Como nos supuso casi toda la tarde conseguir la Compostela, apenas teníamos tiempo para otra cosa que cenar. ¡Pobres de nosotros! ¡Los sacrificios que uno tiene que asumir! Aceptamos el reto con profesionalidad y orgullo. Elegimos un sitio clásico en el casco viejo llamado Sixto (en realidad era el Sixto II, un “pariente”), y cenamos vieiras, pulpo, gambas y enormes cantidades de patatas y carne de buey, que no fue buey, según los expertos comensales que me acompañaban, y varias botellas de vino y postre. La comida estaba rica y el ambiente tranquilo. Casi demasiado. Para dar un poco de vida al asunto, decidimos buscar un sitio para tomar una copichuela.
Ahora bien, la zona antigua de Santiago posee muchas virtudes pero una de ellas no es precisamente su vida nocturna frenética. De tapeo es insuperable…pero en una cuestión de minutos se convierte todo muy tranquilo. De hecho, desde el punto de vista de unos viejos rockeros marchosos como nosotros acostumbrados a Madrid, diría que ir de copas por ahí era más o menos una porquería. Puede que esa opinión ofenda por ahí, pero es verdad. La marcha de repente se lleva a otra parte. Había algún sitio por allí y por allá, pero, vamos, eran estrechos y minúsculos y tenían tanto humo que solo valían para curar jamones. Y luego había la gente. Los 250.000. Vamos, llega a prenderse el lugar y solo valgo para un cenicero. Parecían auténticas trampas mortales.
En fin, no me apetecía salir en la prensa por ser calcinado, porque ser calcinado no mola, mires cómo lo mires, y además tenía otras aspiraciones en la vida que ser barrido. ¡Joder! Tenía ya una Compostela en la mano. ¿Cómo podría acabar la vida ya? Me quedaba media vida de pecados por delante.
Así que pasamos de ellos y fuimos a un bar que antes había sido un pub irlandés donde trabajaba un amigo mío hace ya años. Sin embargo, ahora es un bar de copas para jóvenes pijos. No es una calificación mía. Así nos lo describió unos minutos antes un lugareño. Pues menudos frikis parecíamos nosotros. Bueno, ellos también parecían frikis a su manera, lo que pasa es que eran más. Salvo una mirada ocasional de “¿Qué coño hacéis aquí?” casi nadie nos hizo caso, lo cual no es necesariamente malo. Simplemente, apetecía estar con más gente de nuestra especie (otros peregrinos para que nos entendamos) abrazándonos y cantando y haciendo algo cursi como cantar “Amigos para siempre” como una anuncio de Mahou. Es que, de vez en cuando, se me va la olla.
Tomamos una copa y volvimos a la calle.
Luego salimos y buscamos algo diferente, pero no lo encontramos. Aún fuera del Camino te dabas cuenta de que las cosas no siempre coinciden con tus deseos. En vez de seguir en nuestro empeño, volvimos a la Plaza del Obradoiro y nos sentamos en el centro, más o menos en el mismo lugar de esa mañana. Había mucha menos gente paseando por allí y la luz de los focos engrandecían la fachada principal de la catedral. Y miramos hacia arriba. Y miramos hacia arriba otra vez. Una y otra vez. Incluso me fumé mi único cigarrillo de todo el viaje para celebrarlo. Seguro que me iba a dar un dolor de cabeza enorme al día siguiente pero me daba igual. Sabía a gloria y merecía la pena.
Si alguna vez se os presenta la oportunidad de ir a Santiago de Compostela, sea a pie, en coche o en avión, os recomiendo que reservéis un momento de vuestros planes para sentaros en la piedra de la plaza inmensa y contemplar esa belleza que tienes delante de vosotros. Sobran las palabras. Es mi hora preferida de verla. Siempre lo ha sido…