O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 22

Si se consiguió resucitar a la vieja fábrica, ¿por qué no se podía hacer lo mismo con el resto de Caldas?  Durante años ese pueblo bonito parecía que en algún momento hace unos 50 años todo su contenido se hubiera congelado en el tiempo, como si quisiera darle la espalda al futuro.   Se veía que había edificios hermosos, pero estaban viejos, abandonados y solo quedaban pequeños vestigios de una época más próspera.  Sin embargo, en la última década, ha habido una campaña para someterle al centro a un lifting serio, pero uno potente, de la clase que haría orgullosa a Cher.   Afortunadamente, Caldas tenía un bien natural a su favor.  Y es que el oro líquido en esas partes no es solo ese vino albariño que fluye por los depósitos de acero inoxidable hasta las copas, sino un elemento mucho más elemental…el agua.  Aguas termales, más bien.  Las propiedades curativas de dichas aguas se conocían desde tiempos romanos, los balnearios llevan desde el Siglo XIX.  Uno de ellos se encuentra casi colgándose sobre el río Umia, que atraviesa el centro urbano.  Recuerdo que no hace mucho el edificio estaba en un estado tan ruinoso que temía que algún día se derrumbaría en el mismo afluente, pero gracias a Dios se ha hecho una reforma importante y está francamente impresionante. 

             Javier me llamó cuando estaba casi de vuelta y me dio instrucciones a visitar un balneario para ver qué ofrecían a nosotros pobres peregrinos, así que me dejé caer en ese hotel por si quisieran proporcionarme con un masaje de pie o algo por el estilo, porque, vamos, lo valgo, ¿para qué nos vamos a engañar?  Personalmente, me veía atraído por la idea de encontrarme sucumbido por los encantos de una fisioterapeuta tipo amasando el suelo de mi pie con sus enormes pulgares, por tanto entré con las expectativas altas. 

             Entré en el lugar, por dentro era un poquito retro, como si saliera directamente de una novela de Thomas Mann, pasé a una sala a mi izquierda y me acerqué a la mesa de recepción donde me atendió una chica joven con un acento gallego alegre.  Me explicó amablemente que, como un no-huésped, no tenía derecho a los servicios del balneario. 

          “Así que ¿un “no-huésped” como yo no puede jamás gozar de un masaje por una ninfa del bosque o nada por el estilo?  

          “Efectivamente.  Bueno, si el hotel no estuviera lleno, eso sí, pero en estos momentos es imposible, lo lamento.”

          “No tanto como yo.”

           “De todas formas, aquí tiene usted…” sin acabar la frase me enseñó un folleto con los diferentes servicios, los horarios y, lo que más me interesaba, las tarifas.  Vaya por Dios.  Hay que ver con los cachondos.  Para ser un sitio consigue ingresos por haber cavado un agujero en la pared de su casa y dejado que entre agua caliente natural, desde luego saben sacar beneficio de ello. 

            “¡Dios!” Dije.  “Vaya cifra esta.  Creo que tardaría una semana en contar tan alto.  Vendrá con un happy ending supongo, porque, vamos, a ese precio creo…”

            “¿Perdón?”  

            “Déjalo.  En resumen.  El balneario está a mi disposición siempre que no esté lleno el hotel.” 

            “Y que haga usted una reserva con unos días de antelación.”

          “Bien.  ¿Y si hago la reserva con unos días de antelación y en ese tiempo se llena el hotel, tendré permiso para ser mimado como un príncipe?  Perdona la duda, pero es que estoy un poco espeso ahora.  He comido 16 kilos de patatas.”

           Parece que la pobre chica no se había planteado esa eventualidad, pero eso era porque nunca se había leído la novela Catch-22 y no sabía que esos tipos de incongruencias reinaban en nuestras vodas.  Encogió los hombros y contestó a lo más gallego: “Depende.”   

             Esto empezaba a ser un reto mental para mí así que dejé el tema.  Empecé a ver que la ducha de mi habitación tenía cada vez mejor pinta.  La pobre chica era simpática y solo seguía la política del hotel, así que decidí dejar de torturarla, darle las gracias y marcharme.   

            Para los pobres y cutres, hay una fuente, una burga  pública en la calle al otro lado del río que consistía en dos tubos de los cuales fluían suavemente dos chorros de agua mineral caliente.  Y cuando digo caliente, me refiero a temperaturas que usan para desplomar gallinas.  Se suponía que de una fuente salía agua más caliente que otra, pero las dos me parecían ardientes, vamos, lo suficiente para dejarte sin piel.   De todas maneras, conseguí meter el pie debajo un chorro durante unos segundos hasta que la pierna se me entumeciera y mis ojos se extraviaran en sentidos opuestos, que fue cuando lo saqué justo antes de soltar un grito primal.   En dosis muy, pero muy reducidos, supongo que hay placer en el.        

              Me encontré con Javier y dimos un paseo y luego volvimos al hotel.  Me duché mientras empleaba la técnica de Javi usaba para lavar su ropa.  Era un sistema ingenioso. Ya os dije que Javi era nuestro Super-Peregrino.  Era capaz de montar una tienda, confeccionar une jersey, matar a jabalí furioso y calentar una sopa con solo una cuchara.  Tenía más soluciones que IKEA.  Toda una máquina.  Pues con la ropa, se trataba de tirarla al suelo de la bañera un pisarla con los pies, mientras el agua y el jabón limpiaban las prendas; de esta manera, ahorraba tiempo, material y recursos naturales.  Por lo menos en teoría.  Claro está que después aprendí que sería recomendable lavarse uno mismo primero, dejar que se aclarara el agua sucia y luego empezar con la ropa, pero fui un poco guarro.  Son fallos de principiante.  Pero me hizo sentir como un superviviente de verdad.  Salí de la ducha con ganas de trepar un árbol o cazar un ciervo con mis dientes.  

              Salimos de nuevo, aseados, y nos encontramos con Aitor y Andrés, que ya tenía otra cara.  Estaba engominado y refrescado.  Para mí, había tocado fondo ese mismo mediodía.  Pero en vez de destruirse del todo, ya había empezado a reconstruirse.    

            Fuimos a misa en la iglesia de Santo Tomás de Canterbury y después a cenar en un sitio en el centro llamado O Muiño.  El restaurante era de los más conocidos del pueblo y con la noche que hacía de bueno era normal que cuando llegamos estuviera a tope.  Estuvimos a punto de darnos la vuelta cuando vimos al coruñés que había dado la mega etapa de Tui a Redondela con su amigo.  Estaban ya acompañados de dos peregrinas y nos invitaron a tomar unas cervezas con ellos.  Ellos no podían quedarse porque tenían toque de queda en el albergue, pero nos cedieron la mesa, temporalmente, porque la camarera nos cambió a otra mesa larguísima entre una pareja catalana y unos italianos.  Estaban encantados con la comida española y se pusieron las botas.  Nos hicieron buena competencia.  Nosotros, después de la comida que nos habíamos pegado, cenamos algo más ligero, pero hay reconocer que es todo muy relativo.  El plato estrella fue la cecina, curiosamente, del Bierzo, y estaba sencillamente espectacular.  La mejor que he probado en mi vida.

            Después de la cena fuimos casi directos al hotel.  El camino más corto nos condujo obligatoriamente por delante de la fuente de aguas calientes.  Ni Aitor ni Andrés las habían probado todavía así que nos descalzamos y dimos un baño a nuestros pies.  Al igual que por la tarde, no fui capaz de aguantar más de cinco segundos sin que me saltaran lágrimas, pero Andrés podía plantar las dos piernas en el charco de agua y no moverse durante minutos.  Sin inmutarse.   Sin gritar.  Sin soltar tacos.   Impresionante.  No era humano.   Estaba convencido de que el Camino le había pasado más factura que lo que había imaginado que ya no le quedaban nervios en sus extremidades.  Lo mismo le había pasado lo peor.

         “Estás muerto, tío,” dijo Aitor.

          “¿Qué dices?”

          “Que sí.  Que te has muerto hoy.  Si no, no me lo explico.” 

          ¿Cómo era posible que una persona que sufría tanto en El Camino fuera capaz de soportar semejante dolor durante tanto tiempo?  Me santigüé.

          “Me siento de puta madre,” dijo con una sonrisa.  

          Nos alegramos.    Y Mucho.

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