Hay cosas que están mal hechas desde sus empieces. Mal pensadas. Mal Diseñadas. Mal Organizadas. Mal Comunicadas. Mal Preparadas. Mal Ejecutadas. Mal Acabadas. Vamos, una mierda de plan de principio al final. Y lo más triste era que, en su momento, parecía algo merecedor de un premio por su brillantez.
Lo único que nos faltó era un poco de motivación personal. Y es que la idea de irnos a O Porriño para recoger el coche de Andrés nació más bien de una necesidad que de un deseo, porque de no hacerlo, entonces ¿Cuándo? ¿En el siguiente año jacobeo dentro de 11 años? Ni de churro. El plan era sencillo: Acercarnos a O Porriño en el coche de Javier, volver a Pontevedra con los dos, dejar el coche de Andrés en Pontevedra y luego, mientras Javier se quedaba con nosotros, su mujer Julia se iría otra vez a la playa con los niños y su familia. Hasta allí bien. En una hora y media como mucho, y si todo saliéra bien podríamos estar ya sentados y disfrutando de Pontevedra la nuit. O no. Había una serie de problemas:
Problema 1: En realidad, eso no era exactamente el plan.
Problema 2: No disponíamos de 90 minutos.
Problema 3: Dijimos que el Problema 2 no era un problema…y lo era.
Y es que, al final, cuando uno no dice todo la verdad, las cosas acaban volviéndose en su contra. Nosotros lo teníamos complicado de entrada. Para empezar, no teníamos las llaves del coche de Andrés. Estaban con su dueño mientras hacía un peregrinaje horizontal en su habitación. Por tanto, solo para salir de la ciudad no supuso tener que ir andando al garaje para coger el coche, pagarlo, subir a la superficie de la Tierra, mirar hacia la izquierda y luego hacia derecha, y encogernos los hombres porque no teníamos ni puñatera idea donde estábamos ni cómo ir al hostal.
“¿Qué opinas?” Me preguntó Javi.
“¿Que qué opino? No opino. No tengo ni idea. Soy americano (perdón, norteamericano; perdón, estadounidense). No sabemos nada de geografía. Además, la última vez que estuve en Pontevedra, Felipe González era presidente.”
“No fastidies. Pues sí que llevas tiempo aquí en España, macho. Anda. Elige.”
Saqué el dedo. “Pito…pito…gorgorito…”
“¡Anda ya!” dijo Javier y giró a la derecha sin esperar más.
Después de pasar esa fase teníamos que encontrar el hostal y de paso perdernos una vez por el camino, luego perdernos otra vez, y una tercera antes de tropezarnos con el sitio. Subí a las habitaciones y hallé a Andrés en el baño envuelto en una toalla preparándose para atacar su pelo con un buen pegote de gomina. Habló tranquilo e insistía en acompañarnos, pero no se daba cuenta de que había un pequeño problema con la hora. “Andrés, cada segundo cuenta aquí. Por favor.” Me dio las instrucciones para operar la máquina, asintí varias veces, escuchando solo a medias como es habitual en mí. Bajé al coche, pero no sin parar una vez más para consultar cómo llegar a O Porriño de la manera más rápida. Sabía que había una autopista, lo sabía bien, y sabía que las leyes de la física me avalaban cuando creía que esa opción era la mejor, pero como me gusta consultar a la gente de la zona, pregunté a un paisano que estaba en una mesa fuera del bar tomando un café y me contestó sin dudar, “Mejor por la nacional.”
“¿Por la nacional? ¿Seguro?”
“Sí hombre. Por autopista nada. Mejor por la nacional.”
¡Vaya por Dios! ¿Y ahora qué? Mi GPS mental recomendaba una cosa, pero mi GPS local proponía otra. Por un lado quería creer en el paisano. Quería creer en el hombre de la tierra. El sabio de la zona. El que sabe mucho más que yo, un pobre urbanita, un pijo de Connecticut, un yanqui perdido. El hombre no podía tener razón; sencillamente, era una locura. Así que le di las gracias, subí al coche y abroché el cinturón de seguridad. Javier me preguntó: “¿Y?”
“Por la nacional por supuesto.” Soy tonto pero le hice caso con la remota esperanza de que saliera lo contrario.
En resumen, entre pitos y flautas y trompetas y flautines y trombones y cualquier otro instrumento que se te ocurra, no salimos hasta las nueve menos cinco. Las operaciones previas a la salida nos habían comido 35 minutos. Nos quedaban 20 para viajar 60 kilómetros en pleno tráfico de verano por la tarde. Éramos dos hombres con un destino: el fracaso.
Lo cual no impedía que siguiéramos adelante porque, total, from lost to the river, y lo mínimo que podíamos hacer era volver con un nuestro objetivo. Así que nos lanzamos al vacío y en dos segundos nos dimos cuenta de que nos habíamos equivocado. Eso fue, claro, cuando Julia, con la típica oportunidad e intuición que caracteriza a las mujeres, llamó para preguntar qué tal íbamos. “¿Estáis llegando?” Era evidente que ella confiaba plenamente en nuestra capacidad de actuar rápido, error por su parte. Tampoco sabía que había habido ciertos imprevistos de por medio. Javier le puso al día con la situación.
“¡¿Cómo?! ¡¿La nacional?! ¡¿Seréis tontos?!” La tercera pregunta era más bien retórica, ya que sobraba la respuesta. Había que darle la razón a ella. No tenía sentido.
Javi intentaba tranquilizar la situación, mientras yo le alimentaba con razones. “Dile que fue el paisano.”
Javi seguía hablando. Yo le repetí: “Dile lo del paisano. Lo del paisano, Javi. Hazme caso.”
“Pero claro, si el hombre en el bar nos dijo que era mejor por la nacional. Es un paisano. Hemos hecho lo que se debería hacer.”
“Dile que es un hombre de la tierra también.” Le susurré.
“Un hombre de la tierra.”
“Habéis hecho bien? Habéis hecho el jilipooollas.” Julia dejó claro lo que el hombre de la tierra podía hacer, y que si queríamos, podríamos ir con él también.
“Creo que no está conforme.”
Me puse a rezar. “Padre nuestro que estás en el cielo, transpórtanos a O Porriño…”
“No te preocupes Julia. Vamos con un poco de retraso, pero más o menos a las 21.30 estamos.” Sí hombre, ni de churro. Ella colgó nada convencida.
Unos segundos después recibimos una llamada de Aitor, que estaba intentando echarnos una mano desde el otro lado y hacía una labor de diplomacia que tan bien le caracterizaba. “¿Cómo vais chicos?” preguntaba con alegría. “¿Os queda mucho, no verdad?” Le dije la verdad. Se notaba que no estaba solo y hablaba en voz alta y fuerte. “Genial. Pues nada. Nos veremos dentro de nada.” Luego se ve que se había apartado un poco porque cambió cuando tenía unos segundos solo añadió, “Pero cómo se os ocurre ir por la nacional…?”
Yo intentaba tranquilizar a Javier diciendo que no había problema, que si hacía falta acompañar el coche a Portonovo, que se haría sin ningún problema. “¿Cómo que acompañar? Pero eso era el plan desde el principio. Vamos a cenar allí. Tengo todo preparado.”
¿!Cenar!? Buenoooo. A nuestro paso, ni para chocolate con churros. “Lo veo chungo, tío. Creo que es mejor cancelarlo. Les llevamos a Portonovo y ya está.” Vi que Javi estaba decepcionado porque le hacúa ilusión y sé que estaba siendo yo egoísta. Me sentía mal.
Por mucho que quisiéramos ir más de prisa, no había manera. El tráfico era tremendo y si teníamos la suerte de poder quitarnos de en medio un de ellos, enseguida lo sustiuía otro, como si se tratara de un equipo pagado por el ayuntamiento. Me preocupaba mucho por la salud de Javier. Dejaba de hablar, algo nada habitual en él, y miraba hacia adelante sin pestañar como le pasa a uno cuando hay que . Puse la mano por delante de su cara y la movía, pero nada. No había respuesta. Oficialmente había perdido todo sentido. Estábamos por Redondela me vino una gran inspiración. “Oye, mira esos viaductos de tren. ¿Sabías que el hombre que los diseñó se suicidó?” Ya no había nadie en control del coche.