Todo el mundo tiene un deseo particular en el Camino; el de Aitor era pulular por el campo en plena oscuridad. “Será genial,” nos dijo con entusiasmo ante nuestras caras indrédulas. “Una experiencia novedosa y diferente.” Despertaría nuestros sentidos, añadió.
Por alguna razón inimaginable yo dije que me parecía una buena idea, pero tengo fama de hablar antes de pensar. Desde luego no me lo parecía a las 5.30 de la madrugada la mañana siguiente cuando el alarma de Javier sonó como si fuera una bomba a punto de explotar. Era el comienzo de la quinta jornada (o el final de la cuarta noche según), y yo empezaba a acusar los efectos de la acumulación de kilómetros y madrugones. Durante unos segundos flaqueé y deseaba estar muy lejos de allí, en una hamaca en el caribe. Pero no podía ser. Para compensar, tomé mi desayuno diario de 600mgs de ibuprofeno y algo de fruta. Luego me lavé la cara y recogí mis cosas. Había llegado a ser muy eficaz a la hora de hacer la maleta: Tiraba todas mis pertinencias en la mochila sin la más mínima organización. Menos tiempo y menos preocupación.
Salimos. Ahora bien, quiero dejarlo claro que intento mantener la mente abierta pero la verdad es que hacer caminatas por la noche no me va. No estuvo mal, pero no me llenaba. No puedes disfrutar de los paisajes como cuando es de día, y si eres un zoquete miópe de unos cuarenta años como yo, en más de una ocasión te encuentras a gatas como Mr. Magoo buscando una flecha del Camino. Y eso, señores, no me mola.
Aitor y Javier tenían ganas de andar más de prisa y y pisaron el accelerador. Pronto ya no les veía. Andrés y yo decidimos ir a otro ritmo hasta que hubiera más luz, que, gracias a Dios, siempre llega. Cuando llevábamos unos cinco o seis kilómetros subimos una pequeña cuesta hasta un pueblo. Nada más entrar en el pueblo vimos una cartel que ponía:
“Bar Peregrino todo recto. Se abre para desayunos a las 07.00 todos los días. Todos bienvenidos. Os queremos.”
Ahora bien. Ahí teníamos a una persona con una buena cabeza en sus hombros. Eso es lo que yo llamo la publicidad y un buen sentido empresarial. Los dueños eran un matrimonio que se encargaba de que tuviéramos una alimentación adecuada. Lo mismo en estos momentos están en las Islas Canarias disfrutando de los frutos de sus efuerzos, o lo mismo, conociendo a los gallegos y su afán por trabajar hasta más no poder, siguen levantándose todos los días a la misma hora para atender a los peregrinos. Entramos y nos encontramos con unas cuantas caras conocidas. Los hermanos de Huelva, las alemanas, la pareja de Valencia. Pedimos café y unos bollos y nos sentamos en una mesa. André metió un cigarillo en la boca. Justo entonces me di cuenta de que tenía una llamada perdida de Aitor, así que le llamé. “¿Qué pasa?”
“Hola.”
“¿Dónde andáis?”
“Estamos en un bar a la altura del kilómetro 33, me parece.”
“Dios. ¡Qué prisas! Estamos desayunando también.”
“Muy bien. Os esperamos aquí.”
“¿De veras? Lo mismo tardamos un poco.”
“No tenemos elección. Es que he dejado el dinero en una de la mochila de Andrés. No tenemos ni un duro.”
“¡Qué me dices! Lo siento.” Aparté el teléfono para reírme un buen rato, y luego seguí. “Vale. Salimos ya.”
Colgué y dije a Andrés, “¿Otro café?”
“Por supuesto.” Eso es la naturaleza del Camino. Puedes correr y correr pero no quiere decir que vayas a llegar antes.
Lo de pedir otro café no es verdad. Soy un pecador de grandes pecados pero de vez en cuando tengo corazón. Volvimos al Camino. Javier había sugerido que fuéramos por la carretera para reducir distancias un poco pero Andrés no quería saber nada de eso. Si había llegado hasta ese punto sin haber sido enterrado, iba a seguir hasta el final.
Entramos en una aldea bonita como tantas. No me cansaba nunca de ellas. Cada una parecía lo más bonita que había visto en mi vida. Dimos la vuelta a la esquina y nos encontramos con un señor mayor que nos saludó, “Buenos Días.”
“No quiero vieiras, gracias.” Contesté como un reflejo.
“¿De dónde sois? ¿De Teruel?”
“¿Cómo?” Me han hecho muchas preguntas en la vida, pero eso no entraba en el top 5. ¿Tenía pinta de ser de Teruel? ¿Hablaba como si fuera alguien de Teruel?
Andrés contestó diciendo que éramos de Madrid.
“Ah, muy bien. Solo estaba preguntando. Es que estuve en la guerra y luché en Teruel.” Por su aspecto arrugado, desde luego parecía tener edad de alguien que podía haber participado en la Guerra Civil. Mostramos nuestro interés, porque se nota que queríamos que mostráramos interés. A partir de allí empezó a enumerar una larga lista de contiendas en las que se había jugado la vida, hasta tal punto que sospechaba sobre la veracidad de todo aquello. Nunca se sabe con la gente mayor, pero me gustaba escucharle de todas formas. Mientras nos narraba sus aventuras, pasó una de las alemanas que habíamos visto en el bar. Andaba con dos palos como si estuviera practicando esquí nórdico. Era alta y rubia y un poco corpulenta, cualidades físicas que vuelven locos a los españoles de cierta edad. Pasó. Sonrió. Saludó. Y seguía andando. El anciano no le quitó ojo ni por un segundo, y al final dijo sin pestañar, “Boas patas, boas orellas. Señales de boa besta.” Desde luego un piropo de otra época. Quedé convencido de que había luchado en la guerra.
Él hombre nos habló un poco más pero le tuvimos que cortar porque me vino a la cabeza una visión del dueño del bar estaba usando un palo de andar de una manera inapropiada con Aitor y Javier por no poder pagar. Así que nos despedimos y seguinos. A poco tiempo alcanzamos a la alemana. Yo sabía que la “besta” viajaba con otra amiga pero casi nunca estaban juntas en el camino de día. Cada una iría a su ritmo. Las veces que la había visto en los días anteriores, me pareció algo distante y rara vez nos daba algo más que un desinteresado “hola”, algo nada característico del Camino. Pero siempre me había intrigado esa mujer. Era bastante grande, con caderas amplias. Se notaba que sufría bastante en el Camino, pero me impresionaba su esfuerzo, su tenacidad. Me puse hablar con ella mientras andábamos. Había empezado en Oporto, a 230 kilómetros. El doble de nuestro viaje. Era simpática y tenía buen sentido de humor. Al ver que cojeaba algo le pregunté por cómo iba. Y me dijo que sus dolencias habían llegado a un punto de estabilidad. Seguían allí, pero no estaban ni mejor ni peor. “Hemos tenido tiempo para conocernos.” dijo con una sonrisa. “Y estoy acostumbrados a ellas. Somos como viejas amigas.”
Amén.