Pasé un par de años en la facultad con el español viviendo de las rentas hasta que el nivel subió, pero no mis esfuerzos. Durante unos meses empezaba a sufrir las consecuencias de mi dejadez. Al empezar el tercer año de la universidad, me notaba con una actitud totalmente pasota. No, peor. Me notaba con una actitud pasota pero pasaba de ella. Me había dejado mi novia de tres años por un remero de crew, macizo total y sin ninguna gota de grasa, y la vida estaba empezando a perder sentido.
Hacía falta un cambio radical. Uno era el suicido. Otro era aprender a tocar la guitarra y formar un grupo de rock. Y quizás, por fin, el otro era irme a Europa para sacudirme de la ennui de la vida. Así actuamos los pijos americanos.
España. Eso es. Me voy a España. Convencí a mi buen amigo Will a que lo hiciera también y juntos pedimos una solicitud para estudiar en la Universidad de San Luis, que en aquellos años era de los pocos programas de intercambio en el Madrid.
San Luis nos aceptó a los dos y en enero de 1988, cogimos un vuelo para Madrid para afrontar uno de los grandes retos de nuestras vidas: Aprender el español.
Ahora bien, a pesar de unas notas más bajas, más o menos me consideraba un buen alumno de español y me sentía capacitado para abordar el desafío. Lo que pasa es que había un pequeño problema con los cinco años de clases: a alguien se le había olvidado enseñarnos a hablarlo.
Mierda.