O Camiño: Diario de un peregrino sin rumbo 26

Si estudias un librito llamado la Ruta San Miguel, una guía informativa patrocinada por la famosa empresa cervecera y diseñada, además de proporcionar datos sobre el Camino, para indicar exactamente en qué lugares se puede saborear una de sus famosas birras mientras viajas, tienes a tu disposición el número de pasos que das durante cada jornada.  Evidentemente la cifra es orientativa y, por tanto, bajo sospecha pero aun así ayuda a darte a perspectiva diferente  sobre lo que supone realizar el peregrinaje.  Por ejemplo, una etapa de unos 20 kilómetros, una caminata light en términos del Camino, desde el punto de vista de un pie, se convierte en algo que desanimaría a que te levantaras por la mañana.  Pueden llegar a ser unos 25.000 pasos.  Multiplícalo por los cinco días que llevábamos y viene siendo algo así como 125.000 pasos, a falta de una jornada.  La más larga de la semana, por cierto.  Gracias a la crema anti-ampollas de Aitor, nos habíamos salvado de un infierno garantizado.   Este número ayuda a explicar la gran cantidad y variedad de dolencias que nos afligen.

            Desde el principio, Andrés dejó claro que, aunque le hacía mucha ilusión llegar a las escaleras de la catedral ese día, no iba a ser una tarea fácil para él.  Yo le entendía.  Empezaba a no ser fácil para nadie.  Las articulaciones reciben una paliza tremenda.  Vamos, intenta tú abrir y cerrar una puerta de un coche 150,000 veces en una semana y a ver en qué estado se encuentran tu codo, muñeca y hombro.  Me entiendes mejor, ¿verdad?  En el caso de Andrés, la molestia principal del día era un dolor muscular profundo y grave en la espalda.     Lo describió como algo parecido a tener que tirar de un carro de madera pesado con un arnés con pinchos atado a sus costillas.  El pobre hombre.  ¿Qué más le podía pasar?  Parecía un acoso celestial.  Había sufrido mucho esa semana; había demostrado tener un aguante poco común para superar sus limitaciones.  ¿Por qué demonios tenía que tragar más malos ratos?  La razón era sencilla.  No había razón.  Así pasan las cosas en el Camino.

            No obstante, caminaba con mucho coraje frente la adversidad pero tras recorrer un buen trecho del sendero anunció que no podía más y que nos advirtió de que, si no se hacía nada para aliviar la situación, probablemente tendría que cometer homicidio.  Y, añadió, actuaría indiscriminadamente.    

            No era que no pudiera llegar a Santiago, sino que no podía llegar a Santiago sin drogas.  Así que, subí su camisa hasta exponer casi toda su espalda y apliqué generosamente un espray tipo reflex en la zona afectada (como siempre indican en las instrucciones de estos productos).  Vamos, le eché tanto que se podía haber clavado un hacha en el dorso y no le hubiera parecido más que una picadura de mosquito.  Con eso, podía seguir. 

            Más o menos al mismo tiempo pasó alegremente un grupo de caminantes.  Iban a un ritmo tan ligero que casi hacían footing.  Por su aspecto que parecía decir “cuanto-disfruto-del-camino”, sus minúsculas mochilas del tamaño de unas bragas, y sus cuerpos descansados sabía que iban con la ayuda de un coche de apoyo o que solo hacían la última etapa.  Ahora bien, quiero dejar bien claro que no tengo nada en contra de los coches de apoyo (por lo menos los chicos estaban haciendo el Camino, que es más que lo que hace la mayoría de la gente), pero no por eso tenía que tragar al imbécil líder del grupo hablando bien alto con una voz de esas que te instigan a pensar en actos violentos decir: “¡Buenos días!  ¿De dónde sois?” 

            La pregunta era inocente y totalmente aceptable.  Era el tono casi burlón y las risas de los chicos lo que me irritó.  Me sentía como un animal en el zoo. Un búfalo africano con ojos tristes.                     

              Mi reacción visceral era contestarle: “¿Que de dónde soy?  Soy de un pueblo en América que se llama No-Es-Un-Puto-Asunto-Tuyo-Mamón-de Arriba, ¿Te suena?”  Pero me abstuve y les dejé marchar ilesos… 

               …Tuvimos que parar un par de veces más para “pinchar” a Andrés de nuevo pero por fin paramos casi a mitad de camino para desayunar en una cafetería muy bien situada en la carretera principal.  Entre otras personas estaban de nuevo las Beatas que nos invitaron a decir un rosario con ellas.  Yo ya sé que teníamos cara de pecadores, pero eso era llevar las cosas demasiado lejos.  Tan píos no éramos.      

            También querían devolvernos el favor por haberlas invitado a un poco de pulpo en la comida del día anterior y propusieron invitarnos a cenar en Santiago.  “¿De verdad?” dije.  “¿Sabéis lo que estais diciendo?  Echad un buen vistazo a nosotros.  Juntos pesamos más que un monovolumen.” 

             Mi lado más malvado, el pecador más pecador dentro de mí, quería decir aceptar su invitación solo para ver sus caras cuando el camarero les entregara una cuenta de 300€, y luego añadir, “Por favor.  Dejad que pongamos la propina.”  Pero supongo que me estaba volviendo blando con la edad así que les dimos las gracias y les dijimos que teníamos planes de cenar solo los cuatro…lo cual era lo que nos apetecía de verdad.

              El desayuno entraba de maravilla.  El tiempo esa mañana era perfecto.    Nos quedaba ya solo media jornada.   Ya no había nada que nos impidiera acabar con vida.            

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