Hace muchos años fui a ver a mis padres cuando estaban viajando por el sur de Francia. Era a principios de los noventa y los medios de transporte estaban bastante menos de fiar que hoy en día por un motivo sumamente europeo: la huelga. Últimamente parece que el paro general laboral como medida de protesta o para negociar un acuerdo ha llegado a estar casi en desuso. Salvo el metro de Madrid (sería un año sin navidad si no hubiera una huelga de estos chicos), los taxistas que de vez en cuando se enfadan (porque sí), y los del aeropuerto Prat en Barcelona (no sé por qué, pero siempre se ponen nerviosos en verano), la prole ya no es lo que era. Sin embargo, en los 90, todos estaban cabreados constantemente.
Dejaré la versión larga de esa odisea para cuando estrene mi disco, pero basta con explicar que acabé en una carretera a pocos kilómetros del chateau donde hospedaban mis padres haciendo autostop después de dos días probando todos los tipos de transporte terrestre. Solo me quedaba el dedo gordo.
El viaje que hicieron mis padres fue principalmente cultural e incluía una visita a la mítica cueva de arte prehistórico: Lascaux. Según mis conocimientos de ese periodo, Lascaux era más o menos como el Wimbledon, el Louvre, el Bolshoi, la Capilla Sistina de las cuevas. De hecho, así la describió la guía, que llevaba el pelo en corto, maquillaje y gafas intelectuales pero iba vestida prêt á excavar una zanja en cualquier momento, si hiciera falta. Así son las arqueólogas francesas. ¿Qué le vamos a hacer?
Nos contó todo muy bien y me quedé impactado por un animal, creo que era un toro, que se había dibujado en una curva de tal manera que no se podía ver desde la cabeza la parte trasera. Sin embargo, todo estaba perfectamente proporcionado. Impresionante.
Volví a España y una vez sentado en el sofá de casa con mi compañero de piso, esperando la llamada de su vida y fumando Fortunas, me gritó. “¿Lascaux? ¡No me jodas!”
“Está bien, ¿verdad?”
“Está bien. Está bien. ¿Cómo que está bien? Las franchutes siempre nos ganan. Me sacan de quicio. ¿Cómo puedes ir allí cuando tenemos las mejores pinturas rupestres del mundo?” No sabía lo que era rupestre en ese momento. Me sonaba a algo que echas en un postre. “Me gustan los pasteles rupestres.” por ejemplo. Pero era claro que eso no podía su significado.
“No sabía que había cuevas con pinturas aquí.”
“Eso se ve. ¿No sabes que en Cantabria, en la misma Cantabria, se encuentra Altamira, le Capilla Sixtina del arte prehistórico?”
“Así llamaban la suya.”
“¡Copiotas! Dan asco. Mira. No cobro el paro hasta mañana. Si quieres, bajamos, me invitas a unas cañas y te cuento todo.”
“Perfecto.”
No cabe duda de que por toda Europa uno puede encontrar ejemplos ejemplares de símbolos, señas, dibujos, vamos, arte en las cuevas de este continente. Altamira es uno de ellos. Pero no cualquiera. Fue descubierto, como casi siempre fue en esa época, por casualidad en el campo por un hombre llamado Modesto Cubillas que estaba cazando por ahí con su perro. Era 1868. Se lo contó a un noble aficionado a la paleontología, Marcelino Sanz de Sautuola, que tardó unos cuantos años en explorarla, pero cuando lo hizo, cambió el mundo. En realidad fue su hija de 8 años la que descubrió las pinturas. Soltó la famosa exclamación desde las entrañas de la gruta: “Mira, papá. ¡Bueyes!”
Más que bueyes, eran caballos, ciervos, jabalíes, mamuts y renos, y sobre todo, bisontes. Muchos bisontes. Lo que destaca de estos trabajos no solo es el uso de color y técnicas de sombreo. Hay también claras muestras de aprovechar el relieve de la roca para aportar volumen a las figuras. Acojonante. La representación del bisonte encogido está hecha con tanta visión artística y con tanta sensibilidad creativa que es una verdadera obra maestra. Un producto de un genio anónimo. Ha sido, junto a otras pinturas presentes allí, la inspiración de muchos artistas del arte contemporáneo; y también la fuente de su frustración, ya que muchos se han dado cuenta de que en 17.000 puñeteros años, el arte no había evolucionado tanto.
La calidad artística y del estado de conservación fueron tales que muchos de los expertos sobre el tema, que eran franceses (por supuesto), ponían en duda su autenticidad. Vamos, ni duda ni ná. Dijeron explícitamente que habían sido falsificadas. ¡Envidiosos! Años más tarde cuando encontraron dibujos parecidos en cuevas francesas (por supuesto), empezaban a cambiar de opinión (por supuesto). Uno de los detractores tuvo la decencia de publicar un artículo en la revista Antropología y rectificar su error. Sanz, por desgracia, llevaba ya más de diez años muerto y su cuerpo estaba más que descompuesto, así que no podría por lo menos gozar de la noticia de ser debidamente reconocido. Pero, de modo póstumo, algo es algo.
Cuando los franceses toparon con la cueva de Lascaux en 1940, de nuevo el mundo se maravilló con lo que hay en Francia, y Altamira quedó en el olvido durante unos cuantos años. De la misma manera que parece que han adoptado a Picasso como suyo, también da la sensación de que el arte antiguo, tan similar al arte moderno, pertenece a su patrimonio. Irónicamente, sería Picasso, otro gran admirador de las obras de la cueva de Santander e influenciado por ellas, quien dijo que, después de Altamira, “todo es decadencia.”