En el convenio de los vigilantes existe el estatuto que permite tener un día de descanso cada diez o quince o veinte días. Eso no está estipulado. Eso lo tienes que adivinar. Lo adiviné. Llegó en un whatsapp. Puso “Hoy descansas.” Lo que pasa es que ya había planeado un rato de ejercicio y otro rato de pasear por ahí en mi bici y otro rato de comer en el centro. Hice los dos primeros. Lo de la bici se abrevió porque la rueda delantera iba mal de aire. Era curioso porque pensé que iba bien. Encima había echado aire unos minutos antes. Había recibido otro mensaje de la voz femenina diciendo que fuera hasta el Viso donde viven tantas familias adineradas. Me pidió que contara el número de casas que tenían todas las persianas bajadas…por completo. “¿Y las abiertas también?” No contestó, pero eso fue porque era su manera de decir que mi pregunta era una gilipollez. No llegué. Fui hasta Diego de León y decidí empezar a dar la vuelta porque mi bici sonaba como si estuviera pisando hamsters por todo el camino, en particular en las zonas de pintadas. No me veía andando a casa con mi bici desde el Viso. Volví bajando Núñez de Balboa, 12 manzanas, sin que un coche me adelantase. Era el domingo más tranquilo del año. Según.
Me llamó un amigo para quedar a comer. Pensé que era en el centro de Madrid, pero resulta que él estaba pensando en El Escorial. Se puede decir que había habido una confusión de unos50 kilómetros. Como era mi día libre acepté su oferta y cogí un tren de cercanías desde Atocha. Para ser un domingo de los domingos más tranquilos del año, había bastante actividad. Compré mi billete y rápidamente bajé hasta la vía.
Siempre han dicho que en tiempos de Mussolini, una cosa buena que consiguió, en contraste del fascismo y la Segunda Guerra Mundial, era que los trenes saliesen y llegasen a su hora. Se dice algo parecido de Franco. Han pasado muchos años, y la puntualidad del sistema español sigue siendo ejemplar. Vamos, que no andan con gilipolloces, para que nos entendamos.
Y aún así, hay sorpresas. El tren estaba previsto para salir dentro de dos minutos. Bueno, llegar y salir. Y así fue. Llegó y salió. Incluso un poco antes. El problema era que no era mi tren. Era el de otra persona que pensaba llevarlo a otro sitio. Yo no era consciente de este cambio porque estaba inmerso en un libro solo pausando de vez en cuando para ver quien subía y quien bajaba en las estaciones. Cuando salimos a la luz del día algo me hizo centrar en lo que decía la voz electrónica dentro del vagón. Dijo, “Este tren va a San Sebastián de los Reyes, zoquete, ¿piensas bajar? Solo te queda Chamartín.”
Encogió mi corazón y con mucha prisa y poca elegancia salté al andén. Resulta que el mío venía justo después, a los dos minutos, en la misma vía. Tuve suerte. Según.
El nuevo sí que iba bien. Había muchos sitios para sentarse. Me había tocado uno de los días más nublados del mes para visitar a un amigo y a la piscina de mi amigo. El tren se escapaba lentamente de la ciudad. En las afueras se veían kilómetros y kilómetros de calles fantasmas sin casas todavía. Hay estaba uno de los cadáveres de la crisis. En 2005 había hasta 3,35 millones de viviendas vacías. Sin embargo, seguían construyendo, a un ritmo de 500.000 por años. Seguían y seguían sin darse cuenta de lo que se les venía encima. Seguían como la gente de Dresden hasta la tarde cuando llegaron los aviones.