Aitor y yo teníamos una actitud algo distinta sobre cómo animar a Andrés en sus momentos de desesperación, que se estaban produciendo con cada vez más frecuencia en los últimos días. Aitor prefería la táctica de “ya estamos llegando” razonando que si le eseñaba la luz al final del túnel (aunque se encontrase a 8 kilómetros) serviría para motivarle. “¡Vaya iluso!” pensé yo incrédulo. Yo le veo con un futuro en California como coach de autoayuda, pero para el Camino, nada. Así que, cada vez que oía “Veo tu cama a la vuelta de la esquina”, me entraba ganas de vomitar y le miraba fijamente y vocalizaba sin usar la voz: “Deja de decir esas cosas, ¡joder! ¿Quieres matarle?” Pero eso era el estilo de Aitor. No matarle, sino animarle.
Y no es que yo piense que mentir un poco de vez en cuando sea una cosa mala (yo siendo un gran pecador y por tanto familiarizado con el tema) pero veía las cosas de otra manera. Optaba por la estrategia de “no-voy-a-andar-con-rodeos-joder-que-esto-va-a-ser-duro-y-va-a-doler-pero-lo-podemos-conseguir-¡hala!”, pensando que Andrés apreciaría mi estilo directo, gruñiría por la nariz como un toro a punto de embestir, fijaría su mirada en el horizonte con enfado y empezaría dar pasos fuertes hacia su objetivo. Sin embargo, cada vez que explicaba las cosas a Andrés con una voz de John Wayne, Aitor me miraba con ojos asustados, y me cogería de lado y decir “¿Pero qué haces? ¿Le quieres matar?”. Y así manteníamos nuestra guerra secreta, cada uno con su postura.
Paramos en San Mauro para tomar un café y reponer fuerzas. Nos sentamos con los hermanos de Huelva. Era buena gente, era así de sencillo. Y daba gusto hablar con ellos. Uno de ellos era una especie de experto en el Camino. Lo había hecho todo. El francés, el portugués, el inglés, el sanabrés, el primitivo. Vamos. Porque sabía que hablaba de un peregrinaje, porque si no, pensaría que era una estrella de porno. Tenía una memoria fantástica y nos contaba todo tipo de detalles. Pues este hombre tranquilo, educado, interesante y gracioso nos decía que esa etapa era más bien llana pero que había que tener cuidado porque se hacía pesado por el sol, y por tanto convenía llegar cuanto antes.
Dejamos a San Mauro atrás y bajábamos un rato, pero poco después entramos en un valle abierto y fértil. Aquí se cultiva mucho y muy variado, tiene un clima fantástico, pero lo que realmente está de moda es la uva albariño, una fruta que prácticamente ha salvado a la zona de una muerte anunciada. El hombre de Huelva decía la verdad. El terreno era suave, pero no había ni una puñatera sombra por ninguna parte, a no ser que fueras una hormiga. De vez en cuando un castaño o un roble aportaba unos metros de alivio, pero hacían poco efecto. El sol pegaba y pegaba bien. Aun por encima, Andrés no llevaba nada para proteger la cabeza. La vida había ido cesechando su cabello, pero hacía poco para repoblar. Pero él insistía en caminar así y no quería nada. Allá él. Y así seguíamos poco a poco.
Si tuviera que señalar un ejemplo de la naturaleza sinuosa del Camino, dudo mucho de que se pudiera superar el que vimos cuando faltaba poco para llegar a Caldas. Íbamos por uno de esos tramos comunes (es decir…tramos de cagarte de miedo mientras pasan los camiones), y vi en el otro lado de la carretera un cartel grande que ponía bien claro “Santiago 40”. Justo enfrente, vamos a cuatro pasos, a la misma altura pero un poco más metido, había un mojón que indicaba que faltaban algo más de 48 kilómetros. Como lo oís. No era una broma ni otra muestra de la falta de capacidad para medir por parte de la Xunta. Era un hecho. El mismo punto de partida. El mismo destino. Una distancia diferente. Aitor me miró, se rió un poco y dijo, “El Camino es así”.
Esta noticia resultó ser especialmente descorazonadora para Andrés porque estaba acusando el desgaste que el día infligía. Los hermanos habían acertado. El sol se había puesto cada vez más alto y en ausencia de sombre adecuada, salvo un viñedo tipo parral occasional, sus rayas nos latigaban sin piedad. Las paradas obligatorias se hacían cada vez más frecuentes, cosa que me preocupaba porque cuanto más tardábamos, más calor hacía.
Un poco después nos sentamos en un banco de piedra, por supuesto, fuera de una casa en una parroquia de Portas llamado Briallos. En ese momento, Javier nos llamó para decir que quedáramos en Caldas y que si no me importaba que fueran Julia y los hijos a comer también. Yo me imaginaba que no, pero como no era mi casa, llamé a la Tia Lola y le dije que ya no íbamos a ser tres en vez de cuatro, sino cinco en vez de tres, y con dos críos de propina. Naturalmente, siendo las almas generosas que eran, no había problema.
Nuestro problema en realidad era llegar a Caldas enteros, porque aunque suponía que quedaba poco, no podía decir con certeza cuanto.
Llegó la decision crítica. Andrés parecía ya una colada de ropa mojada y se estaba cagando en todo. La tía Lola me había dado la dirección para la casa. Podríamos atajar un par de kilómetros, comer en casa, y seguir otros dos hasta Caldas. Pero había dos peros: Si llegamos a sentarnos a la mesa, no podíamos garantizar que Andrés se levantara otra vez, mucho menos para patear una hora más a las cinco de la tarde. Y tampoco sabíamos muy bien cómo sería la situación de alojamiento allí. De hecho no sabíamos con seguridad que si había albergue o no. Antiguamente sí. Pero nuestros guías de información infalible no se ponían de acuerdo. Así que Aitor proponía seguir a Caldas costara lo que costase y de ahí ir en coche de Javi y Julia a la casa en Portas y le di la razón.
Me acerqué a Andrés y hice algo que juraría que no haría jamás. “Estamos casi llegando Andrés. Quedan como mucho, un par de kilómetros. De verdad.” Vaya por Dios. Como pueden cambiar las cosas.
Así que partimos de nuevo. Aitor salió de prisa con mucho coraje para encontrarse con Javier y asegurarnos algún alojamiento. Andrés y yo seguimos nuestro camino. Paso a paso. Andrés dijo que su temperatura de su cuerpo rondaban los 55º y que si no me importara no iba a hablar mucho. A mí no me importaba nada. En el Camino, cada uno como mejor lo considere opurtuno. Así que me puse delante y andaba lento y decidía dedicarme a hablar, en parte para entretener, distraer, desviar. Hablaba y hablaba sin cesar. Hablaba de los viñedos, de las uvas, del vino, de los gallegos, del queso; hablaba de mi verano en Connecticut, de mi vida en Connecticut, de mis deportes preferidos, del equipo de béisbol que siempre pierde y así sucesivamente. Ya sabes, lo típico. Hablar de los Mets en un viñedo bajo un sol de justicia es mucho castigo que la propia caminata. Una auténtica pesadilla para cualquiera. De vez en cuando le miraba a Andrés pero se veía que no se estaba enterando de mucho. Andrés es demasiado educado para decir nada, pero si me hubiera dado un toque en la espalda con el palo y me hubiera dicho “Te importaría callarte de una puta vez, que me estás matando.”, lo habría entendido totalmente.
Pero no fue necesario. Al poco tiempo me estaba cansado de escucharme a mí mismo así que me callé. Daba pasos lentos pero deliberados para no dejarle descolgado y a la vez escuchaba por el click-clack de su palo para asegurarme de que seguía y no se había derrumbado. El sol nos envolvió en calor, nos empujaba hacia abajo con tanto paso, pero había poco que se podía hacer pero seguir. No estábamos solos. La mayoría de los caminantes con los que nos encontrábamos andaba igual de justitos de fuerzas. Todos tenían esa cara de “joder”. Nadie con su sano juicio hace esto. Hay una canción famosa del compositor inglés Noel Coward que dice que solo los perros locos y los ingleses salen a la calle a mediodía en pleno sol de verano. A estas dos categorías había que sumar nosotros gilipollas. Un paso. Otro paso. Un otro después del anterior. Así hacíamos las cosas. Andrés, pasándolo de puta pena, viviendo sus peores momentos, continuaba heroicamente.
Por fin llegamoas una una cresta en una colina y desde ahí vimos los primeros tejados de Caldas. Esta vez se podía decir “Estamos casi ya”. Cruzamos el río, y nos metimos en una calle peatonal grande que nos condujo a un puente romano pequeño al lado del albergue. No quedaban camas, por supuesto, pero no pasaba nada porque Aitor nos había conseguido dos habitaciones en un hotel pequeño.
Andrés cojeaba al salir del albergue como un veterano de la guerra. Ya lo era. Ya lo creo. Y se sentó en un banco debajo de un sauce tranquilo y me dijo con una voz rasposa, “No puedo más. No puedo, tío.”
Y yo le contesté con voz baja y suave, “No hace falta Andrés. Ya estamos aquí. Lo has conseguido.”
Le dije que no se fuera a ningún sitio (como si eso fuera a pasar) y que iba a buscar a los demás. Mientras me alejaba temía por primera vez en todo el viaje que el Camino para Andrés había llegado a su fin.