O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 31

Javier se fue poco después.  Julia y los hijos le vinieron a buscar y devolverle a otro Camino particular que se llamaba la playa.  Se lo había pasado bien, pero tenía ganas de regresar. 

              Yo, por mi parte, no tenía muy claro lo que iba a hacer.  Mi idea original era volver a Lalín dejar mis cosas del Camino, hacer la maleta normal y volver a Madrid.  Pero había un problema inesperado, o totalmente esperado según lo veas.  Después del todo era uno de los fines de semanas con mayores desplazamientos de todo el año.  No había tren, más bien no quedaban billetes de tren hasta el martes.  Eso me dejaba con la posibilidad de coger un autocar, un auténtico coñazo, que, como último recurso, valía perfectamente, pero hasta que no quemara todos mis cartuchos iba a intentar evitarlos.  

                Aitor y Andrés iban a volver en coche, el de Andrés, pero había para mí un par de inconvenientes: Uno era que no pensaban salir hasta el día siguiente y el otro (y esto era aún más determinante), no tenían el coche de Andrés.  Estaba todavía a 60 kilómetros en un parking en Pontevedra.  O eso suponíamos.  Había que ir a por él.  

                 Sus planes originales eran ir a playa de La Lanzada, cerca de Sanxenxo y pasar el día allí, una propuesta que me apetecía cero.  La Lanzada es una playa mítica y misteriosa donde dicen que las aguas tienen poderes especiales.   Y no mienten.  Es que el agua está muy fría, pero que tan fría que basta con estar sumergido 10 minutos en ella para que acabes perdiendo la sensibilidad en la piel de por vida.  Sales pareciéndote a un pitufo.  Incluso los gallegos, que tienen la manía de decir el agua de sus playas “Está buenísima” cuando está a una temperatura que solo sirve para enfriar champán, reconocen que “bueno, en la Lanzada el agua es un poco más fresquita.”  Pero van.  Van y muchos.  En esas fechas podría estar a tope y no tenía cuerpo para tanto jaleo, así queles dije que volvía a Lalín. 

              Al final, Aitor y Andrés decidieron quedarse en Santiago todo el día e insistieron en que no abandonara la expeición cuando solo faltaba un día.  La verdad es que, hiciera lo que hiciese, no iba a llegar a Madrid hasta el día siguiente de todas formas, por tanto para que me iba a agobiar.  Además, podían llevarme en el coche más seguro de Europa.  Debudin. 

                Solo quedaba el asunto del coche y quién lo iba a recoger.  Los tres nos mirábamos como protagonistas en el triple duelo en El Bueno, El Malo y el Feo.   Por fin, hice una propuesta que nos venía bien a todos:   “Yo cogeré un tren hasta Pontevedra.  Cojo el coche, me lo llevo a Lalín, recojo mis cosas allí y vuelvo a Santiago.  Y así podremos salir mañana sin parar allí.”

                “Vale.”  Claro, esta respuesta la daban antes de que empezara la úlima frase. 

                “Pero tenemos que salir pronto.  A las nueve como muy tarde.”

                “De acuerdo.”

                  Trato hecho.  Bajé hasta la estación de tren.   Los buenos de RENFE tenían una oferta para peregrinos y billete me salió por algo así como 1.50€.   Consolaba saber que alguien te hiciera un favor de vez en cuando.   A los 15 minutos llegó el tren y salimos.  ¡Qué bonito es viajar en tren!  Me encanta hacerlo pero casi nunca lo hago, en parte porque viajo en coche.  Y como soy el único en casa que conduce, no puedo disfrutar de un viaje igual.  Pues esta vez sí.  Y además tuve la suerte de recorrer casi toda la ruta hasta Pontevedra.  Una gran parte del recorrido iba paralela al Camino, así que era una manera de rememorar los días anteriores.  Incluso me dio tiempo a escribir un poco.

              El coche estaba en buen estado cuando lo encontré al lado del albergue de Pontevedra.  De ahí fui por las carreteras nacionales hasta Lalín, donde me organicé un poco.  Me eché una buena ducha, me puse ropa limpia de verdad.  Luego una prima me dio una comida impresionante.  Vi la tele un poco, metí las cosas en la maleta y me preparaba para salir.    Les di las gracias por su inmensa generosidad y subí al coche.  Y volví. 

            Cuando me uní con Aitor y Andrés, estaban descansando.  Les conté todo lo que había hecho ese día y con mucho orgullo porque me había cundido el tiempo.  “Y que tengo la maleta, hemos ahorrado ese paso.  Ahora solo tenemos que hacer es dejar la mochila en Lalín por la mañana y ya está.”

            Andrés me miró confuso.  “No es por nada Brian pero ¿no crees que hubiera sido más eficaz llevarte la mochila esta tarde, ya que ibas allí?”

            Estruje mis labios.  “Puessssssss, sí. Habría sido mucho más sensato.  ¿Qué demonios estaría pensando?”

            “Es una buena pregunta.”

            Pues nada.  No todo me había salido tan perfecto ese día, pero más o menos algo había avanzado. De todas formas, nos pillaba de camino a Madrid, así que suponía una desvío de unos minutos.

              Hicimos un par de compras y luego cenamos en un restaurante prácticamente en frente de donde habíamos cenado la noche anterior.  Era otro clásico llamado Camilo, y nos pusieron un pescado al horno con patatas tan sabroso que pasará a la historia. 

             Después fuimos de copas otra vez, pero con mayor intención de cumplir con nuestras expectativas.  Los sitios pequeños de siempre seguían estando intransitables, por tanto recurrimos al bar de copas por excelencia en la zona antigua “El Retablo”.  Ahí había una mezcla rara de gente.  Algunos peregrinos como nosotros, algunos turistas, y un montón de despedidas de solteros…y solteras.  El grupo que más me llamó la atención a mí (y a todos los ya que lo pienso)era una panda de chicas que celebraba la futura boda de una amiga.  La novia llevaba en la cabeza una gorra con un pene erecto de gomaespuma pegado al visor.  De vez en cuando alguna de sus amigas realizó un acto lascivo con el juguete y las demás se partieron de risa.  A los hombres que estaban cerca les temblaban las piernas ante semejante show.  Claro, pensaba yo, todo esto ocurría a dos minutos andando de la catedral.  No cabía duda de que habíamos salido de un camino para entrar en otro bien distinto.

           A las cuatro de la mañana, con el agobio habitual en mí de estar mediamente humano para conducir al siguiente, dejé a mis compañeros en el bar y fui a la habitación del hotel.  Tendríamos que estar en pie a las ocho y no sería fácil.