O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 18

…Ya no había nadie en control del coche.  Solo la providencia, y eso poco me consolaba.  Tenía que hacer algo, pero justo cuando me veía obligado a tomar las riendas y agarrar el volante para evitar que saliéramos disparados del puente y sobrevoláramos la tahona que hacía esas empanadas de chocos que tanto nos habían gustado, sonó el móvil de Javi de nuevo.  El ruido debió de despertarle de su estado comatoso, porque de pronto reaccionó, lo miró y al ver que era Aitor y me lo pasó a mí para que coordinara con nuestro presidente de la sociedad gastronómica nuestro plan de acción frente a la crisis.  Contesté.  Aitor estaba llamando para preguntar por donde íbamos con el fin y la esperanza de tranquilizar los nervios generales que se estaban produciendo allá por Pontevedra, y me hablaba con una voz de esas que emplean los veteranos controladores aéreos que se encuentran en la torre del aeropuerto durante una emergencia.  Una voz grave y profesional. Hasta me hizo incorporarme en el asiento para mejor atenderle.  “¿Cómo va todo por ahí?  Cambio y corto.”

            “Pues…bien,” repliqué con lentitud no muy seguro de cómo decirle la verdad.  Así que opté por darle datos generales e inocuos.  “Hace bueno.  ¿Y vosotros, cómo vais?”

             “Aquí todo tranquilo.  He garantizado que todo saldrá según lo previsto.  Cambio y corto.”

              “Muchas gracias.  Agradecemos tu confianza pero ni de coña llegamos a tiempo.”

             “Bueno.  Da igual. Pasemos al Plan B.  Si no puede ser la hora prevista, ¿puedo asegurarles que habrá una demora mínima?  Cambio y corto.” 

            “Pueeeess.”

          “Por lo menos estais de camino a Pontevedra, ¿verdad? Cambio y corto.” 

            Eso sí.  Estábamos de camino a Pontevedra, pero al revés.  ¿Cómo le explicaba la verdad?  Fácil.  Mintiendo.  Había habido una decepción tras otra, ya no estaba dispuesto a fallar otra vez, y yo, siendo un hombre con grandes capacidades para embustir, respondía mientras pasábamos por un cartel que ponía ‘O Porriño a 5kms’, “Por supuesto, Aitor.  Estoy en el coche de Andrés y arranco ahora.  Nos vemos dentro de 15 minutos.  Le echo diez minutos de retraso.” 

             No sé porqué hago estas cosas.  Nunca lo he sabido.  Debe de ser una especie de base de miedo y cobardía, mezclado con algo de cortesía y educación, al que hay que añadir un toque de esperanza de que las cosas puedan salir cómo a mí me gustaría, pero nunca sirve de nada.  ¿Cuándo aprendería?

              Es posible que, a la velocidad que íbamos, nadie nos viera entrar en O Porriño.  Javi se había recuperado (o eso o había dado todo por perdido y creía que su vida ya no tenía importancia) y conducía como un piloto de Formula 1 mientras que yo hacía de su guía.  Le iba dando indicaciones.  “Por aquí.  Por allá.  Viene un stop.  A la derecha, y ahora, otro stop.  A la izquierda.  Ahora a la derecha.   No, a la izquierda…no a la derecha…a la derecha…eso es…seguro que es a la derecha.  Vamos.”

            A lo cual Javi me dijo. “Es que me obligan a ir a la izquierda.”

            “Pues a la izquierda entonces.  ¡Vamos! ¡Que llegamos tarde!”… 

             …Debéis saber que el coche de Andrés es uno de los más seguros de toda Europa, y no precisamente porque tenga 16 airbags, super ABS, dos ametralladoras, ni que flote en el mar, vuele por el aire, sea blindado, ni tenga unos mecheros que encienden cigarrillos sin que te quemen, sino porque tiene tantos chismes anti-robos que sería imposible robarlo.  Yo, que había estado en su coche más de una vez, no me había dado de ese detalle hasta que me sentara en el asiento del conductor e intentara liberarlo de sus múltiples penas.  Sin embargo, cuanto más me lanzaba, menos avanzaba y acabé con un ataque de nervios.  Mientras yo me daba cabezazos de frustración contra el volante y gemía “no puedo, no puedo” como un opositor de ingeniería, Javi se bajó de su coche, me dijo que me relajara y deshizo el follón en unos diez segundos.  “Ya está.  ¡Venga! Vámonos.”  Sigo sin saber cómo lo consiguió.  Debe de ser cosa de los españoles. 

             En esos momentos efímeros Javi era mi héroe.  Lo que pasa es que la admiración que le tuve solo duró unos cinco minutos hasta que llegamos a la rotonda donde se podía desviar para coger la autopista.  En ese instante, en vez de hacer eso, siguió recto por la nacional; es decir por donde habíamos venido.  Durante unos segundos pensé que había otra entrada más adelante, pero no era así, de modo que hice todo tipo de señas para hacerle dar marcha atrás y volver a la rotonda.  Le di luces, pitidos, gritos, llamadas, de todo, pero el hombre mantenía el rumbo como uno de esos ancianos seniles que pasan olímpicamente de todo.  Fue en ese momento cuando los dioses decidieron intervenir directamente.  Primero llegó el veredicto “Sois unos paquetes” y a continuación vino la sentencia: un camión de carga ancha.  Vamos, por ancha quiero decir que llevaba una casa encima, y tanto era su amplitud que los coches que venían de frente tenían que apartarse para evitar que sus conductores fueran decapitados.  Sí hombre…para adelantarse.  Eso fue lo definitivo.  Ya no había nada que hacer.  Ya no había marcha atrás.  Ni planes, ni cena, ni leches.  Solo se trataba de llegar y esperar lo peor.  Sin embargo, parece que el tiempo paradójicamente iba en nuestro favor pues, con el paso de los minutos (y eran muchos), la futilidad de nuestra empresa se hizo más evidente, y todos empezábamos a tomar las cosas con más filosofía…mucha más  filosofía…esa gran escuela de pensamiento que tanto reina en este país: la de ¡Qué remedio!

            En el fondo daba igual porque, aún estando en Pontevedra, la cosa mejoraba poco.  Estaba la ciudad de fiestas y había verbenas en algunas zonas…precisamente las zonas por donde intentamos pasar…y literalmente, nos encontrábamos dando vueltas y más vueltas.  Salimos hacia el río, lo bordeamos un poco, volvimos a entrar y aparcamos en un parking en la zona antigua.  Nos sentamos a la mesa en una terraza repleta de gente…dos horas y media después.  Para entonces los hijos de Javier y Julia estaban cenando y los planes para ir a Portonovo habían sido abandonados.  Estábamos todos ya tranquilos, un tanto cansados de tanta aventura.  Javi volvería con su familia y lo intentaría otra vez al día siguiente, y yo, la verdad, estaba sin saber si habíamos cumplido la misión o no.

One thought on “O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 18”

  1. sublime ralato. leyéndolo lo he rememorado de tal manera que me he vuelto a poner de los nervios… madre mía, no pudieron darse tal cúmulo de desgracias seguidas. Lo importante es que el Presi consiguió calmar las aguas y cuando llegamos no paso nada.

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