Al día siguiente me levanté y me dediqué a hacer cosas por la casa como, por ejemplo, limpiarla, y como consecuencia eliminar de la ciudad una amenaza a la salud pública. Luego me puse con el tema del ISBN y me preparé para salir. Por puro entretenimiento, llamé a la agencia par a ver si cogerían y responderían a mis preguntas por teléfono, pero solo sonaba y sonaba sin cesar. Ya los sabía yo. Todo sucedía para bien en el mejor de los mundos posibles.
Así que, bajé al metro para ir a las oficinas. Madrid estaba empezando a despertarse después de un mes y pico de vacaciones. Había sido especialmente largo este año. El 1 caía en un lunes, por tanto podías añadir el fin de semana anterior. Y si querías usar 21 de los 22 días que tienes y coger los dos primeros días de septiembre, te juntabas otra vez con otro fin de semana. En resumen, podrías convertirlo todo en un bloque de 37 días inactivos. No está mal. Es lo bonito de vivir en Europa.
Había movimiento en el metro pero no estaba a tope. Eso significaba que se podía viajar cómodo. Siempre he dicho que el metro de Madrid es de los mejores del mundo, cuando no está en huelga, y los responsables continuamente buscan maneras de mejorar el sistema. Uno de ellos, a pesar de algunas protestas, son las pantallas esas que colocan entre las vías y que dan noticias. Sé que hay gente que va a pensar que es una importación venenosa de una sociedad con un culto enfermizo hacia la tele, como, ejém, Estados Unidos, pero no me importa mucho en este caso. Al final no siempre llevas un libro encima, y me canso de contemplar el azulejo en la pared del andén opuesto. No me dice nada. Vamos, si no, que se supone que tenemos que hacer mientras estamos allí en las entrañas de la ciudad, ¿pensar?
Me bajé en el metro Guzmán el Bueno y me dirigí hacia una pequeña calle desconocida llamada Santiago Rusiñol, la cual jamás visitaría si no fuera por la existencia de la agencia. Pero su ubicación me ayudó a entender por qué en la página web había un comentario pidiendo que a los profesores universitarios que dejasen de solicitar un ISBN si no tenían intención de vender su libro ya que estaban entorpeciendo el trabajo de la agencia. Pero, claro, al encontrarse a cuatro pasos de la Complutense, esa una universidad con alrededor de 50 millones de alumnos matriculados. Vamos, es una cifra orientativa. Basta decir que todos esos profesores publicando sus libros sin ánimo de lucro estaban complicando la vida para nosotros escritores con mucho ánimo de lucro…y me gustaría que parasen.
En fin, después de perderme un poco, el edificio está algo apartado de la calle, llegué a mi destino. La seguridad no estaba especialmente rigurosa. Había un detector de metal apagado y el guarda estaba hablando con la recepcionista. No me extrañaba. Estamos hablando de una oficina llena de gente a la que le gusta leer. Cuando pude captar la atención del hombre le pregunté por la agencia. Él me miró, y luego para arriba. Puso su dedo sobre la boca y se quedó pensando unos segundos en plan contemplativo antes de decir: “Es la primera puerta a la izquierda.” ¿Tanto tiempo para decir solo eso? Quiero pensar, y mucho, que era el primer día en ese puesto, porque si no, no me lo explico. En fin.
No le creí y al llegar al pasillo, giré a la derecha entrando, sin querer por supuesto, en el cuartito del personal de limpieza. Entre las escobas y el papel higiénico, decidí rápidamente retirarme de allí. Este fallo le abrió una oportunidad al guarda a reirse un poco de mí. Se acercó moviendo la cabeza de una manera que decía que creía que yo necesitaba ser medicado y repetía sus indicaciones. “Aquí” Me señaló dos puertas.
Elegí una sin pensarlo dos veces y de repente me encontré dentro de una oficina llena de oficinistas haciendo cosas oficinistarias. O no sé qué hacen. Había entrado con mucha discreción para no llamar la atención, pero se veía desde el primer segundo que había hecho algo mal porque enseguida todos, y quiero decir todos, levantaron la cabeza y me miraron en silencio, un silencio de incredulidad, de falta de comprensión…un poco como me miran mis cobayas cuando las hablo en inglés. La última y única vez que esto me pasó fue hace más de veinte años cuando mi amigo Mateo y yo entramos en un bar de negros en un barrio de negros en Washington, D.C. Eso no era una cosa corriente entonces, lo mismo todo ha cambiado, y os prometo que seguramente habíamos sido los únicos blancos en pisar aquel local en su historia. Solo hacía falta la mirada de todos cuando aparecimos para dejarlo claro. No hubo ese ruido del disco de vinilo arañándose, como ocurre en las pelis, pero desde luego el mensaje no verbal era algo así como, “¿Qué coño hacen estos blanquitos aquí?”
Era una buena pregunta, porque sabíamos que penetrar el sitio suponía un reto. Lo que pasa era que habíamos terminado toda la cerveza de todos los bares blancos del capital, pero no habíamos terminado la noche. Y ese sitio estaba abierto. Hasta el propio portero nos sugirió que macháramos a otra parte como, como a Polonia, pero insistimos, entramos, bebimos un par de cervezas más y nos fuimos…y desde luego dimos de hablar en ese bar para unos días.
Pues, algo por el estilo me ocurrió ese día en la agencia, con la diferencia de que todos eran bibliotecarios (o se parecían) y yo no estaba buscando cerveza. Los bibliotecarios tienden a ser muy ordenados y era obvio que estaba quebrando la harmonía de su espacio de trabajo.
Les di los buenos días a todos y expliqué el propósito de mi visita. Una mujer me contestó amablemente desde su mesa “Muy bien. Pero para eso, hay que ir al mostrador a su izquierda.” La señaló con el dedo.
Era verdad. Era verdad que había un mostrador grande y en forma de una U justo a mi lado. Era una especie de enclave para recibir al público y para acceder a ello, tenías que entrar por la otra puerta. Yo, sin querer, había penetrado la primera línea de defensa. Así que pedí disculpas y me ausenté solo para volver a aparecer en el lugar diseñado para gente como yo. Los trabajadores habían regresado a sus pantallas de ordenadores satisfechos con que el universo estaba de nuevo tranquilo.
Me acerqué al mostrador y la misma mujer me atendió. Era simpática y me proporcionaba muchas respuestas a mis preguntas, incluso las sobre las tarifas. Eso fue la gran sorpresa. “Aún no las han publicado por tanto sigue siendo gratis. Seguramente a partir de septiembre todo cambiará así que todavía estás a tiempo.
Impresionante. Bowker y compañía se reían de los escritores y editores hasta el banco pero en España la gente todavía tenía un corazón respecto a los pobres artistas como yo. Y así fue. A los diez minutos estaba saliendo por la puerta como una bala para irme a casa y rellenar el formulario cuanto antes…y todo estaba bien el mejor de los mundos posibles.