O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 27

Los hermanos de Huelva habían hablado de una subida considerable en los dos últimos kilómetros al entrar en Santiago, pero en realidad, esa colina, o colinas más bien, empezaban antes; mucho antes.  La segunda mitad de la etapa se endureció nada más salir de la cafetería.   Había una subida larga que se hacía progresivamente más empinada a medida que ascendíamos.  Luego se giró hacia la derecha y a partir de allí el terreno ondulaba como una montaña rusa sin fin ni piedad.  Y lo peor era que Santiago e Compostela no aparecía por ninguna parte.  No llega a ser por los mojones, yo habría llegado a la conclusión de que se trataba todo aquello de una broma fea y que realmente no existía tal ciudad.  A pesar de la emoción de “saber” que nos acercábamos a nuestra meta, el Camino se convirtió un poco pesado.  Lo achacaba al cúmulo de distancia y a los nervios por terminar.  Menos mal que hacía buen tiempo. 

Hablando de emociones, he de reconocer que en esos momentos notaba que pasaba por mi cuerpo y mente una mezcla de sentimientos, una contradicción de deseos, una paradoja de pasiones.  Por un lado me hacía ilusión por fin alcanzar la puerta santa y sin tener que donar mis órganos, pero por el otro lado, de alguna manera, no quería que el Camino se terminara nunca.  No es que no quisiera ver a mi familia, por supuesto que sí.  Es que me gustó tanto la experiencia que quería convertirlo en una forma de vida.  Quería ser un peregrino profesional. ¿Acaso se puede superarlo?   Vamos.  Te levantas pronto, tomas fruta, das un paseo de puta madre, mantienes una amplia gama de charlas desdo lo profundo hasta lo trinchante, conoces a gente nueva de todas partes del mundo, y lugares de encanto constantemente.  Disfrutas de buena comida y buena bebida.  Pasas momentos de tranquilidad y de dureza.  Te reta y te relaja.  Y al final de cada día te sientes como si hubieras conseguido algo.  Conseguido algo de verdad.  ¿Acaso la mismísima vida no debería ser así? 

             ¿No me podrían pagar por hacer esto? Tendría que investigar la posibilidad de hacerlo realidad.   A lo mejor se sacaba una plaza como funcionario, peregrino oficial o algo por el estilo.  Lo mismo me podrían subvencionar con fondos públicos (o privados…total no me gusta discriminar).  Hasta estaría dispuesto a aceptar un recorte en mi sueldo durante estos tiempos de crisis económica.  De verdad.

              Tras agonizar por otro alto, entramos en el pueblo de Milladoiro a seis kilómetros de Santiago, o por lo menos eso es lo que decía el mojón, porque no podía ver nada de nada.  Milladoiro afirma ser el municipio con la población más joven de toda Galicia con un 70% entre los 0-39 años.  Jode pensar que ya no entro en esa categoría de “joven”. 

               Si el nombre os suena es porque es el mismo que el mítico grupo de música tradicional.     Mis investigaciones no han producido una relación directa entre la banda y el pueblo, posiblemente porque no hay una, pero estoy convencido de que algo tiene que ver.  

                  El pueblo en sí tenía poco que ofrecer por lo que he visto, lo cual me decepcionó.  Supongo que por culpa del grupo de música me había hecho otra idea en la cabeza, pero resultó ser una especie de ciudad dormitorio, lo cual explica la baja media de edad.        

                No obstante, si andas un poco más lejos y sales del centro, penetras una zona arbolada que te conduce a un claro desde donde puedes gozar de una vista incomparable de Santiago de Compostela, con las torres oscuras de su catedral saliendo como punto de referencia.  ¡Vaya momento!  Eso sí es lo que yo llamo llegar a tu destino.  Cada ruta debería ofrecer semejante vista, pero por desgracia, no es así…ni siquiera en el camino francés.  En este sentido, el camino portugués destaca. 

                No sé porque esto me tenía que sorprender.  El topónimo ya lo decía todo.  Es que Milladoiro significa “lugar para los humildes” pues era aquí donde los peregrinos de hace mil años, al avistar a la santa ciudad, se arrodillaban para dar gracias a Dios y honrar al Apóstol.  En nuestro caso, decidimos no realizar el acto milenario no fuera ser que no pudiéramos levantarnos posteriormente, pero sí sacamos un montón de fotos para inmortalizarlo.  La mera emoción de ver nuestro destino a tan corta distancia provocó un chute de adrenalina por nuestros cuerpos que casi podíamos ir corriendo como unos machotes hasta la catedral.  Casi.         

              Es que El Camino aún no había acabado con nosotros.   

             A falta de unos tres kilómetros paramos en un cruce y se nos presentaba una elección al estilo del poeta Robert Frost.  Se podía ir o bien a la izquierda o bien a la derecha.  Y cada una marcaría la diferencia.   Cada dirección tenía una flota entera de flechas invitándonos a seguir sus indicaciones, como si se tratara de dos tiendas intentando pescar a clientes.  Por la derecha había una piedra nueva y pulida proponiendo que cogiéramos su camino.  Ponía “Ruta Portuguesa Via Conxo”.  Era la única vez en que dudamos por donde ir.  La mejor piedra señaló hacia la derecha, pero me corazón decía que era mejor ir por la izquierda.  Así que elegí ir por la derecha, demostrando una vez más la poca fe que tenía en mí mismo.  Pues eso, resultó que .       

           No fue que la variación fuera peor, simplemente no era la entrada tradicional.  Además creo que aumentó la etapa un par de kilómetros.

            La razón de verdad por la se creó esta alternativa fue la de desviar al peregrino de la carreteras principales que habían acaparado el escenario.  El incremento en “infrastructuras”, como lo describió, hizo que el camino fuera bastante más feo por esas partes y por eso decidieron recuperar una vieja variación del camino portugués a través del barrio de Conxo, donde hay un hospital.  De verdad aprecio el intento de mejorar la estética pero para ser sincero, a esas alturas lo que uno quiere hacer es poner sus pies en la maldita Plaza de Obradoiro sea como sea, soltar la puñatera mochila y decir, “Ya está bien por hoy.”

               Habríamos llegado un poco antes de no ser por mi chulería a la hora de orientar al grupo.  Dije que controlaba la situación porque me había casado allí y que por supuesto sabía por donde iba.  Al afirmar eso, giré en el sentido contrario y no me di cuenta hasta que sumamos otro kilómetro a nuestro haber.  Por fin me ubiqué y en nada estábamos pasando por la alameda y penetrando el casco viejo.  Literalmente te zabulles en la zona antigua.  De repente te encuentras rodeado de piedra y personas.  Decir que el centro estaba lleno de gente ni siquiera se aproxima a la cantidad real de humanos atascando las calles estrechas.  Pero me lo esperaba.  Santiago de Compostela.  14 de agosto.  Año Xacobeo.  Vamos.  Una invitación a ser pisoteado hasta la muerte. 

               La mezcla era bien definida.  Había turistas y peregrinos.  Y algún gallego por ahí también.  Hay que reconocer que notas un subidón de autoestima cuando recorres esas rúas.  Te sientes un macho total.  Como si fueras un explorador de vuelta de una aventura.  Destacabas y la gente te admiraba.  En alguna parte algún niño estaba mirándome.  Y me imaginaba viendo como ese chaval decía a su padre, “Papá, cuando sea mayor quiero ser como él.  Quiero ser un peregrino.”

              Y yo me acercaría y rascaría el pelo del muchacho y le diría “Esto va por ti, chaval.”  Y a continuación le regalaría algún recuerdo de mí como un calcetín sucio, un tubo de pasta de dientes o algo de crema anti-ampollas.

          Entonces el chico me miraría con ojos algo tristes y me miría, “¿Me peudes dar tu pañuelo azul?”

         “Sí hombre.  Ni lo sueñes.  Di a tu papi que te compre uno.  Esto es intocable.”   ¡So desagradecido!

           Dábamos pasos pesados mientras subíamos la penúltima cuesta por una avenida flanqueada por abedules.  Era la entrada de Conxo, que realmente era la entrada de Santiago.  Una vez dentro de la ciudad hay que fiarse un poco de los instintos de uno mismo porque, por alguna razón, el ayuntamiento ha sido un poco frugal a la hora de apartar una cantidad del presupuesto anual para indicar cómo se llega como Dios manda.  Lo único que me consolaba era que gracias a Dios no estábamos en Las Vegas por que a saber lo que harían con el Camino.  Pero aún así, una flechita aquí y allá hubiera ayudado.      

            Pasamos la Plaza de la Fonseca y pocos metros después entramos en la inmensa y luminosa Plaza de Obradoiro.  Dimos pasos lentos hasta el centro de la plaza, donde se indica de alguna manera el Kilómetro 0.  Luego nos sentamos.  Luego nos sentamos y levantamos la vista hacia la catedral.  Bien sabe Dios que la he mirado unas cuantas veces en la vida.  Bien sabe Dios.  Pero nunca me canso de verla.  Es tan majestuosa, tan magnífica, tan sofisticada y a la vez tan humilde y sencilla.  Parece mentira que un edificio puede poseer cualidades de modestia y prepotencia al mismo tiempo.  Pero estaban todas esos aspectos allí.  Y los ves si te detienes lo suficiente para encontrarlos. 

            De modo que nos quedamos allí un rato entre los 250.000 zumbándose alrededor de nosotros.  Había soledad entre esa multitud.  Me dio tiempo a reflexionar sobre mi familia, sobre mis amigos e incluso un poco sobre mi vida.  Pensé especialmente en mi madre que se estaba recuperando.  Y también en el resto de mi familia y amigos en Connecticut.  Pensé en Aitor, Andrés y Javier.  Tenía una larga lista de pensamientos para el momento y también agradecimientos, pero para ser sincero, el que me asaltó la mente con más fuerza era el siguiente:  Gracias a Dios Disney no es dueño de este lugar. 

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