O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 15

Al arrancar la tercera etapa (Redondela-Pontevedra), El Camino nos anunció el siguiente mensaje, “Vale, chicos.  Ya está bien de jilipolleces.  Toca sufrir un poco.”  Tardó poco en mostrar que no andaba con rodeos. 

          A poco más de 2 kilómetros de la salida pillamos una cuesta que hace que aficionados como nosotros jadeen como perros san bernardos en verano.   Solo tuvimos un respiro al llegar a un cruce con la carretera nacional.  Coincidía con una curva de las que hace que otras curvas parezcan rectas, lo cual no impedía que los coches fueran a velocidades sobrehumanas.  Los camiones aparecían ya con las ruedas interiores en el aire y de los coches saltaban chispas.  Para seguir al otro lado, hacía falta un par de rosarios, taparse los ojos, y echarse a correr a toda leche.  Se ve que la buena gente de la Xunta figuraba que nos hacía falta un poco de emoción en nuestras vidas, y Dios les bendiga, lo consiguieron.  Para mí con llegar al otro lado sin que un Renault te catapultara hasta la siguiente provincia ya te ganabas el compostelano allí mismo, y un par de tarjetas de “Salir del Purgatorio Gratis” de obsequio por participar. 

          Todos los peregrinos hicimos un sprint hacia el otro lado, con corta-uñas, vieras, calcetines y otros artículos saliendo volando por todas partes mientras mandábamos sms a nuestros queridos despidiéndonos de ellos y diciendo donde teníamos escondidos el dinero y nuestro.  Afortunadamente, pisamos el otro lado salvos, aunque no muy sanos. 

          Empezamos a subir una cuesta cuyas características y dureza no las habíamos sentido hasta la fecha.  Solo con mirar de frente veías la luna.  El trabajo y los kilómetros empezaban a pasar factura en la gente.  Recuerdo ver a una chica cojeando con mucho dolor mientras su novio miraba impotente y sin saber como solucionarlo.  Le suplicaba algo para aliviar una lesión que me aparecía en la rodilla.  “Dame algo para el dolor,” repetía una y otra vez, mientras él la miraba desesperado.  Por lo que me había pasado a mí, sentía justo lo que le pasaba a ella.  Y eso que el tonto de mí no se acordaba de que llevaba ibuprofeno encima.  La lesión la tenía bien jodida, pero por lo menos se podía quitar algo del dolor.  A falya de más de 80 kilómetros para llegar, le daba más bien pocas opciones.  ¡Qué pena!

          Nosotros seguíamos nuestra subida lo mejor que pudimos.  Andrés lo pasaba de pena, pero con persistencia y tranquilidad llegamos arriba.  Desde allí y mientras bajábamos hacia el pueblo de Arcade, disfrutamos de una vista abrumadora de la Ría de Vigo.  Arcade tiene fama por sus ostras, pero a mí no me gustan (o por lo menos no me fío mucho de ellas), por tanto pasé de ellas y me centré en el paisaje. 

          Arcade tenía zonas con mucho encanto y sobre todo alrededor de un puente medieval precioso.  Tiene 10 arcos.  Te conducía a la parroquia del Puente San Payo, al otro lado, donde había unas calles estrechas y antiguas, casi eternas.   En este lugar se libró una decisiva batalla contra los franceses durante la Guerra de Independencia.  Más de doscientos años después se libró otra batalla de mis tripas contra el hambre, que a su vez se estaba convirtiendo en algo histórico, pero había un impedimento:  En todo el pueblo no había un café.  Miento, tenía muchos cafés pero ninguno abierto. 

          No sé qué opináis vosotros, pero me imagino que, en algún momento a lo largo de estos 1.000 años de peregrinajes, alguien se hubiera asomado por la ventana y dicho, “¡Coño! Pero es que pasa un huevo de gente por aquí.”  Y María, la mujer de éste, hubiera añadido.  “Manolo, ¿Por qué no te bajas y abres el bar?”

         “¿Y por qué?” Sería una típica respuesta gallega.

         “Porque pasa moita xente, home.  Non ves.  Qué che parece?”

          “Depende.”  Todo dependía allí.

          Y anda que no había gente en el Camino ese día para demostrarlo.  Hasta ese día la cosa iba controlada, pero ahora empezaba llegar multitudes por todas partes.  Y unos ruidosos también.  Uno empieza a tomar esas cosas a pecho y no veía la necesidad de estropear el buen ambiente que había antes.  Tenía ganas de chillarles.  “¿Quién os ha invitado? ¡Idos a casa!”

          Solo encontramos a un dueño iluminado que se dio cuenta de que por ahí pasaban centenares, cuando no miles, de personas que buscaban un buen desayuno todas las mañanas, y que quizás, solos quizás, interesaba abrir las puertas al público para atenderles y de paso hacer un poco de negocio. 

          El descanso estuvo bien, pero supo a poco una vez tomamos el camino de nuevo.  Y es que a poco más de un kilómetro de salir de Arcade, comenzamos la gran subida, el plato fuerte del día: La Canicouva, la cual la apodábamos la Kournikova.  No por nada.  Simplemente porque se te ocurren estas jilipolleces durante el Camino y te hacen mucha gracia.    

         Este puerto nace con unas rampas durillas pero de una belleza impresionante.  Los primeros metros tenían una calzada romana preciosa.  Aún podías apreciar por donde iban los carros.  El interés histórico, sin embargo, hizo poco para distraernos.  Seguía y seguía y yo me di cuenta de que teníamos entre nosotros un desafío serio.

          Mientras progresábamos, el desnivel aumentaba al mismo tiempo que la respiración de Andrés.  Empezó a quedarse atrás y pronto ya no le veíamos.  No era la primera vez que había ocurrido eso, así que decidimos seguir andando un poco más y luego esperar a que se nos juntara.   Paramos después de un rato, y nos pusimos a esperar y esperar y esperar.  Después de 10 minutos no hubo señal de él,  así que volví a ver si no le estaban comiendo unos buitres.  Gracias a Dios le encontré con vida, una masa sudorosa y rendida, sentado pesadamente sobre una piedra situada debajo de la sombra de un pequeño roble y fumándose un pitillo.   Había muchas maneras de describir lo que tenía delante de mí, pero creo que con decir “era un hombre derrotado”, lo decía todo

          “No puedo,” habló con voz suave y rasposa. “Me estoy moriendo.”

          “¡Venga hombre!  Esto no es el Tour de France.” (Porque si lo fuera, le hubiera estado chutando con algo.)  “No se puede quedar fuera del control de tiempo.  

          Andrés no dijo nada mientras ponderaba sobre su próximo movimiento.  Justo en ese momento pasaban tres españoles, una mujer y dos hombres, que caminaban a casi un trote.  Nos saludaron amablemente, hasta que la mujer vio al cigarrillo de Andrés frunció la ceja y levantó el dedo diciendo, “Ta-ta.  Eso no es bueno para ti, sobre todo aquí.”  Además con ese tonillo…

          “¡Vaya jilipollas!”, pensé.  “¡Vamos, una auténtica idiota!”  ¿Quién había pedido su opinión? De todas las cosas menos peregrinescas, menos caminescas…Había ahí a mí amigo en las puertas de la muerte y no se le ocurría otra cosa más necia que comentar sobre los daños que causan el tabaco.  Así que, le grité con garra “No me digas Sherlock Holmes.  Si no fuera por ti no nos habríamos dado cuenta.  Tienes algo más para iluminarnos?  So, tonta.  Vente para acá que te voy a dar en la cabeza con mi palo, solo una vez, que me quedo tan a gusto.” 

          Bueno, por lo menos, es lo que tenía pensado decir.  Es lo que me hubiera gustado decir.  Pero me falló el nervio y la saliva justo en ese momento, y siendo el cobarde que soy a la hora de dar la cara, solté algo venenoso y potente como, “Vale. Gracias.  Buen Camino.”  Buen Camino.  Qué imbécil soy.

          Andrés se puso de pie y respiró hondo.  Se limpió el frente inútilmente con un trapo ya empapado de sudor, y seguimos.  Dimos pasos lentos y deliberados.  Salvo el problema del calor, no había nada de prisa.  Diez minutos más tarde vimos al grupo de scouts italianos que estaban sentados en un círculo en pleno camino.  El jefe de pie con un libro de oraciones en la mano.  Andrés se paró en seco, se irguió el cuerpo y señaló con cara de asustado, “¡Dios!  Mira.  Ya están enterrando a uno de los suyos. Y ya te dije que no era una buena idea.”

          Nos acercamos un poco, pero resulta que solo era una sesión de oraciones de media montaña. 

          Seguíamos andando poquito a poquito, parando con frecuencia, pero siempre arrancando una vez más.  Siempre hacia delante.  Siempre de frente.  Tengo que reconocer que durante ese tiempo estaba emocionalmente dividido.  Con un dilema tirándome en dos sentidos opuestos.  Por una parte quería ayudarle a Andrés a hacer un esfuerzo para llegar, a superar los límites de sus posibilidades, pero tampoco quería empujarle a hacer algo que estaba por encima de lo que era médicamente aconsejable. Bueno, ya lo estaba haciendo, así que en otras palabras no quería tener que poner en este diario que sus últimas palabras antes de caerse al suelo eran “hijoputa me has mataaaado.”

          30 minutos después, estábamos en la cima.  Teniendo en cuenta sus limitaciones físicas, se puede decir que Andrés había subido un monte el triple de alto que nosotros.  Fue toda una proeza y todo un homenaje a la tenacidad.  Bravo Andrés.  En esos momentos era el rey.       

2 thoughts on “O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 15”

  1. Hi Mom,
    You can find the English version (more or less the same as the Spanish one) of this post in the category Memories of a Pilgrim with No Direction. Click on that, go to the bottom, click again on “older posts” and it is the On the Road: Memories of a Pilgrim with No Direction 13. Here’s the link too. http://brianmurdock.net/?cat=43&paged=2

    Thanks

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