Mi Amigo el Español: Un Idioma para Pringaos

Pues, como os estaba contando el otro día, el español no fue mi primera elección de segundo idioma.  Primero tuve que pelearme con el latín, que nos tenía que interesar, decían algunos iluminados de aquella época, porque de estudiarlo mejorábamos nuestro inglés.  Como sigo sin entender eso, no voy a profundizar más en el tema.  Basta con saber que sufrí ese idioma durante seis años e incluso conseguí sacar un aprobado en un examen oficial nacional sobre la Eneida de Ovidio.  A que suena divertido.  Era un puro milagro, porque no tenía yo ni idea, pero vamos si ellos me querían pasar, pues allá ellos.  Mientras tanto, mi madre decidió que aprender sobre aliteraciones y pentámetro yámbico (a que este último suena a algún químico para un producto de limpieza.  “Échale un poco de pentámetro yámbico al suelo que está asqueroso”), no constituían unos retos suficientes así que propuso (es decir, impuso) que estudiara otro más moderno.  Ejém…el francés.  Es que una vez más, mi ciudad es muy tradicional y allí el francés aún se consideraba una lengua de cultos.  El alemán estaba bien considerado, pero no dejaba de ser el alemán…una especie de latín moderno hablado con muchos sonidos guturales.  Y luego quedaba el pobre español.  Ese amigo al que pocos querían porque no lo hablaban la gente chic sino los que cortaban el césped de tu jardín.  Además, era muy fácil…una asignatura para los pringaos

          Así que me mandaron con el francés un año, y fue un desastre total.  Una Línea Maginot lingüística de proporciones enormes.  El problema principal era que no podía emular esos sonidos tan sutiles y eso le volvía loco a mi profesor.  Así que perdí toda confianza y me hundí.  Menos mal que había una chica muy guapa en la clase para animar la cosa.  No es que me hiciera caso tampoco, pero vamos, aun así.  Al final el profe surgió que lo dejara después de un año, algo inédito en mi carrera educativa, sobre todo por la falta de interés por su parte de motivarme.  Además me lo decía con un pedazo de acento que vamos, ¿quién era él para criticarme a mí?  Pero, de alguna manera, seguramente tenía razón.  Por lo menos en esos momentos, el francés y yo no estábamos hechos el uno para el otro.  Lo abandoné con tristeza y eso no me molaba. 

         No me quedaba otra opción que ir a por ese idioma para fracasados como yo: el español.  ¡Ay de mí!

 

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