A Mi Hernia Le Pillaron Por Sorpresa

Me llevaron a la cirugía de manera algo sorprendente.  Un amigo mío que es médico y que trabaja allí se había acercado a mi habitación para decirme que no me tocaría hasta las dos de la tarde.  “Vaya.” Dije.  Es que estaba ya metido en mi bata, o lo que se llame, sin nada de ropa interior, con toda mi gloria (hernia incluida) bailando para aquí y para allá.  Me gustaba la nueva sensación pero tenía que tener cuidado porque cada vez que me sentaba, hacía el Instinto Básico a todo aquel que estuviera delante.  “¿Por qué?”  Pregunté.

        “Es que primero realizan los casos difíciles y luego los rutinarios como el tuyo.  Es una Buena noticia para ti.”

        Desde luego que lo era.  Me animó el saber que no se preveía grandes complicaciones peor por el otro lado me ofendía ligeramente la idea de que reparar mi ingles no resultaba ni un poquito desafiador para el mundo medico.  

        En fin, la noticia por lo menos me dio la oportunidad de afeitarme e incluso sentarme y disfrutar de mi habitación, que era más que satisfactorio.  No tenía que compartirla, tenía además un sofá grande, un reclinatorio con ruedas, un escritorio, dos sillas, una televisión (no encontrábamos el mando), y una ventana enorme que ofrecía unas vistas extensas de uno de los nuevos barrios de un Madrid cada vez más extensa.   Es que esta ciudad, por ser una urbe con más de 3 millones de personas, siempre ha resultado ser bastante compacta, en comparación con otras ciudades importantes del mundo.  Hasta hace pocos años podías viajar desde el centro hasta una zona de campo inconfundible en una cuestión de minutos.  Pero ya han nacido nuevos barrios como setas.  La zona residencial de las Tablas Sanchinarro es un ejemplo clásico de esta novedad. 

       Trazada desde hace unos cuantos años, en cuanto el Corte Inglés se instaló en el 2003, el futuro de Las Tablas-Sanchinarro estaba asegurado.  No llegaría tan lejos como a decir que mis vistas eran espectaculares, porque no lo son, pero desde luego superaban una cortina de vaho producido por el sistema de aire acondicionado. 

        Abrumado por la tranquilidad y por el hecho de tener por delante casi medio día para ocuparme el tiempo, cogí mi portátil y me puse a escribir un poco.  No había llegado a teclear más de 20 palabras cuando un hombre con la musculatura de un leñador entró con cierta violencia y anunció parcamente “¡Nos vamos!”

         “¿A dónde?”

         “Abajo.”

          “¿De veras?”

          “¿Ahora?”

           “Sí.”

            “Pero, ¿Por qué? No me tocaba hasta las dos.  ¿Qué ha pasado con el otro paciente?  ¿Ha muerto?”

           “Mis órdenes son de llevarle abajo, nada más.”

            “Vale.  Dame unos segundos.”

           Y en un santiamén, me veía tumbado en la cama y navegando por los pasillos, casi flotando.  Era una nueva experiencia para mí. Notaba algo kafkiano en ese viaje hacia la zona de cirugía, o el departamento de cuchillería, o cómo se llamase aquella parte del hospital.  A lo mejor es porque veo todo bajo una perspectiva kafkiana, pero en este caso, me resultaba aún más comprensible porque el hombre que me empujaba por los caminos del centro con la delicadeza de un coche de chocas, me decía poco.  Muy poco.  A lo mejor era porque era un americano y me esperaba otro tipo de trato, ese exagerada amabilidad de los servicios de allí.  Uno de esos tipos que no parecen estar sobrados arriba pero son un pedazo de pan.   “Buenos días.  Me llamo Bob.  Estoy aquí para llevarle a la zona de cirugía, o cómo se llame, y quiero que esté se relaje porque voy a asegurar que llegue sin problemas.  ¿Le opera de una hernia verdad?  No pasa nada.  Usted tranquilo, que es muy fácil y no le va a pasar nada.  A mi tío le hicieron una y salió como nuevo, bueno, antes del accidente con la fregona, pero eso no tenía nada que ver con la hernia, se lo aseguro.  Tenía todo que ver con…bueno…déjelo.  ¿Cómo se llamaba?  ¿Brian?  Yo conozco a un Brian.  Sí señor.  Conozco a un Brian…”

        Sin embargo, este hombre tenía poco consuelo que ofrecerme, lo cual no era su culpa ni es una crítica, ya que su trabajo solo consistía en asegurar que llegara a mi destino, algo que hizo eficazmente.  Pero no dejé de sentirme un poco como unas cajas de pimientos al que iba a colocar en la sección de frutas y verduras de un supermercado.

        Nos metió en un ascensor y emergimos en el sótano, un espacio empleado tradicionalmente, me dije, para un mortuorio.  Pulsó todo tipo de botones pegados en la pared los cuales nos dejaron pasar a la siguiente sala, y repetía la acción varias veces hasta llegar a la zona de operaciones, intervenciones o cómo se llame.  Me aparcó en batería al lado de unas 6 camas y se fue.  Juraría que me dijo algo así como “quédese aquí”, como si me fuera a ir a algún sitio. 

        Hacía frío abajo.  Mucho frío.   La clase de temperatura que impide que un cadáver se pudra.   Éramos unos cuatro o cinco esperando para que nos llevaran a nuestras respectivas salas, o teatros, o lo que se llamen.  Por un lado me parecía un buen momento para levantar la cabeza y presentarme a mis co-convalecientes y preguntar, “A ver.  ¿Por estáis aquí?”.  Pero lo mismo hubiera producido una respuesta no deseada.   

       A poco tiempo, la jefa de la sala, la enfermera superior, o cómo se llame, se acercó y amablemente hacía algunas preguntas de última hora sobre cualquier enfermedad o alergia que pudiera padecer. Luego quiso confirmar en qué lado tenía la hernia.  No era la primera.   Me habían hecho la misma pregunta por lo menos 3 veces anteriormente esa mañana y la verdad es que no sé si era para comprobar mi memoria o que no se querían molestar en mirar las hojas colgando del pie de mi cama.  Lo mismo lo hacían para no meter la pata.   

        A los cinco minutos apareció mi médico y me saludó con una sonrisa.  Me explicó que se había producido un hueco en el horario de la mañana y pensaba que sería una buena oportunidad para quitarme de en medio, por decirlo de una manera.  No tenía puestas las gafas, pero por su voz, parecía descansado y eso me satisfizo.  Decidí no preguntar por el paciente anterior.  

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