Madrid en Crisis: 25 de Agosto

He cogido el bote que ya ni me acordaba de que lo tenía con un kilo o más monedas de pesetas, de las de antes.  Quería ponerme al día no fuera ser que aquí a poco me las iban a hacer falta.  Seguro que en el Banco de España ya están preparando en un documento de Word el cartel “Euros > Pesetas”.  Claro está que me pregunto porque se está esperando tanto si ya se sabe lo que es inevitable.  Ah, es verdad.  Primero se tiene que ganar las elecciones.  Se lo digo a las familias que estén recibiendo unos paupérrimos 400 euros al mes, que aguanten unos hasta finales de año si les importan para que los dirigentes les empiecen a solucionar la vida.

            He reunido 847 pesetas, que vienen siendo más o menos 5,10 euros.   Casi dos cervezas en el sitio donde el economista americano protestó.  Incluso hasta varias botellas de agua.  Sabéis que ya no está bien visto pedir una jarra de agua porque pareces un cutre.  En la mesa.  En público.  Y delante de tus amigos y desconocidos.   Madrid tiene posiblemente el mejor agua del grifo de España pero ya no la usa.  Desde la entrada del euro, ya no podemos vivir como los españoles sino como los alemanes.  Bebemos el mejor vino, el mejor ginebra, el mejor agua.

        Volver a la peseta no tiene que ser la única solución.  Hay ciudades en este mundo que tienen su propia divisa.  En Ithaca, por ejemplo, en el estado de Nueva York, hay gente que usa una moneda llamada The Hour. Es una divisa que solo tiene validez dentro de la comunidad de la ciudad.  También se puede usar el dólar.  Pero, al utilizar The Hour, se garantiza que una parte de la economía se quede en la ciudad y no para en otro mundo.  En Madrid podríamos inventar una y así contribuir a nuestra paga extra que nos han quitado.  La extraordinaria de Navidad.

            Pienso proponérselo a todos mis compañeros de la vigilancia para que cuando vuelvan los demás de la playa y de las montañas, podremos prepararles para los cambios.  Se espera un otoño caliente.  Calentito.  A no ser que sea de otra manera.

            Fui hasta el centro.  Todo normal.  Todos prosiguen con sus vidas porque el mejor modo de evitar un desastre, hasta que llegue, la manera más humana, hasta que llegue, es seguir viviendo como si nada fuera a pasar.  Pasé por la puerta barroca de la antigua Monte de Piedad, sede tradicional de la Caja Madrid, el banco que nos ayudó a recordar que la crisis está entre nosotros.  Alguien lo tuvo que hacer.  Por eso estoy endeudado con ellos, igual que ellos con todos los demás.  Según.

         Es bonita y me lo digo.  Luego cruzo la calle y veo la entrada del Monasterio de las Descalzas Reales, y me doy cuenta de que nunca había estado dentro.   Debe de ser el último gran lugar histórico que me faltaba por visitar.  Estaba cerrado.  El edificio era gris y sobrio como un bueno convento de clausura debe ser.

        Pero estaba cerrado.   Así que anduve un poco más hasta una calle que destaca por sus tiendas que venden elepés, y entré para ver lo que tenían.  Tenían muchos recuerdos, desde luego.  Muchas portadas que yo había estudiado de cabo a rabo.  Me acordaba de los momentos cuando los escuché por primera vez.  Me acordaba de donde estaba, en qué habitación me encontraba cuando dejé caer la aguja encima del borde del disco y atendía el ligero sonido rasposo antes de comenzar.  Ningún láser ha podido emularlo.  Entonces las portabas sí importaban.  La gente las analizaba.  Las memorizaba mientras disfrutaba de la música.

         En la primera tienda era dueño era my majo.  Estive charlando con él un buen rato.  Me dio consejos de cómo comprar un plato barato y así poder comprar los discos, que tanto me emocionaban.  Le pregunté cómo iba todo.  “Tirando.  Tirando.”  Supongo que un elepé ya es un lujo para estos tiempos.  Pero ahí estaba.  Según.

        En la segunda tienda pregunté al dueño, un joven de treinta años, muy joven en España, por cómo iban las cosas.  Era un borde de cojones.  Cero aptitudes comerciales.  Lo mismo le sobra clientela.  “Bueno.  Aquí estamos.”

      “¿Aquí estamos?”

      “Pues sí.  Aquí estamos.”

       “¿Y no te gustaría estar en otro lado?”

       “En la playa con una cervecita, ¿no te jode?”

       Era agosto.  No compré nada.  Le dije que no tenía plato ni plata.

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