Que ya lo sé, que no he llegado a hablar del sexo. Era mi enganche. Ya que os tengo enganchados os lo cuento…pero solo un poco. Es que para un nativo de inglés, la cuestión de género produce in sinfín de complicaciones para nosotros. Agotados y abatidos, muchas veces, acabamos mezclando como nos la da la gana por no podemos más con tanto “el” y tanta “la”…por no hablar de los “los, las, suyas, suyos”, etc. Es exasperante, os lo prometo.
Los fallos de género generalmente pocas veces producen una reacción más allá que lo que una pequeña corrección, pero no siempre. De vez en cuando metemos la gamba bien (por cierto…¿Exactamente qué es “meter la gamba” y por qué un crustáceo?) el resultado es una buena carcajada por parte del oyente, lo cual me alegro porque reírse es una manera sana de alargar la vida. Lo hacemos por vosotros.
Pronto se sabe que no se puede confundir “pollo” con “polla” pero todos lo hacemos…lingüísticamente hablando por supuesto. Pero poco sabía que eso era solo un principio.
Pues hace años estaba con un amigo Pepe en un mercado y paramos en la frutería para comprar algo de verdura, cosa que no me explico porque si se tiene un nombre para todo porque las verduras no pueden tener un puesto con su propio nombre. Ya que lo pienso, vamos, ¿A quién le apetece intentar pronunciar “verdurería”, como, por ejemplo, “Verdurería de Verónica Barrera”…imaginaos semejante tortura fonética.
En fin, estábamos decidiendo sobre qué íbamos a comprar cuando me llamó la atención un repollo que poseía un tamaño impresionantemente grande, y aunque no tengo costumbre de comentar sobre esos asuntos, decidí soltar una observación y dije “Mira Pepe. Esa repolla es atómica.”
Pues no veáis lo que se armó. Pepe después de una reacción de shock, se puso a reír tanto que estaba seguro de que no volvería a respirar de forma regular jamás, porque claro, la diferencia entre pollo y polla era una cosa, pero llamar a la pobre pieza de verdura inocente una repolla, y encima, añadir la calificación “atómica”, pues fue demasiado para los oídos de la gente que me rodeaba.
Pero lo peor fue que el frutero-verdurero no sabía, lógicamente, que me refería a uno de los productos que vendían. Se miró hacia abajo levantó la vista con cierta sorpresa y orgullo, pero sobre todo con algo de mosqueo porque, claro, que un extraño le dijera una cosa así no entraba en la lista de comentarios habituales de un mercado. Supongo que sería mi dulce acento de Connecticut lo que me salvaría de la situación. Era la repolla, ya os digo.