Pues el puñatero Santi no volvió a aparecer por ahí esa tarde y nuestra relación estaba condenada desde el primer momento. Nuestra expedición siguió otros 5 kilómetros bajo un sol cada vez más castigador. Después de la paliza de la Kournikova, la gente se encontraba desperdigada por allí como unos exiliados y llegábamos a Pontevedra a cuentagotas. El albergue estaba justo en la parte limítrofe de Pontevedra, nada más entrar, más o menos a la altura de la estación de tren. Mi primera reacción era que aquella ubicación era la manera del ayuntamiento de decir “¡Peregrinos fuera!”, pero me da que no es así para nada. Este lugar era de una nueva construcción diseñada para poder atender a las necesidades de los muchos caminantes que pasarían por allí. Era bastante grande, nuevo, tenía una espacio amplio por fuera con un jardín cespedoso (ya sé que me lo estoy inventando pero me gusta) y arbolado. Allí se podía tender la ropa sin problemas.
Eso era una buena noticia para los demás peregrinos pero a nosotros nos traía sin cuidado porque no íbamos a hacer noche con ellos. Sin Fräulein nada era igual hospedarse en un albergue. Además, había un problema de logística que era que nuestro amigo Javier iba a unirse a nosotros esa tarde pero no sabíamos la hora así que no nos atrevíamos a coger una cama, y nos consolamos con el pensamiento de que gracias a nuestra generosidad, otros cuatro chavales con menos medios que nosotros iban a poder dormir por un precio módico.
Nos instalamos en una pensión normalilla justo enfrente. Era una casa reconvertida en un hostal y tal era su naturaleza casera que la mesa de recepción se encontraba en la cocina en la primera planta. El dueño era algo quisquilloso y se portaba con un nerviosismo como uno de esos hosteleros que despedazan a peregrinos de vez en cuando para alimentar a sus dogos. A lo mejor es injusto hablar de la gente de esta manera, pero por si acaso, intenté ser lo más agradable posible.
Firmé la hoja de mi habitación sobre la cocina al lado de la botella de Fairy, recogí mis llaves en el estante de las especias entre el orégano y la pimienta blanca y subí a mi aposento que iba a compartir con Javier. Esta habitación destacaba por sus muebles cojos, pero cumplía con mis expectativas y no tenía quejas. Me pegué una ducha caliente muy gustosa, lavé algunas prendas a mano, y las tendí donde pudiera. Bajamos al restaurante de a lado, el nuestro estaba vacío (mala señal) y nos encontramos con las Belgas, las que habían estado a punto de dilatarnos a Fräulein en el albergue anterior. En realidad una era suiza de la zona italiana y la otra austriaca y las dos trabajaban en Bruselas. Eran sin duda las chicas más pías que habíamos conocido y a partir de entonces las llamaríamos las Beatas. Eran buenas chicas y con buen sentido de humor, y al terminar la comida, nos dimos cuenta de que ya no corría peligro de que nos acusaran de hacer trampa, por muy pecadores que fuéramos.
Después de comer, me eché mi primera siesta seria. No era épica, pero un buen encuentro con la almohada de todas formas. Seguro que ronqué y todo. Por la tarde me tocó ir al centro donde íbamos a encontrarnos con Javier y de paso planear cómo recuperar el coche de Andrés que estaba aún en la calle en O Porriño. No estaba lejos en coche, pero había que hacerlo, y nuestra tarde dependía de cuándo.
Mientras tanto, hice un poco de turismo. Pontevedra estaba de fiestas. Era la celebración de la Peregrina, y había mucha animación en las calles. Aún así, noté una mejoría notable en la ciudad desde la última vez que la vi allá por mediados de los noventa. Entonces la ciudad era más deprimida, más chunga, el casco viejo estaba repleto de yonquis, había un hedor característico que provenía del río Lérez. Vamos, se veía que era una ciudad bonita pero con necesidad de un lifting. Pues llegó. Y lo primero que me llamó la atención era lo sana y atractiva que estaba. Estaba guapa. Me alegré mucho por Pontevedra. Es un lugar que merece la pena no solo conocer sino volver a visitar una y otra vez.
Fui con Hector a la misa en la iglesia de la Peregrina, una genial estructura neoclásica con forma de viera. Es la iglesia más emblemática de la ciudad. Al salir de misa nos encontramos con Javier, Julia, su mujer y sus dos hijos. Eran ya casi las ocho y cuarto y aún no habíamos recogido el coche. ¡Coño! Ni siquiera habíamos empezado. La misión era totalmente imprescindible porque ya que teníamos a nuestra disposición un nuevo coche, el de la familia de Javier, y no podíamos perder la oportunidad. Y lo teníamos que hacerlo lo antes posible porque posteriormente íbamos a llevar a Julia y los hijos a Sanxenxo antes de que se hiciera de noche. Julia enseguida dejó claro que era imperativo que volviéramos cuanto antes precisamente por este motivo. “A las nueve, si puede ser.”
Ni de coña, pensé. Imposible. Era imposible. Realmente era impensable lograrlo. Aunque estábamos a tan solo 30 kilómetros y con una autopista para nuestro uso, con salir de una ciudad y volver a entrar, yo le echaba media hora mínimo solo de ida…y luego había que volver. Así negocié algo suicida. Y siendo el pecador que era…mentí. “Danos hasta las 9.15. Llegaremos.”
“Vale.”
A continuación empecé a rezar. ¡Santiago Apostol no me falles ahora!