Como cualquier buen viaje, el Camino también tiene sus propios contrasentidos. Por ejemplo, para salir de Pontevedra primero tienes que pasar por ella. Entrar en ella. Atravesarla. Conocerla. Pontevedra por la mañana es preciosa. Estaba tranquila, suave y dormida. Era una ciudad a punto de levantarse, y hacía sus primeros bostezos y estiramientos en forma de un par de cafeterías abriéndose tímidamente o de un barrendero dando latigazos a un suelo cubierto de de ayer, de anoche, de una vida anterior y ya acabada.
Cruzamos la ciudad muy a gusto. No hay nada como un paseo matutino por una ciudad. Las flechas nos condujeron por el centro, travesamos plazas y surcamos por las calles estrechas hasta salir por el otro lado donde el río nos cortó el paso. Cruzamos el puente que dio nombre a la ciudad y nos fundimos en el campo otra vez.
La etapa prometía ser más leve que el anterior…una jornada más compasiva con los peregrinos. Nada de cuestas brutales para destrozar nuestro interior, ni doblegar nuestras entrañas. En cuanto a la distancia, se esperaba una etapa tirando más bien a mediana, pero bastante llana y agradable y poco nos hacía pensar que sufriríamos excesivamente ese día. Teníamos previsto acabar en el pueblo de Caldas de Reis, un pueblo bonito conocido por sus aguas termales y balnearios. Allí pensábamos disfrutar de una comida suculenta en un pueblo cercano llamado Portas, donde nació mi suegro. Comeríamos en la casa de su hermana y su marido, dos personas tremendamente generosas. Como íbamos a ser cuatro, tuve que llamar a la Tía Lola para decir que seríamos menos, puesto que Javier en principio no iba a llegar hasta la tarde, si es que llegaba al final. Yo ya había visto que el Camino no te dejaba planificar las cosas con demasiada antelación.
Además había la emoción añadida de cruzar el umbral de la mitad del viaje en el kilómetro 57. Claro está que nos quedaban otros tantos, pero sirvía para subir el moral. Parece una tontería, pero son pequeños detalles que emocionan, así que cuando llegamos a un mojón en el que se ponía más o menos esa distancia, no dudaríamos en sacarnos una foto.
Pero primero teníamos que llegar a ese punto. Nada te llega gratis aquí. Andamos por unas aldeas antes de penetrar una zona más bien sombreada y bosqueada (sé que no existe, pero me gusta). También el suelo estaba sorprendentemente mojado. Sorpedente por las fechas y por el verano que llevábamos de seco. No quería ni imaginarme cómo sería aquello en los meses más húmedos. Intransitable, vamos.
En un momento salimos en un claro y allí avistamos una aldea da nada, vamos de poco más de cuatro casas rodeados por unos huertos y viñedos. ¡Qué maravilla! Cómo me gusta ver estas tierras ocultas apartadas de la vida agotadora y codiciosa de la ciudad. En más de una ocasión de mi vida, había pensado en dejarlo todo y huir al campo en búsqueda de una vida sencilla y sin gente sin escrúpulos … Mientras me acercaba, vi cómo se asomaba por la puerta de una casa un hombre mayor. Se veía que era el típico anciano curtido, experimentado, real. Un hombre con la piel como cuero y los ojos acuosos y tristes. Un auténtico sabio del campo. Como era mi costumbre como yanqui bobo enamorado de Europa, al pasar le saludé amigablemente esperando una réplica mutua de su parte e incluso un “Buen Camino”, pero cual fue mi sorpresa cuando oí algo bastante diferente “¿Quieres comprar una vieira?”
“¿Perdón?”
“Una vieira. Ya sabes.”
“Las tengo a buen precio. A 3 euriños.”
¿Pero qué decía este hombre? O sea, aquí me encuentro en un mundo idílico y de repente me tengo que enfrentar a un ser intentando llevarse unas perras a mi costa. ¿Dónde estaba la gente llana? ¿Dónde estaba la gente buena y sencilla? ¿Dónde estaba el tradicional “Buenos días. Te estoy saludando porque me apetece y no porque quiero sacarte unos cuartos”? En ningún sitio. Como lo oís. Allí mismo, pero forrándose a base de la venta de unas conchas pintadas. Hay que jorobarse. En el fondo, y eso porque soy estudiante de la historia y por tanto informado de estas cosas, sabía que no había nada nuevo en la práctica. A lo largo de los siglos, la gente ha sabido aprovechar de los inocentes (y no tan inocentes) peregrinos que pasaban por esos caminos…
Seguimos adelante. Me tocó hacer un poco de ejercicio, así que hice un buen tramo de caminata solito a paso ligero. A veces tanto el Camino como tu cuerpo te lo piden. Seguí hasta llegar donde estaban los hermanos de Huelva, que habían parados descansar. Me quedé hablando con ellos hasta que llegaran Aitor y Andrés y luego los cincoseguimos juntos hasta un pueblo pequeño llamado San Mauro, más o menos a mitad de la jornada. Vamos, más o menos. Justo antes de llegar, fuimos adelantados por tres personas de las cuales la mujer me dijo, “Yo que tú me quitaba esa sudadera, que te va a hacer daño.”
Que fue cuando me di cuenta de que era la misma mujer del día anterior que nos había dado esos consejos tan inútiles y evidentes sobre el tabaco. Ahora se metía conmigo por llevarme una sudadera. ¿Quién era? Una tocanarices, ni más ni menos. Pero esta vez, no la iba a dejar escaparse sin que le cantara las cuarenta. Levanté mi palo de andar y abrí mi boca grité con cierta fuerza. “¡Vale!”
¡Qué cobarde soy! Nada. No me sale. Pero sí recuerdo que lo dije sin añadir “¡gracias!” después, por tanto se puede decir que era una pequeña victoria moral para mí.