Hace muchos años, aunque posiblemente no tantos como a algunos creen, el típico cristiano practicante y creyente (porque los dos no tienen por qué ser el mismo, ni al revés) salía de su casa, fuera donde fuese, y se echaba a andar con la intención de hacer realidad un evento único en su vida: El peregrinaje a la ciudad santa de Santiago de Compostela. El viaje podía tardar entre unas horas y varias semanas en cumplirse, incluso meses. Todo dependía del lugar de inicio, el estado del caminante…y las condiciones atmosféricas. Para llegar hasta Santiago, normalmente andaban grandes distancias con un calzado que valía para todo menos un pie ni esas distancias. Como consecuencia, los dedos acababan deformados, los talones martillados, los tobillos torcidos e hinchados; las articulaciones de todo el cuerpo les dolían más allá de lo que se podía imaginar y sus músculos se quejaban sin cesar. Los caminantes tenían que soportar un sol castigador que le abrasaba, un lluvia con mucho viento que le azotaba, unas mañanas heladas les congelaba y hasta nevadas tremendas que les torturaba. Cruzaban de puntapié por ríos, daban pasos pesados por el barro y pisaban piedras dolorosas. Se caían enfermos. Tosían, estornudaban, respiraban mal, tiritaban, vomitaban, se derrumbaban y, de vez en cuando, perecían. Un poco más o menos como me sentía la primera vez que intenté hablar con el castellano con un grupo de 20 españoles en un restaurante ruidoso.
Si el Camino resulta duro para nosotros hoy en día con todas las amenidades a nuestra disposición, aquel entonces tenía que ser una vivencia horrenda, algo que solo la suerte y mucha fe podría aliviar. Los que sí llegaban, los que sobrevivían, se sentirían especialmente afortunados, casi unos elegidos. Habrían entrado en Santiago de Compostela agotados y humillados por la experiencia, como niños de Dios, y en algunos casos se arrodillaban maravillados por la grandeza del momento. Luego ascendían la escalera de la catedral, metían cada dedo en la columna del Pórtico de la Gloria, pedían sus deseos, adoraban al apóstol según la tradición, asistían a misa, daba homenaje a todo aquellos que tenían que homenajear, junto las manos fuertes en oración piadosa, cerrar los ojos bien e implorar el perdón y gracia del Señor. Escuchaba el canto gegoriano al fondo, olía el dulce y pungente olor del incienso mientras penetraba su olfato y su cerebro, y luego se caía al suelo de rodillas y gritaba por dentro “Aleluya. El Señor es grande. El Señor es misericordioso. Me ha dado la oportunidad de ser testigo del sitio donde se encuentran los restos del Apóstol Santiago. Por eso he venido. Para eso he venido. Todo esto ha dado un nuevo sentido a mi vida. Nunca seré lo mismo.”
Entonces, se levantaba y se daba la media vuelta y se disponía a regresar a casa…andando.
Eso es. Andando. Caminando. Viajando a pie. Cada puñatero kilómetro hasta su propia cocina. Nada de trenes. Nada de autocares (menos mal). Nada de taxis ni aviones. Ni siquiera un carruaje viejo. ¡Vaya putada!
Menudo marrón ¿verdad? Nada de indulgencias plenarias esperándote al final del camino, solo una cabeza envuelta en un pañuelo, una mirada tan intensa que podía partir átomos, y un rodillo en una mano bailando en la palma de la otra acompañado por las palabras: “¿Dónde coño has estado tú los tres últimos meses, ¿eh sinvergüenza?”
“He estado comiendo pulpo y pensando en Dios,” hubiera sido una buena respuesta y casi merecedora de un buen porrazo.
La tecnología moderna nos ha ayudado a superar el obstáculo de la vuelta. No obstante, hay quien cree que realizar el Camino de verdad implica volver a tu punto de partida de la misma manera de la que viniste. Yo pienso de ese razonamiento es una tonelada de fertilizante vacuno porque, para empezar, no existe una manera “real” de hacer el Camino. Por ejemplo, los famosos 100kms son meramente una forma de estandarizar el peregrinaje. En nuestra era en la que todo tiene que ser reglamentado, nos volvemos locos pensando en ser lo más purista posible, como si alguien arriba nos estuviera apuntando cada acto nuestro. Tonterías. Además, antes los peregrinos no tenían más remedio que usar el motor-propio, así que tampoco hay que pasarse. Dichas tonterías de doctrina purista tienden a ser una fabricación de los ignorantes y su ignorancia. Aun así reconozco que hay algo atrayente acerca de la idea de realizar el Camino cómo se hizo originalmente y no descarto esa posibilidad en el futuro. Y sí hay personas, aunque pocas, que lo hacen. Las he visto. Las flechas que señalan la vuelta son de color azul, pero os puedo asegurar que son pocas frecuentes. Casi te conviene más girar la cabeza mucho y fijarte en las flechas amarillas que vienen de frente.
Nuestra elección era el Hyundai Matrix de Andrés, el coche más seguro de Europa, al que había llegado a conocer bien. El problema era que al día siguiente a las ocho y pico, nuestro piloto no estaba en condiciones de coger el vehículo, por tanto cogí el mando y fuimos volando por las carreteras casi hasta Benavente, cuando Andrés me relevó. El regreso fue tranquilo y poco interesante. No hablamos casi nada. No había mucho que decir de todas formas. El Camino había sido una experiencia tan tremendamente satisfactoria en tantas maneras, habíamos hecho tantas cosas en seis días, ¿Qué podíamos añadir? Me puse a pensar en la gente a la que conocí, a los hermanos de Huelva (que por cierto, después de encontrarnos en la Plaza del Obradoiro, nunca los volví a ver), en la pareja de Valencia, en las beatas, en los scouts de Italia que habían sido devorados por Santi el terrier asesino. Pensé en los mis co-peregrinos Aitor, Andrés y Javier. Eran, y son, unos tíos grandes, gente maravillosa. Habían sido los compañeros perfectos. Estaba especialmente contento por Andrés. Seis meses antes le había dicho que no había cosa que me podía hacer más feliz que entrar en Santiago con él los dos juntos. Ese hombre había superado todas las expectativas (sobre todo la de no morir). Había sufrido mucho y se lo había pasado de puta pena durante largos trechos. Pero volvía a Madrid victorioso.
Y también pensé en la gente que ha sido y sigue siendo vital para mí día tras día. La gente que nunca dejará de serlo. Pensé en las personas por la que hice un peregrinaje como mi madre que había recibido esas noticias tan buenas esa misma semana. Era necesario hacer el Camino por ellos y por nada a cambio y luego dejar que el destino haga el resto al llegar a tu destino.
Como toda salida de la realidad, sobre todo una que nos había sido tan fascinante, tan satisfactoria y entretenida como nuestro viaje, nos hallamos atrapados en una mezcla de emociones. O por lo menos, eso me pasaba a mí. Por un lado, me apetecía reincorporarme en mi vida (¡¿quién puede resistir un abrazo de sus hijas?!), y entrar de nuevo en la sociedad pero por el otro lado me daba miedo. Quería quedarme en el Camino más tiempo, como Huckleberry Finn en el Río Mississippi, porque me relajaba tremendamente. Supongo que era una reacción natural. Supongo…
…Recuerdo que en los siguientes días hablaba con numerosas personas sobre el Camino. Me resultaba interesante ver cómo respondía cada uno. Algunos preguntaban generales sin profundizar, otros querían saber todo tipo de detalles, y hubo otros incluso que no querían saber casi nada en absoluto. Casi todos, eso sí, manifestaban un deseo de hacerlo algún día. Yo les comprendía perfectamente porque no hace mucho era como ellos. Solo tenía palabras de ánimo aunque me preguntaba si alguna vez darían ese paso. No era muy grande, pero era difícil levantar el pie la primera vez. ¿Acaso no había muchas cosas de la vida así, donde tenemos sueños bien dentro de nuestro alcance y, sin embargo, por pensar que quedan más lejos, fallamos a la hora de hacerlos realidad? ¿Acaso no había caminos esperándonos que obviemos por la sola razón que no los conocemos? El hacer el Camino era un reto necesario en mi vida…un reto que tendría que repetir una y otra vez.
Si me apuras, diría que el Camino se asemeja a ser padre (salvo el hecho de que el Camino me supuso 6 días y mi vida paternal lleva a la fecha de hoy 4296). Yo sabía de antemano que sería diferente, que sería duro, pero que sería gratificante. Sabía que cambiaría mi vida para siempre. Lo que no sabía era ni cómo ni de qué manera. Para eso, lo tienes que vivir personalmente. Nadie lo puede hacer por ti.
Así que créeme, te estoy diciendo que sí puedes hacer el Camino. Ya lo creo que sí. Y no lo tienes que hacer por motivos ni religiosos, ni siquiera espirituales. Lo puedes hacer por la razón que quieras, incluso por ninguna en absoluto, aunque aconsejo un objetivo o dos…eso es el profesor dentro de mí que sale en estos instantes.
Te lo repito, puedes hacer el Camino. Deberías hacer el Camino. Por supuesto que sí. No hay excusa. Es una meta asequible. Es literalmente tan fácil como, comprarte un palo de andar, una viera para colgar, y un pañuelo azul para ponerte (si quieres), salir por la puerta principal de tu casa y decir “Me voy.”
Buen Camino.
– Para Mom & Dad
Gracias Brian. Realmente he devorado cada uno de los capítulos que has ido escribiendo. Te lo he dicho muchas veces, conocer tu faceta escritora, creo que ha sido el descubrimiento del milenio. Gracias por dejarnos ser un poco participes de tu camino. Pero ahora amigo, como todo escritor, no nos puedes dejar así. Tienes la obligación moral e incluso ética de seguir escribiendo, para seguir creando esos lazos y mundos que nos unen.
Un abrazo
Muchas gracias de verdad Borja por tus palabras. No sabes cuánto me alegro de que te haya gustado y por animarme a seguir. No te preocupes, ¡que viene más de “Camino”! Un abrazo