Ya ha pasado y sabía que no me iba a tocar. Otro 22 de diciembre y ¡hala! a pasar la tarde rompiendo hojitas de participaciones y décimos. Y mira que a lo largo de estos años me ha tocado en más de una ocasión algo de pedrea o de terminación. Nada fuera de este mundo pero lo suficiente para alegrar un poco las fiestas y para engancharme lo suficiente para que siga gastando ahorros año tras año.
A mí me encanta el Sorteo de Navidad de la Lotería Nacional. Es algo único en el mundo de las tradiciones navideñas. Y eso que reconozco que al principio me extrañó descubrir que lo que les gustaba a los españoles en estas fechas festivas de amor y alegría mientras esperaban la llegada del Salvador era apostar dinero – y mucho – pero este país nunca ha dejado de ser una caja de sorpresas para mí, cuando no una enigma. Por eso me gusta tanto.
Después del shock inicial hace años de ver a abuelitas con rosarios en una mano y un fajo de décimos en otro, poco a poco fui animándome en el espíritu del juego. Como me dijo un amigo: La lotería de navidad siempre ha representado el arranque oficial de la navidad. Ahora, como en tantas otras cosas, me siento como un español más desembolsando cuantiosas cantidades de euros (y pesetas en su momento) en edificar sueños mentales montados sobre cimientos hechos de ilusiones casi pueriles. Pero es lo que me motiva. No es que tocarte el gordo te vaya a solucionar la vida para siempre, a no ser que tengas 80 años, pero desde luego es una buena ayuda. Y es algo más. Es una apuesta comunitaria. Una lotería social. De hecho, si hay algo que me encanta de la Lotería de Navidad es lo mucho que reparte los premios. No conozco un sorteo igual donde tantas personas pueden compartir y disfrutar de los premios. Así que, chapó.
Lo que pasa es que tampoco hay una garantía de ganar, de modo que jugar sigue siendo un riesgo. Todos los años guardo esperanzas, y ya no salgo de la dinámica. Un día me va a tocar sea como sea. Lo presiento. Y así me sentía este año en los días previos al gran momento.
Pero este miércoles pasado, mientras empezaba el día escolar con 30 niños de 12 años medio-muertos de sueño, me entró una pizca de duda, una brizna de vacilación, un nanosegundo dubitativo sobre mis posibilidades de ganar, pero fue lo suficiente para mandar todo al carajo. Me frustró tremendamente porque hasta ese momento tenía la sensación de que las probabilidades eran infinitamente mejores, que por algo decía “Me va a tocar el gordo”. En realidad era 1 entre 84.999 para ser exactos (o lo que es un paupérrimo 0,0012%) pero eso era solo un detalle y discutible desde el punto de vista de un iluso como yo.
Daba igual. Como os he dicho, se metió la duda y sabía que ya no había nada que hacer. Mi suerte estaba echada, más bien condenada. Miré el reloj, vi que seguramente no habían empezado a cantar los números y me entraron ganas de ir corriendo a la agencia que me vendió el billete y porrear la puerta y exigir que me abrieran. “¡No he querido jugar este año! Ha sido un error. ¡Devolvedme mi dinero!”, y para rematar al estilo más español posible. “¡Coño!” Pero sería inútil. No había vuelta atrás.
De hecho, yo ya llevo numerosos años gafados por la Lotería de Navidad, desde la vez que acaricié el número ganador. Era el 08103 y me acuerdo de él mejor que de la fecha de cumpleaños de mi madre. Érase una vez en un 21 de diciembre de 2002 que paseaba por Felipe II y me acordé de que aún no había comprado mi décimo de todos los años y que normalmente lo compraba en una cafetería de un amigo, no muy lejos de mi casa. Pues en ese momento pasaba por delante de una agencia de la Loterías y Apuestas en la Calle Narváez y me detuve en la puerta. Puse un pie dentro y vi desde la entrada solo una ristra de décimos que ponían “08 no sé qué no sé cuanto”. Es decir. Solo quedaba ese número. De adentrarme en el local y adquirir un décimo hubiera sido ese, y posteriormente la cifra que canatría el niño (o niña, ya no me acuerdo) al día siguiente. En fin, no lo hice. Me dije, “No señor. Siempre compro en la cafetería de mi amigo y no voy a cambiar esta vez.” Ir hasta su bar me supuso andar otros 15 minutos, y cuando llegué vi que ya no les quedaban décimos. Lo que pasa era que apenas me quedaba tiempo de volver a la agencia antes de que se cerrara, ya que eran casi las dos, así que decidí no comprar nada. Me dije como un buen filósofo de la suerte que soy, “Si el señor me ha hecho venir hasta aquí para hacerme ver que no podía comprar un décimo, es porque su voluntad es que no juegue este año. Por tanto, hay que hacerle caso.”
Sí hombre.
En realidad no sé porqué sigo jugando si sé que mi fortuna en este sorteo ya no tiene futuro esperanzador. Supongo que creo que, como se terció para mal hace años, lo mismo se tiene que tercer para bien algún día más adelante. Pero eso, my friends, se llama la filosofía de un perdedor.
Pues nada. Hasta el año que viene…que sé que me va a tocar.