Pues alguien me va a tener que explicar por qué, si España es la piedra angular de la afamada, legendaria y milenaria “dieta mediterránea” de la que tanto les gusta a sus ciudadanos presumir, por qué, repito, ¿por qué es tan necesario ir rompiendo con lo que ya funciona? “If it works, don’t fix it,” como decimos en mi idioma. Últimamente, parece que no veo otra cosa que sitios y supers obsesionados con productos Bio con la intención de superar lo que ha sido hasta ahora para mí y para casi toda la humanidad, si me permitís tomar la libertad de generalizar, insuperable. Y me supera.
Tantos años de adoctrinamiento en el fascinante mundo de la gastronomía española, tantas veces instruido en el indudable, el incuestionable beneficio de una fabada (hecha el día anterior por supuesto) me convirtieron en el fan número del mundo mundial de esta comida; comida que no solo se encuentra en casi cualquier lado (como es el caso en muchos países del mundo, incluyendo mi querido Estados Unidos) sino que también se compra y, ¿preparados?, se consume (como no pasa en muchos países del mundo, incluyendo mi querido Estados Unidos).
Basta con entrar en una casa norteamericana con una bolsa de algo tan sano, pero a la vez tan normal y corriente como las lentejas y se llena el aire de unos cuantos “oohs” y “aahs” y las cejas llegan hasta el techo. “¿Y eso?”
“No es nada. Solo unas lentejas. Las tomamos casi todas las semanas. No tienen nada de especial.” Y es verdad. No se da mucha importancia a todo lo bueno que comemos en este país. Y es verdad que es mentira porque sí se da mucha importancia. España entera es como un plato lleno de tapas. Hasta hablar de los lugares españoles es hablar de la gastronomía española. “Huelva…¡qué gambas tiene! ¡Y qué me dices del jamón!”, “San Sebastián…con eso pinchos…”, “¿Granada? Preciosa. Y con las tapas que te ponen, cenas con dos rondas de cañas.” La lista es larga y placentera y ayuda a motivar al alumno de geografía.
Pero parece ser que la perfección no es suficiente. Ahora la sociedad pide cada vez más que todo, absolutamente todo, lo que comemos quede “limpio” de impurezas. Todo tiene que ser natural. Y ojalá eso fuera el único criterio. Antes se enterraba todo en sal y ¡hala! todo bien muerto. No hay bicho que sobreviva eso.
A lo largo de estos años he hecho mi parte para defender las migas con chorizo, la paella amarillada con colorante, y la panceta frita pero para demonstrar que tampoco soy un tío que se ha detenido en los tiempos del bocadillo de calamares fritos en la Plaza Mayor (contra todo pronóstico lógico, el sandwich más árido jamás inventado sigue siendo un manjar para miles de turistas todos los años), de vez en cuando me aventuro en el mundo de la alimentación súper-sana para ver qué es lo que puedo descubrir de mi lado más sensible, y así mirarme en el espejo, guiñarme un ojo, soplarme un beso y maullar, “¡Qué hombre más Eco eres, Brian!”
Y como buen residente permanente de España con un NIE de los primeros, de gran reserva, empiezo con un par de huevos. ¡Olé! Cinco pares, incluso. ¡Olé, olé!
Digo cinco, porque veo que la primera cosa que se ve afectado por esta nueva moda es la cantidad de comida que te proporcionan frente las medidas tradicionales. Diez en vez de doce. Y eso me jode, con perdón. Yo me pregunto: ¿Qué pasa con la clásica docena? Es un número tan apostólico, tan anual, tan astral. Las panaderías llevan siglos vendiendo sus productos según la magia de ese número, y los hueveros, que yo sepa. ¿Es una señal que la Era Bio nos está haciendo menos machos?
No lo sé, pero lo que sí os puedo asegurar es que me está haciendo más lelo, porque cuando me encuentro cara a cara con el embalaje de uno de esos productos se me sale un ademán que algunos que me han visto en directo han comparado con el rostro de los seres humanos más primitivos que en el pasado vagaban por las tierras en busca de frutos secos, roedores muertos, piedrecitas o Dios sabe qué cosas ingerían entonces. O incluso a uno de “esos tíos que trabajan en una fábrica de martillos, ¿me entiendes?” observó otro. Más o menos.
No sé por dónde empezar pero desde luego muchas veces sé cómo acabar. Por dejarlo de nuevo en el estante, susurrar “¡Por el amor de Dios!” y dirigirme a la zona de alimentos plenamente transgénicos para encontrar unos momentos de consolación al lado de un tubo de Pringles.
Los huevos son otra cosa, porque se venden todos en el mismo sitio, así que voy dedicando algo de mi tiempo valioso a estudiar exactamente qué es lo que hace que un huevo sea un huevo de calidad. Antes todas las aves las tenían literalmente “cooped up” como decimos en inglés, encajadas en unos espacios minúsculos, donde los animales pasaban una existencia infernal con el fin de servir al hombre. Sigue pasando, pero hacemos como si no fuese así. Como mucha gente, miro el presupuesto, hago el sueco, e intento imaginar que los dueños de las empresas que ofrecen 24 huevos a 1,49€ realmente se levantan por la mañana todos los días y masajean personalmente a cada pájaro antes de que el primero huevo se haya puesto. Me ayuda a pasar por la caja sin remordimientos.
No obstante, el otro día por fin piqué y me llevé una caja, pero no sin investigar un poco antes de tomar una determinación.
En primer lugar, tuve en cuenta el número: un paquete de diez. Pensaba que ese número automáticamente confirmaba que eran “de los buenos”, aunque realmente era una manera de hacerme creer que eran más baratos de lo que son. Luego el color: verde. Sugería que lo que iba a meter en mi carro no solo iba a hacerme un humano más completo sino una persona dispuesta a salvar el mundo. También había que considerar el nombre: “Naturelle”, suena francés y, por defecto, superior en calidad.
Todo pintaba bien, así que me fijé en los detalles para ver si lo anterior había sido un engaño o no. La alimentación: basada en maíz y trigo con una aportación superior al 60% y soja y complementaban con otros cereales “nobles” y minerales. Que yo supiera, todas las gallinas comen así, pero me sonaba cojonudo.
Finalmente, tuve la oportunidad de adentrarme en la vida cotidiana de uno de esos animalitos. En letra grande decía “gallinas en libertad”, cosa que me alegraba por una parte y desconcertaba por otra porque daba la sensación de que eran aves que habían cumplido sus condenas en la cárcel y encontrado una manera de integrarse de nuevo en la sociedad poniendo huevos. He visto a estos seres vivos libres con mis propios ojos y os puedo asegurar que algunos son auténticos matones. Tienen plumas que cubren hasta los garras de sus pies, como si pertenecieran a los Ángeles del Infierno. No me gustaría nada deberles dinero.
Igual de inquietante era lo que ponía después que era “criadas en suelo y con acceso al aire libre”. No sé qué opináis vosotros, pero a mí me suena a que antes las tenían suspendidas en el aire con una red debajo para atrapar el huevo volador y que de vez en cuando les abría la ventana para respirar, llamándolo “acceso al aire libre”.
A pesar de todo, me lancé y realicé el pago, orgulloso de que ya era un hombre Eco. Se lo dije a mi “significant other”, como nos gusta decir en Estados Unidos, porque ella es una auténtica experta en estos terrenos, y quería hacerle ver que sabía actualizarme. “Muy bien,” me felicitó. “¿Pero el alimento procede de maíz transgénico?”
“Yo qué sé. No lo pone. Mira. Pone que las gallinas son felices. ¿No vale?”
“Yes, but is the food transgenic? That’s important.”
“Esto no tiene fin. Me rindo. Voy a por un bocadillo de calamares y una caña doble.” Mañana lo intentaré de nuevo.