La Soledad de Ser Un Roscón de Reyes

Ya estamos de nuevo. Al lado de mi casa hay una pastelería que dicen que elabora posiblemente el mejor roscón de Madrid, reputación que provoca una avalancha de clientes del barrio, y de más allá, cada 5 y 6 de enero.  Hasta la tele hace una visita anual para realizar su reportaje sobre este lugar mítico y entrevistar a los clientes que soportan colas kilométricas y largos ratos en la calle en todo tipo de tiempo (este año ha tocado el mejor regalo que los vecinos de Madrid podríamos desear: la lluvia).  Es una pastelería de primera, no cabe duda, pero su roscón…no sé yo.  Es un roscón muy tradicional, pero mucho; de esos que te dejan diciendo, “Madre mía. ¿Qué hago con esto?”

 

A pesar de tenerlo tan cerca durante años, nunca había comprado uno hasta hace una semana cuando tenía que llevar algo a una merienda navideña y opté por uno pensando que el momento había llegado.   Entré en la casa de mis amigos anunciando lo que había traído, su procedencia, y la fama que tenía para quedar de puta madre con mis ellos y limar comentarios por si era una mierda porque, ya sabes, cuando sirves algo de supuesta alta calidad, la gente suele pensar que algo ha fallado con su paladar antes de pensar en el producto.  Y así fue.   Al probarlo, lo masticaban y reflexionaban antes de pasar sentencia.  “Hombre,” empezó uno.  Pero de repente paró para intentar tragar y así dejar de hablar Jabba the Hutt.   “Está bueno.  Muy bueno. Lo que pasa es que a mí me gusta mojarlo en café o chocolate.”

 

Los demás que también carecían de la saliva suficiente para articular palabras se limitaron a asentir con la cabeza.

 

¡Mentira! ¡Mójate, tú, hombre!  No me vengas con historias.  Estaba más seco que un vaso de cal.  ¿Qué te esperabas cuando coges un pan normal, le privas de toda humedad, le adornas con unos copitos de azúcar, frutos azucarados y le bautizas con un nombre majestuoso? Pero daba igual.  El fenómeno rosconero sigue.  Es uno de los grandes misterios del sector pastelero.  El puesto elevado en el ranking que tiene este bollo disfrazado deja perplejos a muchos.  A mí incluido.  Lo que pasa es que no está de moda reconocerlo.

 

Pero os aseguro que hay una minoría, posiblemente una mayoría, silenciosa ahí fuera.  Y no solo vive en Cataluña.  He notado que están deseando salir del armario, pero necesitan un empujoncito.  Yo no digo nada, Dios me libre, porque basta con que critique algo para que el patriota dentro de cada uno de ellos sale y empieza a alardear sobre las cualidades sin paralelo de la tarta.  “Cualidades sin paralelo” suspiro.  “Nunca mejor dicho.”  Pero claro, cualquiera se lo dice.

 

No. Así no se hace. Hay que esperar.  Hay que hablar de diferentes roscones en diferentes sitios y dejar que salga todo de manera natural. Hasta alabarlo.  Normalmente, unos minutos después, uno de mis oyentes me interrumpe y dice, “Es que el roscón a mí…” y lo sigue con una mueca que manifesta sus verdederos sentimientos hacia la sosa masa cocida. Continúa. “Es que no es mis preferidos…”

 

¡Ahí está! Oigo en mi cabeza la voz de un comandante ficticio gritar.  “Brian! The eagle has landed! ¡Al ataque!”  A partir de entonces se abre una mesa redonda sobre el tema, y a los pocos minutos unas seis o siete personas empiezan a confesar que el roscón, sin ser horrible, no convence mucho si no tiene un poco de chocolate o nata.  Es decir…sabor.  En resumen, se convierte en una sesión de terapia. Les aseguro a todos que pueden seguir hablando y estar tranquilos.  “Todo se quedará dentro de estas paredes.”

 

Se relajan.  “No sabemos qué es lo que les falta…”

 

“Finura.” Les ayudo.  “La que tiene un pandoro, por ejemplo.”

 

“¡Eso es!”

 

No tiene más.  Y no soy el primero en opinar así. Hace años escuché por la radio a Gomaespuma hacer un sketch sobre los reyes magos que iban a hacer huelga ese año en parte porque no aguantaban el roscón. En sus palabras, “Es tan seco que no hay quien le hinque el diente.”

 

Sin embargo, la popularidad de esta tarta, paradójicamente, se ha disparado en los últimos años. Exponencialmente.  Y lo que era un “one time deal”, es ahora un constante.  Cada año sacan los roscones con más antelación.  Antes de Reyes; antes de Año Nuevo; antes de Navidad.  Vale para cualquier motivo, cualquier ocasión.  Y cuando llegan estos últimos días de las fiestas, la cosa se nos va de las manos. Una auténtica explosión.  Roscones por doquier.  Y de todo tipo. Sin relleno, con relleno de nata (mucho más recomendable), relleno de chocolate, trufa, cabello de ángel, etc.   Y para acompañarlo, sidra achampañada para hinchar el estómago, o chocolate espeso para simplificar matarte directamente.

 

La masacre de estos pobres doughnuts es incesante.  Hay familias que comen uno la noche del cinco, otro para desayunar al día siguiente, otro después de comer y otro para merendar.  Y siempre cabe la posibilidad de que llegue para cenar un amigo de la familia con otro de trufa amantequillada, para no ser menos, por supuesto.  La mayoría remata el día con un eructo suprimido y un “Jo. Creo que me he pasado estos días.”

 

Las colas para entrar en las pastelerías son más largas, los precios más injustificables y los tamaños son tejanos.  Justo ayer vi a dos vecinos entrando en el portal, sujetando cada uno un extremo de una caja que medía más que Pau Gasol. Dije, “¡Qué suerte! ¿A quién le ha tocado una pantalla HD?”

 

“¿Qué dices? Ni pantalla, ni leches. Es un roscón.” Contesta uno.

 

“Madre mía. La próxima vez pide a Amazon Prime que os lo mande.  ¿Vais a poder con todo esto?”

 

“Claro.  Y mañana otro.” Contesta el otro con orgullo. Porque Dios nos libre de tomar sobras. Hay que tener uno nuevo para cada ocasión o eres un agarrado.  Nada engorda tanto como los bolsillos de los pasteleros.

 

De todas formas, debo reconocer que tengo mucho cariño al roscón.  Por ser cómo es y por no tener complejos.   Tengo debilidad por los del súper, los que cuestan poco y que tienen una masa que se parece a la de una tarta.  Me reprocha un amigo, “¡Anda! Esos no saben a roscón!”

 

“Lo sé. Por eso me gustan.” No me atrevo a añadir que también me gusta ese chocolate de brik. Hay uno que me ha seducido porque ganó el premio 2017 para el “Sabor del Año”, lo cual me fascinó.  Sabor del Año. Y no en una delicada loncha de jamón de bellota, sino en un litro de chocolate industrial. Los misterios de estas fechas no dejan de sorprenderme.

 

Asumo las limitaciones de este bollo glorificado, y disfruto de él como cualquiera…que es lo que uno debe hacer con todo en la vida.  Feliz Año.