que llevábamos de seco.  No quería ni imaginarme cómo sería aquello en los meses más húmedos.  Intransitable, vamos.

             En un momento salimos en un claro y allí avistamos una aldea da nada, vamos de poco más de cuatro casas rodeados por unos huertos y viñedos.  ¡Qué maravilla!  Cómo me gusta ver estas tierras ocultas apartadas de la vida agotadora y codiciosa de la ciudad.  En más de una ocasión de mi vida, había pensado en dejarlo todo y huir al campo en búsqueda de una vida sencilla y sin gente sin escrúpulos … Mientras me acercaba, vi cómo se asomaba por la puerta de una casa un hombre mayor. Se veía que era el típico anciano curtido, experimentado, real.  Un hombre con la piel como cuero y los ojos acuosos y tristes.  Un auténtico sabio del campo.  Como era mi costumbre como yanqui bobo enamorado de Europa, al pasar le saludé amigablemente esperando una réplica mutua de su parte e incluso un “Buen Camino”, pero cual fue mi sorpresa cuando oí algo bastante diferente “¿Quieres comprar una vieira?” 

            “¿Perdón?”

            “Una vieira.  Ya sabes.”

            “Las tengo a buen precio.  A 3 euriños.”

            ¿Pero qué decía este hombre?  O sea, aquí me encuentro en un mundo idílico y de repente me tengo que enfrentar a un ser intentando llevarse unas perras a mi costa.  ¿Dónde estaba la gente llana?  ¿Dónde estaba la gente buena y sencilla?  ¿Dónde estaba el tradicional “Buenos días.  Te estoy saludando porque me apetece y no porque quiero sacarte unos cuartos”?  En ningún sitio.  Como lo oís.  Allí mismo, pero forrándose a base de la venta de unas conchas pintadas.  Hay que jorobarse.  En el fondo, y eso porque soy estudiante de la historia y por tanto informado de estas cosas, sabía que no había nada nuevo en la práctica.   A lo largo de los siglos, la gente ha sabido aprovechar de los inocentes (y no tan inocentes) peregrinos que pasaban por esos caminos…

            Seguimos adelante.  Me tocó hacer un poco de ejercicio, así que hice un buen tramo de caminata solito a paso ligero.  A veces tanto el Camino como tu cuerpo te lo piden.  Seguí hasta llegar donde estaban los hermanos de Huelva, que habían parados descansar.  Me quedé hablando con ellos  hasta que llegaran Aitor y Andrés y luego los cincoseguimos juntos hasta un pueblo pequeño llamado San Mauro, más o menos a mitad de la jornada.  Vamos, más o menos.  Justo antes de llegar, fuimos adelantados por tres personas de las cuales la mujer me dijo, “Yo que tú me quitaba esa sudadera, que te va a hacer daño.”

            Que fue cuando me di cuenta de que era la misma mujer del día anterior que nos había dado esos consejos tan inútiles y evidentes sobre el tabaco.  Ahora se metía conmigo por llevarme una sudadera.    ¿Quién era?  Una tocanarices, ni más ni menos.  Pero esta vez, no la iba a dejar escaparse sin que le cantara las cuarenta.  Levanté mi palo de andar y abrí mi boca grité con cierta fuerza.  “¡Vale!”

            ¡Qué cobarde soy!  Nada.  No me sale.  Pero sí recuerdo que lo dije sin añadir “¡gracias!” después, por tanto se puede decir que era una pequeña victoria moral para mí. 

On the Road: Memories of a Pilgrim with no Direction 28

Getting the certificate took up the entire afternoon and the early part of the evening so we barely had time to do anything other than get ready for dinner, which even under the most distressing times was a challenge we felt we could take on with pride and professionalism.  We dined at a classic eatery in the old town known as Sixto (actually it was Sixto II, right down the road) and feasted on baked scallops, octopus, prawns, large quantities of beef and potatoes.  Our great meal was massive and delicious and a fitting way to end the trip, which came at the end of a long line of great meals, though I can’t quite say it varied significantly from the general eating practices of our expedition.    

                   The old town of Santiago has a lot of things to say for itself but one thing it lacks is a solid late night life.  In fact, from the point of view of some residents of Madrid who knew a thing or two about going out, it pretty much sucked.   There were a few spots here and there, but they were packed, packed with people, packed with smoke, packed with music, packed with a lot of reasons not to enter them…so we bagged that idea and searched elsewhere, trying not to venture too far.  We went into a place nearby the park which a couple suggested to us.  I remember it once used to be an Irish bar where a friend of mine worked but now was a nightclub for preppy young people, and boy did we look like freaks.  Well, actually, we looked no more like freaks than they did in their own strange preppy way, we were just outnumbered.  Hardly anyone took notice of us except for an occasional person stared at us warily with a look that said, “What the hell are you doing there?”

              The rest just about ignored us completely, which was all right with us on one hand but, to be honest with you, our big post-pilgrimage blowout was supposed to be something a little rowdier.  I was kind of hoping to be standing on some table with the big Huelva brothers, with a beer in my hand, sunglasses on and singing out loud “Louie, Louie”, but I have always had a tendency to construct fanciful visions of my future.  Right now, though, I would have settled for anything more fun than hanging out with a bunch of posh kids who didn’t seem to be enjoying themselves in the first place.   

                    No to be.  Even off the Camino, the Camino teaches you that things don’t have to be the way you would like them to be.  We stayed for a drink and walked back into the streets and instead of going in search of some other joint, we ended up back at the Plaza de Obradoiro where we took a look at the cathedral once again, but this time with far fewer people milling around and a ton of gorgeous lighting shining on the façade.  We sat down in the same spot we did when we arrived at midday and looked up again.  And we looked up again.  And we looked up again.  I even had my sole celebratory cigarette of the trip.  I was sure it would give me a tremendous headache the next day, but at that moment, it tasted great.  If you ever get to Santiago de Compostela, be it on foot or by airplane, I highly recommend take the time out of your schedule and take a seat on the stone ground of the immense square and just look at the beauty before you around midnight.  It is my favorite time to look at the cathedral.  It always has been…

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 18

…Ya no había nadie en control del coche.  Solo la providencia, y eso poco me consolaba.  Tenía que hacer algo, pero justo cuando me veía obligado a tomar las riendas y agarrar el volante para evitar que saliéramos disparados del puente y sobrevoláramos la tahona que hacía esas empanadas de chocos que tanto nos habían gustado, sonó el móvil de Javi de nuevo.  El ruido debió de despertarle de su estado comatoso, porque de pronto reaccionó, lo miró y al ver que era Aitor y me lo pasó a mí para que coordinara con nuestro presidente de la sociedad gastronómica nuestro plan de acción frente a la crisis.  Contesté.  Aitor estaba llamando para preguntar por donde íbamos con el fin y la esperanza de tranquilizar los nervios generales que se estaban produciendo allá por Pontevedra, y me hablaba con una voz de esas que emplean los veteranos controladores aéreos que se encuentran en la torre del aeropuerto durante una emergencia.  Una voz grave y profesional. Hasta me hizo incorporarme en el asiento para mejor atenderle.  “¿Cómo va todo por ahí?  Cambio y corto.”

            “Pues…bien,” repliqué con lentitud no muy seguro de cómo decirle la verdad.  Así que opté por darle datos generales e inocuos.  “Hace bueno.  ¿Y vosotros, cómo vais?”

             “Aquí todo tranquilo.  He garantizado que todo saldrá según lo previsto.  Cambio y corto.”

              “Muchas gracias.  Agradecemos tu confianza pero ni de coña llegamos a tiempo.”

             “Bueno.  Da igual. Pasemos al Plan B.  Si no puede ser la hora prevista, ¿puedo asegurarles que habrá una demora mínima?  Cambio y corto.” 

            “Pueeeess.”

          “Por lo menos estais de camino a Pontevedra, ¿verdad? Cambio y corto.” 

            Eso sí.  Estábamos de camino a Pontevedra, pero al revés.  ¿Cómo le explicaba la verdad?  Fácil.  Mintiendo.  Había habido una decepción tras otra, ya no estaba dispuesto a fallar otra vez, y yo, siendo un hombre con grandes capacidades para embustir, respondía mientras pasábamos por un cartel que ponía ‘O Porriño a 5kms’, “Por supuesto, Aitor.  Estoy en el coche de Andrés y arranco ahora.  Nos vemos dentro de 15 minutos.  Le echo diez minutos de retraso.” 

             No sé porqué hago estas cosas.  Nunca lo he sabido.  Debe de ser una especie de base de miedo y cobardía, mezclado con algo de cortesía y educación, al que hay que añadir un toque de esperanza de que las cosas puedan salir cómo a mí me gustaría, pero nunca sirve de nada.  ¿Cuándo aprendería?

              Es posible que, a la velocidad que íbamos, nadie nos viera entrar en O Porriño.  Javi se había recuperado (o eso o había dado todo por perdido y creía que su vida ya no tenía importancia) y conducía como un piloto de Formula 1 mientras que yo hacía de su guía.  Le iba dando indicaciones.  “Por aquí.  Por allá.  Viene un stop.  A la derecha, y ahora, otro stop.  A la izquierda.  Ahora a la derecha.   No, a la izquierda…no a la derecha…a la derecha…eso es…seguro que es a la derecha.  Vamos.”

            A lo cual Javi me dijo. “Es que me obligan a ir a la izquierda.”

            “Pues a la izquierda entonces.  ¡Vamos! ¡Que llegamos tarde!”… 

             …Debéis saber que el coche de Andrés es uno de los más seguros de toda Europa, y no precisamente porque tenga 16 airbags, super ABS, dos ametralladoras, ni que flote en el mar, vuele por el aire, sea blindado, ni tenga unos mecheros que encienden cigarrillos sin que te quemen, sino porque tiene tantos chismes anti-robos que sería imposible robarlo.  Yo, que había estado en su coche más de una vez, no me había dado de ese detalle hasta que me sentara en el asiento del conductor e intentara liberarlo de sus múltiples penas.  Sin embargo, cuanto más me lanzaba, menos avanzaba y acabé con un ataque de nervios.  Mientras yo me daba cabezazos de frustración contra el volante y gemía “no puedo, no puedo” como un opositor de ingeniería, Javi se bajó de su coche, me dijo que me relajara y deshizo el follón en unos diez segundos.  “Ya está.  ¡Venga! Vámonos.”  Sigo sin saber cómo lo consiguió.  Debe de ser cosa de los españoles. 

             En esos momentos efímeros Javi era mi héroe.  Lo que pasa es que la admiración que le tuve solo duró unos cinco minutos hasta que llegamos a la rotonda donde se podía desviar para coger la autopista.  En ese instante, en vez de hacer eso, siguió recto por la nacional; es decir por donde habíamos venido.  Durante unos segundos pensé que había otra entrada más adelante, pero no era así, de modo que hice todo tipo de señas para hacerle dar marcha atrás y volver a la rotonda.  Le di luces, pitidos, gritos, llamadas, de todo, pero el hombre mantenía el rumbo como uno de esos ancianos seniles que pasan olímpicamente de todo.  Fue en ese momento cuando los dioses decidieron intervenir directamente.  Primero llegó el veredicto “Sois unos paquetes” y a continuación vino la sentencia: un camión de carga ancha.  Vamos, por ancha quiero decir que llevaba una casa encima, y tanto era su amplitud que los coches que venían de frente tenían que apartarse para evitar que sus conductores fueran decapitados.  Sí hombre…para adelantarse.  Eso fue lo definitivo.  Ya no había nada que hacer.  Ya no había marcha atrás.  Ni planes, ni cena, ni leches.  Solo se trataba de llegar y esperar lo peor.  Sin embargo, parece que el tiempo paradójicamente iba en nuestro favor pues, con el paso de los minutos (y eran muchos), la futilidad de nuestra empresa se hizo más evidente, y todos empezábamos a tomar las cosas con más filosofía…mucha más  filosofía…esa gran escuela de pensamiento que tanto reina en este país: la de ¡Qué remedio!

            En el fondo daba igual porque, aún estando en Pontevedra, la cosa mejoraba poco.  Estaba la ciudad de fiestas y había verbenas en algunas zonas…precisamente las zonas por donde intentamos pasar…y literalmente, nos encontrábamos dando vueltas y más vueltas.  Salimos hacia el río, lo bordeamos un poco, volvimos a entrar y aparcamos en un parking en la zona antigua.  Nos sentamos a la mesa en una terraza repleta de gente…dos horas y media después.  Para entonces los hijos de Javier y Julia estaban cenando y los planes para ir a Portonovo habían sido abandonados.  Estábamos todos ya tranquilos, un tanto cansados de tanta aventura.  Javi volvería con su familia y lo intentaría otra vez al día siguiente, y yo, la verdad, estaba sin saber si habíamos cumplido la misión o no.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 17

Hay cosas que están mal hechas desde sus empieces.  Mal pensadas.  Mal Diseñadas.  Mal Organizadas.  Mal Comunicadas.  Mal Preparadas.  Mal Ejecutadas.  Mal Acabadas.  Vamos, una mierda de plan de principio al final.  Y lo más triste era que, en su momento, parecía algo merecedor de un premio por su brillantez.             

               Lo único que nos faltó era un poco de motivación personal.  Y es que la idea de irnos a O Porriño para recoger el coche de Andrés nació más bien de una necesidad que de un deseo, porque de no hacerlo, entonces ¿Cuándo?  ¿En el siguiente año jacobeo dentro de 11 años?  Ni de churro.  El plan era sencillo:  Acercarnos a O Porriño en el coche de Javier, volver a Pontevedra con los dos, dejar el coche de Andrés en Pontevedra y luego, mientras Javier se quedaba con nosotros, su mujer Julia se iría otra vez a la playa con los niños y su familia.  Hasta allí bien.  En una hora y media como mucho, y si todo saliéra bien podríamos estar ya sentados y disfrutando de Pontevedra la nuit.  O no.  Había una serie de problemas:

            Problema 1:  En realidad, eso no era exactamente el plan.

            Problema 2:  No disponíamos de 90 minutos.

            Problema 3:  Dijimos que el Problema 2 no era un problema…y lo era. 

            Y es que, al final, cuando uno no dice todo la verdad, las cosas acaban volviéndose en su contra. Nosotros lo teníamos complicado de entrada.  Para empezar, no teníamos las llaves del coche de Andrés.  Estaban con su dueño mientras hacía un peregrinaje horizontal en su habitación.  Por tanto, solo para salir de la ciudad no supuso tener que ir andando al garaje para coger el coche, pagarlo, subir a la superficie de la Tierra, mirar hacia la izquierda y luego hacia derecha, y encogernos los hombres porque no teníamos ni puñatera idea donde estábamos ni cómo ir al hostal.

           “¿Qué opinas?” Me preguntó Javi.

           “¿Que qué opino?  No opino.  No tengo ni idea.  Soy americano (perdón, norteamericano; perdón, estadounidense).  No sabemos nada de geografía.  Además, la última vez que estuve en Pontevedra, Felipe González era presidente.”

            “No fastidies.  Pues sí que llevas tiempo aquí en España, macho.  Anda.  Elige.”

             Saqué el dedo.  “Pito…pito…gorgorito…”

            “¡Anda ya!” dijo Javier y giró a la derecha sin esperar más. 

             Después de pasar esa fase teníamos que encontrar el hostal y de paso perdernos una vez por el camino, luego perdernos otra vez, y una tercera antes de tropezarnos con el sitio.   Subí a las habitaciones y hallé a Andrés en el baño envuelto en una toalla preparándose para atacar su pelo con un buen pegote de gomina.  Habló tranquilo e insistía en acompañarnos, pero no se daba cuenta de que había un pequeño problema con la hora.  “Andrés, cada segundo cuenta aquí.  Por favor.”  Me dio las instrucciones para operar la máquina, asintí varias veces, escuchando solo a medias como es habitual en mí.  Bajé al coche, pero no sin parar una vez más para consultar cómo llegar a O Porriño de la manera más rápida.  Sabía que había una autopista, lo sabía bien, y sabía que las leyes de la física me avalaban cuando creía que esa opción era la mejor, pero como me gusta consultar a la gente de la zona, pregunté a un paisano que estaba en una mesa fuera del bar tomando un café y me contestó sin dudar, “Mejor por la nacional.”

            “¿Por la nacional?  ¿Seguro?”

            “Sí hombre.  Por autopista nada.  Mejor por la nacional.”

            ¡Vaya por Dios!  ¿Y ahora qué?  Mi GPS mental recomendaba una cosa, pero mi GPS local proponía otra.  Por un lado quería creer en el paisano.  Quería creer en el hombre de la tierra.  El sabio de la zona.  El que sabe mucho más que yo, un pobre urbanita, un pijo de Connecticut, un yanqui perdido.  El hombre no podía tener razón; sencillamente, era una locura.  Así que le di las gracias, subí al coche y abroché el cinturón de seguridad.  Javier me preguntó: “¿Y?”

            “Por la nacional por supuesto.”   Soy tonto pero le hice caso con la remota esperanza de que saliera lo contrario.

            En resumen, entre pitos y flautas y trompetas y flautines y trombones y cualquier otro instrumento que se te ocurra, no salimos hasta las nueve menos cinco.  Las operaciones previas a la salida nos habían comido 35 minutos.  Nos quedaban 20 para viajar 60 kilómetros en pleno tráfico de verano por la tarde.  Éramos dos hombres con un destino: el fracaso.

            Lo cual no impedía que siguiéramos adelante porque, total, from lost to the river, y lo mínimo que podíamos hacer era volver con un nuestro objetivo.    Así que nos lanzamos al vacío y en dos segundos nos dimos cuenta de que nos habíamos equivocado.  Eso fue, claro, cuando Julia, con la típica oportunidad e intuición que caracteriza a las mujeres, llamó para preguntar qué tal íbamos.  “¿Estáis llegando?”   Era evidente que ella confiaba plenamente en nuestra capacidad de actuar rápido, error por su parte.  Tampoco sabía que había habido ciertos imprevistos de por medio.  Javier le puso al día con la situación. 

             “¡¿Cómo?!  ¡¿La nacional?!  ¡¿Seréis tontos?!”  La tercera pregunta era más bien retórica, ya que sobraba la respuesta. Había que darle la razón a ella.  No tenía sentido.

               Javi intentaba tranquilizar la situación, mientras yo le alimentaba con razones.  “Dile que fue el paisano.”

               Javi seguía hablando.  Yo le repetí: “Dile lo del paisano.  Lo del paisano, Javi.  Hazme caso.” 

               “Pero claro, si el hombre en el bar nos dijo que era mejor por la nacional.  Es un paisano.  Hemos hecho lo que se debería hacer.”

              “Dile que es un hombre de la tierra también.”  Le susurré.

              “Un hombre de la tierra.”

              “Habéis hecho bien?  Habéis hecho el jilipooollas.”   Julia dejó claro lo que el hombre de la tierra podía hacer, y que si queríamos, podríamos ir con él también.

              “Creo que no está conforme.”

             Me puse a rezar.  “Padre nuestro que estás en el cielo, transpórtanos a O Porriño…”   

             “No te preocupes Julia.  Vamos con un poco de retraso, pero más o menos a las 21.30 estamos.”  Sí hombre, ni de churro.   Ella colgó nada convencida.

               Unos segundos después recibimos una llamada de Aitor, que estaba intentando echarnos una mano desde el otro lado y hacía una labor de diplomacia que tan bien le caracterizaba.  “¿Cómo vais chicos?” preguntaba con alegría.  “¿Os queda mucho, no verdad?”  Le dije la verdad.  Se notaba que no estaba solo y hablaba en voz alta y fuerte.  “Genial.  Pues nada.  Nos veremos dentro de nada.”   Luego se ve que se había apartado un poco porque cambió  cuando tenía unos segundos solo añadió, “Pero cómo se os ocurre ir por la nacional…?”

             Yo intentaba tranquilizar a Javier diciendo que no había problema, que si hacía falta acompañar el coche a Portonovo, que se haría sin ningún problema.  “¿Cómo que acompañar?  Pero eso era el plan desde el principio.  Vamos a cenar allí.  Tengo todo preparado.”

            ¿!Cenar!?  Buenoooo.  A nuestro paso, ni para chocolate con churros.  “Lo veo chungo, tío.  Creo que es mejor cancelarlo.  Les llevamos a Portonovo y ya está.”    Vi que Javi estaba decepcionado porque le hacúa ilusión y sé que estaba siendo yo egoísta.  Me sentía mal.

             Por mucho que quisiéramos ir más de prisa, no había manera.  El tráfico era tremendo y si teníamos la suerte de poder quitarnos de en medio un de ellos, enseguida lo sustiuía otro, como si se tratara de un equipo pagado por el ayuntamiento.  Me preocupaba mucho por la salud de Javier.  Dejaba de hablar, algo nada habitual en él, y miraba hacia adelante sin pestañar como le pasa a uno cuando hay que .  Puse la mano por delante de su cara y la movía, pero nada.  No había respuesta.  Oficialmente había perdido todo sentido.   Estábamos por Redondela me vino una gran inspiración.  “Oye, mira esos viaductos de tren.  ¿Sabías que el hombre que los diseñó se suicidó?”    Ya no había nadie en control del coche.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 17

Pues el puñatero Santi no volvió a aparecer por ahí esa tarde y nuestra relación estaba condenada desde el primer momento.  Nuestra expedición siguió otros 5 kilómetros bajo un sol cada vez más castigador.  Después de la paliza de la Kournikova, la gente se encontraba desperdigada por allí como unos exiliados y llegábamos a Pontevedra a cuentagotas.  El albergue estaba justo en la parte limítrofe de Pontevedra, nada más entrar, más o menos a la altura de la estación de tren.   Mi primera reacción era que aquella ubicación era la manera del ayuntamiento de decir  “¡Peregrinos fuera!”, pero me da que no es así para nada.  Este lugar era de una nueva construcción diseñada para poder atender a las necesidades de los muchos caminantes que pasarían por allí.  Era bastante grande, nuevo, tenía una espacio amplio por fuera con un jardín cespedoso (ya sé que me lo estoy inventando pero me gusta) y arbolado.  Allí se podía tender la ropa sin problemas. 

           Eso era una buena noticia para los demás peregrinos pero a nosotros nos traía sin cuidado porque no íbamos a hacer noche con ellos.  Sin Fräulein nada era igual hospedarse en un albergue.  Además, había un problema de logística que era que nuestro amigo Javier iba a unirse a nosotros esa tarde pero no sabíamos la hora así que no nos atrevíamos a coger una cama, y nos consolamos con el pensamiento de que gracias a nuestra generosidad, otros cuatro chavales con menos medios que nosotros iban a poder dormir por un precio módico. 

           Nos instalamos en una pensión normalilla justo enfrente.  Era una casa reconvertida en un hostal y tal era su naturaleza casera que la mesa de recepción se encontraba en la cocina en la primera planta.  El dueño era algo quisquilloso y se portaba con un nerviosismo como uno de esos hosteleros que despedazan a peregrinos de vez en cuando para alimentar a sus dogos.  A lo mejor es injusto hablar de la gente de esta manera, pero por si acaso, intenté ser lo más agradable posible.    

             Firmé la hoja de mi habitación sobre la cocina al lado de la botella de Fairy, recogí mis llaves en el estante de las especias entre el orégano y la pimienta blanca y subí a mi aposento que iba a compartir con Javier.  Esta habitación destacaba por sus muebles cojos, pero cumplía con mis expectativas y no tenía quejas.  Me pegué una ducha caliente muy gustosa, lavé algunas prendas a mano, y las tendí donde pudiera.   Bajamos al restaurante de a lado, el nuestro estaba vacío (mala señal) y nos encontramos con las Belgas, las que habían estado a punto de dilatarnos a Fräulein en el albergue anterior.  En realidad una era suiza de la zona italiana y la otra austriaca y las dos trabajaban en Bruselas.  Eran sin duda las chicas más pías que habíamos conocido y a partir de entonces las llamaríamos las Beatas.  Eran buenas chicas y con buen sentido de humor, y al terminar la comida, nos dimos cuenta de que ya no corría peligro de que nos acusaran de hacer trampa, por muy pecadores que fuéramos.

             Después de comer, me eché mi primera siesta seria.  No era épica, pero un buen encuentro con la almohada de todas formas.  Seguro que ronqué y todo.  Por la tarde me tocó ir al centro donde íbamos a encontrarnos con Javier y de paso planear cómo recuperar el coche de Andrés que estaba aún en la calle en O Porriño.  No estaba lejos en coche, pero había que hacerlo, y nuestra tarde dependía de cuándo.

             Mientras tanto, hice un poco de turismo.  Pontevedra estaba de fiestas.  Era la celebración de la Peregrina, y había mucha animación en las calles.  Aún así, noté una mejoría notable en la ciudad desde la última vez que la vi allá por mediados de los noventa.  Entonces la ciudad era más deprimida, más chunga, el casco viejo estaba repleto de yonquis, había un hedor característico que provenía del río Lérez.  Vamos, se veía que era una ciudad bonita pero con necesidad de un lifting.  Pues llegó.  Y lo primero que me llamó la atención era lo sana y atractiva que estaba.   Estaba guapa.   Me alegré mucho por Pontevedra.  Es un lugar que merece la pena no solo conocer sino volver a visitar una y otra vez.

             Fui con Hector a la misa en la iglesia de la Peregrina, una genial estructura neoclásica con forma de viera.  Es la iglesia más emblemática de la ciudad.   Al salir de misa nos encontramos con Javier, Julia, su mujer y sus dos hijos.  Eran ya casi las ocho y cuarto y aún no habíamos recogido el coche.  ¡Coño!  Ni siquiera habíamos empezado.  La misión era totalmente imprescindible porque ya que teníamos a nuestra disposición un nuevo coche, el de la familia de Javier, y no podíamos perder la oportunidad.  Y lo teníamos que hacerlo lo antes posible porque posteriormente íbamos a llevar a Julia y los hijos a Sanxenxo antes de que se hiciera de noche.  Julia enseguida dejó claro que era imperativo que volviéramos cuanto antes precisamente por este motivo.  “A las nueve, si puede ser.”

             Ni de coña, pensé.  Imposible.  Era imposible.  Realmente era impensable lograrlo.  Aunque estábamos a tan solo 30 kilómetros y con una autopista para nuestro uso, con salir de una ciudad y volver a entrar, yo le echaba media hora mínimo solo de ida…y luego había que volver.  Así negocié algo suicida.  Y siendo el pecador que era…mentí.  “Danos hasta las 9.15.  Llegaremos.”

            “Vale.”

            A continuación empecé a rezar.  ¡Santiago Apostol no me falles ahora!