O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 30

Al día siguiente nos levantamos antes de que ningún peregrino con una Compostela en la mano y una mente sana hubiera hecho.  Es así de fácil.  Pero queríamos llegar para dar el abrazo al santo y luego asistir a la misa del peregrino de las diez.  Llegué a cuestionar la decisión de levantarnos a una hora tan temeraria en un día supuestamente de descanso.  Pero allí, intervino de nuevo la influencia de Javier.  “Hay que dar un abrazo al Santo, leches.”  

             Para hacer el primero, teníamos que pasar por la puerta santa, que como puerta grande es sorprendentemente modesta.  Ni siquiera se encuentra el la fachada principal, sino detrás, casi a escondidas.  Un umbral humilde teniendo en cuenta su importancia en la historia.  Si no fuera por su fama, pasarías por delante de ella mil veces sin fijarte.  A la mañana del 14 de agosto, sin embargo, la cola que recorría la distancia hasta el hombro dorado de la imagen del apóstol empequeñeció la que vimos el día anterior cuando fuimos a por la Compostela; hasta tal punto que pensaba abandonar el plan totalmente.    

               Además, yo ya había pasado por la puerta ese año, con mi familia durante Semana Santa.  Es verdad que en aquella vez el único peregrinaje que había hecho era el paseo desde mi coche en el parking subterráneo de San Clemente a una distancia pobre de 300 metros.  Recuerdo que también se había pronosticado un maremoto de gente clamando entrada, pero también recuerdo que entramos sin espera alguna.  Era la suerte.  El azar. 

                Esta vez estábamos a mediados de agosto y pedir semejante fortuna era cómo casi provocar la bondad de Dios, pero por alguna razón yo contaba con menos personas. ¿Por qué? Pues porque soy imbécil y un iluso.  Ni más ni menos.  ¿Cómo no iba a haber mucha gente?   Muchos peregrinos llegarían esa misma mañana desde el albergue del Monte do Gozo a tan solo 5 kilómetros de Santiago y ¿Qué se hace en una ciudad a las ocho de la mañana cuando tu habitación no estará lista hasta las tres?   Pues eso.  Estos pobres no tenían más remedio que hacer cola toda la mañana mientras esperaban una cama normal a un precio anormal.   ¡Vaya existencia! 

               Me puse en la cola y a los pocos minutos llegaron los demás de la gastro.  Desde nuestra posición ni siquiera se veían las torres de la catedral.  Tener que echar Dios sabe cuánto tiempo en el aire fresquito matutino nos apetecía cero, pero en mi caso resultaba que la espera sería la parte más divertida.  La tortura de verdad llegó cuando la persona a mi espalda me escuchaba hablando con mis hijas por teléfono en inglés y, en cuanto terminé, me hizo una pregunta en mi lengua materna.  “Excuse me.  Do you know when the mass starts?”  me preguntó correctamente y con un acento más que aceptable en general.  Le contesté lo que sabía, que había una a las diez, otra más tarde a las doce, pero que si seguíamos así en la fila que ese horario sería válido para el día siguiente.  No hizo mucho caso a mi ironía estúpida, y le comprendo perfectamente, y enseguida pasó a la siguiente pregunta.  “Do you mind if I speak to you in English?”

               Yo soy profesor de idiomas y por tanto simpatizo con aquellos que quieren practicar su inglés.  Además tenía una Compostela con una indulgencia plenaria en mi bolsillo trasero, por tanto me sentía especialmente limpio, puro, impoluto y altruista.  Así que le dije que no tenía ningún problema y hay que fastidiarse con el tío.  Lo que empezó como una preguntitas inocuas se degeneró velozmente en una conversación entera y plena sobre sus experiencias en los Estados Unidos, que eran amplias, largas y especialmente aburridas.  Yo no tenía escape a no ser que le diera un infarto a uno de los dos o que yo le metiera mi dedo en su ojo, que durante unos minutos pintaba como muy probable. 

               Vale.  El hombre tenía buenas intenciones.  El hombre era simpático.  Pero era uno de esos simpáticos que se convierten en pesados a los que quieres estrangular a los diez minutos y aún me quedaban 40 de suplico auditivo.   Se veía que Dios me estaba poniendo a prueba hasta el ultimo puñatero minuto.  El Ser Supremo sabía tocarte las narices pero bien cuando estaba por la labor.  Además vi que su compañera femenina que le acompañaba se mantenía de espaldas, y deduzco que estaba encantada de que pudiera tomar un descanso a mi costa.  El hombre había hecho el Camino Francés, y yo me alegro mucho por él, porque de coincidir en el portugués, habría acabado muerto a manos de un peregrino yanqui desquiciado.       

                 Por un golpe de fortuna, conseguimos separarnos en la entrada y a partir de ahí no le volvía a ver.   Los de la gastro pasamos dentro, le dimos el abrazo al apóstol (sobraba el religioso vendiendo tarjetas de oración por un euro a un metro de la estatua), descendimos a la cripta a bajar la cabeza ante la tumba con los restos de quien fuera, y salimos del templo para volver a entrar y asisitir a misa, a la que llegamos justo a tiempo.  La misa no estuvo mal, pero sí pongo pega a la gran confluencia de personas que simplemente querían dar un paseo por el recinto en pleno servicio.  Creo que se puede hacer de otra manera.  Al terminar, fuimos corriendo al ala lateral para tener mejor vista del botafumeiro (hace años lo llamé “butifarra”). 

               Después de misa, salí con la Compostela en la mano y anuncié que por fin la indulgencia se había cumplido, pero era Aitor quien señaló que no tenía razón, que aún faltaba una prueba: la confesión. 

                “¿Qué dices hombre?”

                “Claro.  Mira.  Lo pone en la credencial en la parte de atrás.”

                “Pero qué me dices?” Repetí.  Era imposible.  Rapidemente extraje el documento y leí con detenimiento todo lo que ponía en la última página.  ¡Hostias!  Era verdad.  Hay que ser imbécil.  Mira si no tenía tiempo para leer los detalles del credencial durante estos días de viaje.  Es decir, además de caminar más de 100 kilómetros, soportar una cola para conseguir mi Compostela, tragarme otra cola para abrazar al Santiago, asistir a la santa misa, también tenía que revelar mi lado más oscuro a un completo extraño.  Si no, nada. 

                Vamos, más propia de la iglesia imposible.  ¿No había hecho un buen trabajo hasta entonces?   Había prometido soltar lo justo de tacos, no beber nada de whiskey bourbon, hablar con mujeres sin intenciones lascivas, ser en general un tío legal y enrollado, y no matar  porrazos a personas insoportables que te hablan sin parar. Y había pedido perdón por dentro muchas veces.  ¿Qué más se puede pedir?  ¿Acaso el Camino nunca llega a estar satisfecho? 

                Pues nada.  Como señal de rebeldía, indignación y dignidad todo junto…me dije que ya estaba bien.  Me negué a ir, sabiendo que según las normas, tenía un plazo de 15 días para cumplir.  Un poco como esos 10 minutos que te dan para salir del parking después de pagar. 

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