O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 32 (¡y se acabó!)

Hace muchos años, aunque posiblemente no tantos como a algunos creen, el típico cristiano practicante y creyente (porque los dos no tienen por qué ser el mismo, ni al revés) salía de su casa, fuera donde fuese, y se echaba a andar con la intención de hacer realidad un evento único en su vida: El peregrinaje a la ciudad santa de Santiago de Compostela.  El viaje podía tardar entre unas horas y varias semanas en cumplirse, incluso meses.  Todo dependía del lugar de inicio, el estado del caminante…y las condiciones atmosféricas.  Para llegar hasta Santiago, normalmente andaban grandes distancias con un calzado que valía para todo menos un pie ni esas distancias.  Como consecuencia, los dedos acababan deformados, los talones martillados, los tobillos torcidos e hinchados; las articulaciones de todo el cuerpo les dolían más allá de lo que se podía imaginar y sus músculos se quejaban sin cesar.  Los caminantes tenían que soportar un sol castigador que le abrasaba, un lluvia con mucho viento que le azotaba, unas mañanas heladas les congelaba y hasta nevadas tremendas que les torturaba.   Cruzaban de puntapié por ríos, daban pasos pesados por el barro y pisaban piedras dolorosas.  Se caían enfermos. Tosían, estornudaban,  respiraban mal, tiritaban, vomitaban, se derrumbaban y, de vez en cuando, perecían.  Un poco más o menos como me sentía la primera vez que intenté hablar con el castellano con un grupo de 20 españoles en un restaurante ruidoso.

               Si el Camino resulta duro para nosotros hoy en día con todas las amenidades a nuestra disposición, aquel entonces tenía que ser una vivencia horrenda, algo que solo la suerte y mucha fe podría aliviar.  Los que sí llegaban, los que sobrevivían, se sentirían especialmente afortunados, casi unos elegidos.  Habrían entrado en Santiago de Compostela agotados y humillados por la experiencia, como niños de Dios, y en algunos casos se arrodillaban maravillados por la grandeza del momento.   Luego ascendían la escalera de la catedral, metían cada dedo en la columna del Pórtico de la Gloria, pedían sus deseos, adoraban al apóstol según la tradición, asistían a misa, daba homenaje a todo aquellos que tenían que homenajear, junto las manos fuertes en oración piadosa, cerrar los ojos bien e implorar el perdón y gracia del Señor.  Escuchaba el canto gegoriano al fondo, olía el dulce y pungente olor del incienso mientras penetraba su olfato y su cerebro, y luego se caía al suelo de rodillas y gritaba por dentro “Aleluya.  El Señor es grande.  El Señor es misericordioso.  Me ha dado la oportunidad de ser testigo del sitio donde se encuentran los restos del Apóstol Santiago.  Por eso he venido.  Para eso he venido.  Todo esto ha dado un nuevo sentido a mi vida.  Nunca seré lo mismo.”        

              Entonces, se levantaba y se daba la media vuelta y se disponía a regresar a casa…andando. 

              Eso es.  Andando.  Caminando.  Viajando a pie.  Cada puñatero kilómetro hasta su propia cocina.  Nada de trenes.  Nada de autocares (menos mal).  Nada de taxis ni aviones.  Ni siquiera un carruaje viejo.  ¡Vaya putada!

             Menudo marrón ¿verdad?  Nada de indulgencias plenarias esperándote al final del camino, solo una cabeza envuelta en un pañuelo, una mirada tan intensa que podía partir átomos, y un rodillo en una mano bailando en la palma de la otra acompañado por las palabras: “¿Dónde coño has estado tú los tres últimos meses, ¿eh sinvergüenza?”  

             “He estado comiendo pulpo y pensando en Dios,” hubiera sido una buena respuesta y casi merecedora de un buen porrazo.   

              La tecnología moderna nos ha ayudado a superar el obstáculo de la vuelta.  No obstante, hay quien cree que realizar el Camino de verdad implica volver a tu punto de partida de la misma manera de la que viniste.   Yo pienso de ese razonamiento es una tonelada de fertilizante vacuno porque, para empezar, no existe una manera “real” de hacer el Camino.  Por ejemplo, los famosos 100kms son meramente una forma de estandarizar el peregrinaje.  En nuestra era en la que todo tiene que ser reglamentado, nos volvemos locos pensando en ser lo más purista posible, como si alguien arriba nos estuviera apuntando cada acto nuestro.  Tonterías.  Además, antes los peregrinos no tenían más remedio que usar el motor-propio, así que tampoco hay que pasarse.  Dichas tonterías de doctrina purista tienden a ser una fabricación de los ignorantes y su ignorancia.  Aun así reconozco que hay algo atrayente acerca de la idea de realizar el Camino cómo se hizo originalmente y no descarto esa posibilidad en el futuro.  Y sí hay personas, aunque pocas, que lo hacen.  Las he visto.  Las flechas que señalan la vuelta son de color azul, pero os puedo asegurar que son pocas frecuentes.  Casi te conviene más girar la cabeza mucho y fijarte en las flechas amarillas que vienen de frente. 

             Nuestra elección era el Hyundai Matrix de Andrés, el coche más seguro de Europa, al que había llegado a conocer bien.  El problema era que al día siguiente a las ocho y pico, nuestro piloto no estaba en condiciones de coger el vehículo, por tanto cogí el mando y fuimos volando por las carreteras casi hasta Benavente, cuando Andrés me relevó.   El regreso fue tranquilo y poco interesante.  No hablamos casi nada.  No había mucho que decir de todas formas.  El Camino había sido una experiencia tan tremendamente satisfactoria en tantas maneras, habíamos hecho tantas cosas en seis días, ¿Qué podíamos añadir?  Me puse a pensar en la gente a la que conocí, a los hermanos de Huelva (que por cierto, después de encontrarnos en la Plaza del Obradoiro, nunca los volví a ver), en la pareja de Valencia, en las beatas, en los scouts de Italia que habían sido devorados por Santi el terrier asesino.  Pensé en los mis co-peregrinos Aitor, Andrés y Javier.  Eran, y son, unos tíos grandes, gente maravillosa.  Habían sido los compañeros perfectos.  Estaba especialmente contento por Andrés.  Seis meses antes le había dicho que no había cosa que me podía hacer más feliz que entrar en Santiago con él los dos juntos.  Ese hombre había superado todas las expectativas (sobre todo la de no morir).  Había sufrido mucho y se lo había pasado de puta pena durante largos trechos. Pero volvía a Madrid victorioso.

              Y también pensé en la gente que ha sido y sigue siendo vital para mí día tras día.  La gente que nunca dejará de serlo.  Pensé en las personas por la que hice un peregrinaje como mi madre que había recibido esas noticias tan buenas esa misma semana.  Era necesario hacer el Camino por ellos y por nada a cambio y luego dejar que el destino haga el resto al llegar a tu destino. 

                Como toda salida de la realidad, sobre todo una que nos había sido tan fascinante, tan satisfactoria y entretenida como nuestro viaje, nos hallamos atrapados en una mezcla de emociones.  O por lo menos, eso me pasaba a mí.  Por un lado, me apetecía reincorporarme en mi vida (¡¿quién puede resistir un abrazo de sus hijas?!), y entrar de nuevo en la sociedad pero por el otro lado me daba miedo.  Quería quedarme en el Camino más tiempo, como Huckleberry Finn en el Río Mississippi, porque me relajaba tremendamente.  Supongo que era una reacción natural.  Supongo…   

              …Recuerdo que en los siguientes días hablaba con numerosas personas sobre el Camino.  Me resultaba interesante ver cómo respondía cada uno.  Algunos preguntaban generales sin profundizar, otros querían saber todo tipo de detalles, y hubo otros incluso que no querían saber casi nada en absoluto.  Casi todos, eso sí, manifestaban un deseo de hacerlo algún día.  Yo les comprendía perfectamente porque no hace mucho era como ellos.  Solo tenía palabras de ánimo aunque me preguntaba si alguna vez darían ese paso.  No era muy grande, pero era difícil levantar el pie la primera vez.  ¿Acaso no había muchas cosas de la vida así, donde tenemos sueños bien dentro de nuestro alcance y, sin embargo, por pensar que quedan más lejos, fallamos a la hora de hacerlos realidad? ¿Acaso no había caminos esperándonos que obviemos por la sola razón que no los conocemos?  El hacer el Camino era un reto necesario en mi vida…un reto que tendría que repetir una y otra vez.

                Si me apuras, diría que el Camino se asemeja a ser padre (salvo el hecho de que el Camino me supuso 6 días y mi vida paternal lleva a la fecha de hoy 4296).  Yo sabía de antemano que sería diferente, que sería duro, pero que sería gratificante.   Sabía que cambiaría mi vida para siempre.  Lo que no sabía era ni cómo ni de qué manera. Para eso, lo tienes que vivir personalmente.  Nadie lo puede hacer por ti.   

                Así que créeme, te estoy diciendo que sí puedes hacer el Camino.  Ya lo creo que sí.  Y no lo tienes que hacer por motivos ni religiosos, ni siquiera espirituales.  Lo puedes hacer por la razón que quieras, incluso por ninguna en absoluto, aunque aconsejo un objetivo o dos…eso es el profesor dentro de mí que sale en estos instantes.

                Te lo repito, puedes hacer el Camino.  Deberías hacer el Camino.  Por supuesto que sí.  No hay excusa.  Es una meta asequible.  Es literalmente tan fácil como, comprarte un palo de andar, una viera para colgar, y un pañuelo azul para ponerte (si quieres), salir por la puerta principal de tu casa y decir “Me voy.”

                Buen Camino.

                           – Para Mom & Dad

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 31

Javier se fue poco después.  Julia y los hijos le vinieron a buscar y devolverle a otro Camino particular que se llamaba la playa.  Se lo había pasado bien, pero tenía ganas de regresar. 

              Yo, por mi parte, no tenía muy claro lo que iba a hacer.  Mi idea original era volver a Lalín dejar mis cosas del Camino, hacer la maleta normal y volver a Madrid.  Pero había un problema inesperado, o totalmente esperado según lo veas.  Después del todo era uno de los fines de semanas con mayores desplazamientos de todo el año.  No había tren, más bien no quedaban billetes de tren hasta el martes.  Eso me dejaba con la posibilidad de coger un autocar, un auténtico coñazo, que, como último recurso, valía perfectamente, pero hasta que no quemara todos mis cartuchos iba a intentar evitarlos.  

                Aitor y Andrés iban a volver en coche, el de Andrés, pero había para mí un par de inconvenientes: Uno era que no pensaban salir hasta el día siguiente y el otro (y esto era aún más determinante), no tenían el coche de Andrés.  Estaba todavía a 60 kilómetros en un parking en Pontevedra.  O eso suponíamos.  Había que ir a por él.  

                 Sus planes originales eran ir a playa de La Lanzada, cerca de Sanxenxo y pasar el día allí, una propuesta que me apetecía cero.  La Lanzada es una playa mítica y misteriosa donde dicen que las aguas tienen poderes especiales.   Y no mienten.  Es que el agua está muy fría, pero que tan fría que basta con estar sumergido 10 minutos en ella para que acabes perdiendo la sensibilidad en la piel de por vida.  Sales pareciéndote a un pitufo.  Incluso los gallegos, que tienen la manía de decir el agua de sus playas “Está buenísima” cuando está a una temperatura que solo sirve para enfriar champán, reconocen que “bueno, en la Lanzada el agua es un poco más fresquita.”  Pero van.  Van y muchos.  En esas fechas podría estar a tope y no tenía cuerpo para tanto jaleo, así queles dije que volvía a Lalín. 

              Al final, Aitor y Andrés decidieron quedarse en Santiago todo el día e insistieron en que no abandonara la expeición cuando solo faltaba un día.  La verdad es que, hiciera lo que hiciese, no iba a llegar a Madrid hasta el día siguiente de todas formas, por tanto para que me iba a agobiar.  Además, podían llevarme en el coche más seguro de Europa.  Debudin. 

                Solo quedaba el asunto del coche y quién lo iba a recoger.  Los tres nos mirábamos como protagonistas en el triple duelo en El Bueno, El Malo y el Feo.   Por fin, hice una propuesta que nos venía bien a todos:   “Yo cogeré un tren hasta Pontevedra.  Cojo el coche, me lo llevo a Lalín, recojo mis cosas allí y vuelvo a Santiago.  Y así podremos salir mañana sin parar allí.”

                “Vale.”  Claro, esta respuesta la daban antes de que empezara la úlima frase. 

                “Pero tenemos que salir pronto.  A las nueve como muy tarde.”

                “De acuerdo.”

                  Trato hecho.  Bajé hasta la estación de tren.   Los buenos de RENFE tenían una oferta para peregrinos y billete me salió por algo así como 1.50€.   Consolaba saber que alguien te hiciera un favor de vez en cuando.   A los 15 minutos llegó el tren y salimos.  ¡Qué bonito es viajar en tren!  Me encanta hacerlo pero casi nunca lo hago, en parte porque viajo en coche.  Y como soy el único en casa que conduce, no puedo disfrutar de un viaje igual.  Pues esta vez sí.  Y además tuve la suerte de recorrer casi toda la ruta hasta Pontevedra.  Una gran parte del recorrido iba paralela al Camino, así que era una manera de rememorar los días anteriores.  Incluso me dio tiempo a escribir un poco.

              El coche estaba en buen estado cuando lo encontré al lado del albergue de Pontevedra.  De ahí fui por las carreteras nacionales hasta Lalín, donde me organicé un poco.  Me eché una buena ducha, me puse ropa limpia de verdad.  Luego una prima me dio una comida impresionante.  Vi la tele un poco, metí las cosas en la maleta y me preparaba para salir.    Les di las gracias por su inmensa generosidad y subí al coche.  Y volví. 

            Cuando me uní con Aitor y Andrés, estaban descansando.  Les conté todo lo que había hecho ese día y con mucho orgullo porque me había cundido el tiempo.  “Y que tengo la maleta, hemos ahorrado ese paso.  Ahora solo tenemos que hacer es dejar la mochila en Lalín por la mañana y ya está.”

            Andrés me miró confuso.  “No es por nada Brian pero ¿no crees que hubiera sido más eficaz llevarte la mochila esta tarde, ya que ibas allí?”

            Estruje mis labios.  “Puessssssss, sí. Habría sido mucho más sensato.  ¿Qué demonios estaría pensando?”

            “Es una buena pregunta.”

            Pues nada.  No todo me había salido tan perfecto ese día, pero más o menos algo había avanzado. De todas formas, nos pillaba de camino a Madrid, así que suponía una desvío de unos minutos.

              Hicimos un par de compras y luego cenamos en un restaurante prácticamente en frente de donde habíamos cenado la noche anterior.  Era otro clásico llamado Camilo, y nos pusieron un pescado al horno con patatas tan sabroso que pasará a la historia. 

             Después fuimos de copas otra vez, pero con mayor intención de cumplir con nuestras expectativas.  Los sitios pequeños de siempre seguían estando intransitables, por tanto recurrimos al bar de copas por excelencia en la zona antigua “El Retablo”.  Ahí había una mezcla rara de gente.  Algunos peregrinos como nosotros, algunos turistas, y un montón de despedidas de solteros…y solteras.  El grupo que más me llamó la atención a mí (y a todos los ya que lo pienso)era una panda de chicas que celebraba la futura boda de una amiga.  La novia llevaba en la cabeza una gorra con un pene erecto de gomaespuma pegado al visor.  De vez en cuando alguna de sus amigas realizó un acto lascivo con el juguete y las demás se partieron de risa.  A los hombres que estaban cerca les temblaban las piernas ante semejante show.  Claro, pensaba yo, todo esto ocurría a dos minutos andando de la catedral.  No cabía duda de que habíamos salido de un camino para entrar en otro bien distinto.

           A las cuatro de la mañana, con el agobio habitual en mí de estar mediamente humano para conducir al siguiente, dejé a mis compañeros en el bar y fui a la habitación del hotel.  Tendríamos que estar en pie a las ocho y no sería fácil.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 30

Al día siguiente nos levantamos antes de que ningún peregrino con una Compostela en la mano y una mente sana hubiera hecho.  Es así de fácil.  Pero queríamos llegar para dar el abrazo al santo y luego asistir a la misa del peregrino de las diez.  Llegué a cuestionar la decisión de levantarnos a una hora tan temeraria en un día supuestamente de descanso.  Pero allí, intervino de nuevo la influencia de Javier.  “Hay que dar un abrazo al Santo, leches.”  

             Para hacer el primero, teníamos que pasar por la puerta santa, que como puerta grande es sorprendentemente modesta.  Ni siquiera se encuentra el la fachada principal, sino detrás, casi a escondidas.  Un umbral humilde teniendo en cuenta su importancia en la historia.  Si no fuera por su fama, pasarías por delante de ella mil veces sin fijarte.  A la mañana del 14 de agosto, sin embargo, la cola que recorría la distancia hasta el hombro dorado de la imagen del apóstol empequeñeció la que vimos el día anterior cuando fuimos a por la Compostela; hasta tal punto que pensaba abandonar el plan totalmente.    

               Además, yo ya había pasado por la puerta ese año, con mi familia durante Semana Santa.  Es verdad que en aquella vez el único peregrinaje que había hecho era el paseo desde mi coche en el parking subterráneo de San Clemente a una distancia pobre de 300 metros.  Recuerdo que también se había pronosticado un maremoto de gente clamando entrada, pero también recuerdo que entramos sin espera alguna.  Era la suerte.  El azar. 

                Esta vez estábamos a mediados de agosto y pedir semejante fortuna era cómo casi provocar la bondad de Dios, pero por alguna razón yo contaba con menos personas. ¿Por qué? Pues porque soy imbécil y un iluso.  Ni más ni menos.  ¿Cómo no iba a haber mucha gente?   Muchos peregrinos llegarían esa misma mañana desde el albergue del Monte do Gozo a tan solo 5 kilómetros de Santiago y ¿Qué se hace en una ciudad a las ocho de la mañana cuando tu habitación no estará lista hasta las tres?   Pues eso.  Estos pobres no tenían más remedio que hacer cola toda la mañana mientras esperaban una cama normal a un precio anormal.   ¡Vaya existencia! 

               Me puse en la cola y a los pocos minutos llegaron los demás de la gastro.  Desde nuestra posición ni siquiera se veían las torres de la catedral.  Tener que echar Dios sabe cuánto tiempo en el aire fresquito matutino nos apetecía cero, pero en mi caso resultaba que la espera sería la parte más divertida.  La tortura de verdad llegó cuando la persona a mi espalda me escuchaba hablando con mis hijas por teléfono en inglés y, en cuanto terminé, me hizo una pregunta en mi lengua materna.  “Excuse me.  Do you know when the mass starts?”  me preguntó correctamente y con un acento más que aceptable en general.  Le contesté lo que sabía, que había una a las diez, otra más tarde a las doce, pero que si seguíamos así en la fila que ese horario sería válido para el día siguiente.  No hizo mucho caso a mi ironía estúpida, y le comprendo perfectamente, y enseguida pasó a la siguiente pregunta.  “Do you mind if I speak to you in English?”

               Yo soy profesor de idiomas y por tanto simpatizo con aquellos que quieren practicar su inglés.  Además tenía una Compostela con una indulgencia plenaria en mi bolsillo trasero, por tanto me sentía especialmente limpio, puro, impoluto y altruista.  Así que le dije que no tenía ningún problema y hay que fastidiarse con el tío.  Lo que empezó como una preguntitas inocuas se degeneró velozmente en una conversación entera y plena sobre sus experiencias en los Estados Unidos, que eran amplias, largas y especialmente aburridas.  Yo no tenía escape a no ser que le diera un infarto a uno de los dos o que yo le metiera mi dedo en su ojo, que durante unos minutos pintaba como muy probable. 

               Vale.  El hombre tenía buenas intenciones.  El hombre era simpático.  Pero era uno de esos simpáticos que se convierten en pesados a los que quieres estrangular a los diez minutos y aún me quedaban 40 de suplico auditivo.   Se veía que Dios me estaba poniendo a prueba hasta el ultimo puñatero minuto.  El Ser Supremo sabía tocarte las narices pero bien cuando estaba por la labor.  Además vi que su compañera femenina que le acompañaba se mantenía de espaldas, y deduzco que estaba encantada de que pudiera tomar un descanso a mi costa.  El hombre había hecho el Camino Francés, y yo me alegro mucho por él, porque de coincidir en el portugués, habría acabado muerto a manos de un peregrino yanqui desquiciado.       

                 Por un golpe de fortuna, conseguimos separarnos en la entrada y a partir de ahí no le volvía a ver.   Los de la gastro pasamos dentro, le dimos el abrazo al apóstol (sobraba el religioso vendiendo tarjetas de oración por un euro a un metro de la estatua), descendimos a la cripta a bajar la cabeza ante la tumba con los restos de quien fuera, y salimos del templo para volver a entrar y asisitir a misa, a la que llegamos justo a tiempo.  La misa no estuvo mal, pero sí pongo pega a la gran confluencia de personas que simplemente querían dar un paseo por el recinto en pleno servicio.  Creo que se puede hacer de otra manera.  Al terminar, fuimos corriendo al ala lateral para tener mejor vista del botafumeiro (hace años lo llamé “butifarra”). 

               Después de misa, salí con la Compostela en la mano y anuncié que por fin la indulgencia se había cumplido, pero era Aitor quien señaló que no tenía razón, que aún faltaba una prueba: la confesión. 

                “¿Qué dices hombre?”

                “Claro.  Mira.  Lo pone en la credencial en la parte de atrás.”

                “Pero qué me dices?” Repetí.  Era imposible.  Rapidemente extraje el documento y leí con detenimiento todo lo que ponía en la última página.  ¡Hostias!  Era verdad.  Hay que ser imbécil.  Mira si no tenía tiempo para leer los detalles del credencial durante estos días de viaje.  Es decir, además de caminar más de 100 kilómetros, soportar una cola para conseguir mi Compostela, tragarme otra cola para abrazar al Santiago, asistir a la santa misa, también tenía que revelar mi lado más oscuro a un completo extraño.  Si no, nada. 

                Vamos, más propia de la iglesia imposible.  ¿No había hecho un buen trabajo hasta entonces?   Había prometido soltar lo justo de tacos, no beber nada de whiskey bourbon, hablar con mujeres sin intenciones lascivas, ser en general un tío legal y enrollado, y no matar  porrazos a personas insoportables que te hablan sin parar. Y había pedido perdón por dentro muchas veces.  ¿Qué más se puede pedir?  ¿Acaso el Camino nunca llega a estar satisfecho? 

                Pues nada.  Como señal de rebeldía, indignación y dignidad todo junto…me dije que ya estaba bien.  Me negué a ir, sabiendo que según las normas, tenía un plazo de 15 días para cumplir.  Un poco como esos 10 minutos que te dan para salir del parking después de pagar. 

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 29

Como nos supuso casi toda la tarde conseguir la Compostela, apenas teníamos tiempo para otra cosa que cenar.  ¡Pobres de nosotros!  ¡Los sacrificios que uno tiene que asumir!  Aceptamos el reto con profesionalidad y orgullo.  Elegimos un sitio clásico en el casco viejo llamado Sixto (en realidad era el Sixto II, un “pariente”), y cenamos vieiras, pulpo, gambas y enormes cantidades de patatas y carne de buey, que no fue buey, según los expertos comensales que me acompañaban, y varias botellas de vino y postre.   La comida estaba rica y el ambiente tranquilo.  Casi demasiado.  Para dar un poco de vida al asunto, decidimos buscar un sitio para tomar una copichuela.   

             Ahora bien, la zona antigua de Santiago posee muchas virtudes pero una de ellas no es precisamente su vida nocturna frenética.   De tapeo es insuperable…pero en una cuestión de minutos se convierte todo muy tranquilo.  De hecho, desde el punto de vista de unos viejos rockeros marchosos como nosotros acostumbrados a Madrid, diría que ir de copas por ahí era más o menos una porquería.  Puede que esa opinión ofenda por ahí, pero es verdad.  La marcha de repente se lleva a otra parte.  Había algún sitio por allí y por allá, pero, vamos, eran estrechos y minúsculos y tenían tanto humo que solo valían para curar jamones.  Y luego había la gente.  Los 250.000.  Vamos, llega a prenderse el lugar y solo valgo para un cenicero.  Parecían auténticas trampas mortales. 

              En fin, no me apetecía salir en la prensa por ser calcinado, porque ser calcinado no mola, mires cómo lo mires, y además tenía otras aspiraciones en la vida que ser barrido.  ¡Joder! Tenía ya una Compostela en la mano.  ¿Cómo podría acabar la vida ya?  Me quedaba media vida de pecados por delante. 

             Así que pasamos de ellos y fuimos a un bar que antes había sido un pub irlandés donde trabajaba un amigo mío hace ya años.   Sin embargo, ahora es un bar de copas para jóvenes pijos.  No es una calificación mía.  Así nos lo describió unos minutos antes un lugareño.  Pues menudos frikis parecíamos nosotros.  Bueno, ellos también parecían frikis a su manera, lo que pasa es que eran más.  Salvo una mirada ocasional de “¿Qué coño hacéis aquí?” casi nadie nos hizo caso, lo cual no es necesariamente malo.  Simplemente, apetecía estar con más gente de nuestra especie (otros peregrinos para que nos entendamos) abrazándonos y cantando y haciendo algo cursi como cantar “Amigos para siempre” como una anuncio de Mahou.  Es que, de vez en cuando, se me va la olla.                               

            Tomamos una copa y volvimos a la calle.    

            Luego salimos y buscamos algo diferente, pero no lo encontramos.   Aún fuera del Camino te dabas cuenta de que las cosas no siempre coinciden con tus deseos.   En vez de seguir en nuestro empeño, volvimos a la Plaza del Obradoiro y nos sentamos en el centro, más o menos en el mismo lugar de esa mañana.  Había mucha menos gente paseando por allí y la luz de los focos engrandecían la fachada principal de la catedral. Y miramos hacia arriba.  Y miramos hacia arriba otra vez.  Una y otra vez.   Incluso me fumé mi único cigarrillo de todo el viaje para celebrarlo.   Seguro que me iba a dar un dolor de cabeza enorme al día siguiente pero me daba igual.  Sabía a gloria y merecía la pena.    

            Si alguna vez se os presenta la oportunidad de ir a Santiago de Compostela, sea a pie, en coche o en avión, os recomiendo que reservéis un momento de vuestros planes para sentaros en la piedra de la plaza inmensa y contemplar esa belleza que tienes delante de vosotros.  Sobran las palabras.  Es mi hora preferida de verla.  Siempre lo ha sido…

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 28

No habíamos terminado aún.  Ni de coña.  Ni siquiera teníamos tiempo a abrazarnos, saltar alto y gritar fuerte, empaparnos de champán, ni besar a la peregrina sexy más a mano.  Tendríamos tiempo para eso más adelante.  Había que seguir con nuestro deber.  No se te concedía una indulgencia plenaria solo por entrar en la ciudad con pinta de indigente.  Se tenía que ganárselo.  ¡Ay de nosotros!  La Iglesia podía ser tan implacable cuando quería.  Quedaban un par de pruebas más, entre las cuales estaba la más dura de todas: Conseguir la Compostela.  Si querías un indulto total y tu nombre en Latín en un papel, no te quedaba otra que hacer cola y aguantar.  Y esperar.  Y esperar más.  Por lo que me habían contado la  experiencia era suficientemente desoladora para dejar aturdido a Kafka.

              Tras realizar una misión de reconocimiento, nos enteramos de que la espera en la cola podía llegar hasta tres horas, por lo cual nos parecía lógico quitarlo de en medio cuanto antes.  Pero primero, hacía falta un poco de organización.  Llevamos nuestras cosas al Hotel Barbantes, en la Plaza de la Fonseca.  Era el tipo de alojamiento que enamoraría a cualquier norteamericano en búsqueda de la esencia de la ciudad medieval europea.  Estábamos en la quinta planta sin ascensor, lo cual fue nada bien recibido por parte de nuestros muslos.  Era el tipo de esfuerzo físico añadido que no sentaba bien al cuerpo, pero así eran las cosas.  ¿Qué le íbamos a hacer?                

              Después de ponernos las botas como hicimos la noche anterior y con otra cena abundante esa noche en el horizonte, optamos por un almuerzo ligero para mantener la figura.   Compramos un poco de queso, empanada y vino en unas tiendas y subimos todo a las habitaciones.   La comida no hizo más que darme mucho sueño así que me tumbé en la cama para consultar con la almohada mis planes para la tarde.  A poco tiempo decidí que no era necesario hacer nada el resto del día, por no decir el resto de mi vida.  Estaba muy bien donde estaba, gracias.

                Y así de feliz habría seguido todo el día de no ser por Javier, que ya contaba con unas ochos Compostelas en su haber.  Él se encargó de que no se me pasara la oportunidad.  Después de concederme 25 minutos de sueño de ensueño, se puso a movilizarme.  Le hice un par de corte de mangas con los ojos cerrados para expresar mi desacuerdo con sus esfuerzos, pero finalmente me levanté.  Le gruñí un par de palabras pocas cariñosas e incluso sugerí que practicara un acto sexual físicamente inimaginable sobre sí mismo, y luego le recordé que me iba a ir no porque él me estaba obligando, sino porque… “Me apetece.”  ¡Toma ya!  ¡Qué duro soy!    

                Ahora bien, si quieres saber mi opinión, creo que quien fuera que organizara el Año Xacobeo tenía más que suficiente tiempo para prever los posibles obstáculos que se esperaban para este año y para saber agilizar (y a eso voy) algunos aspectos del peregrinaje, como puede ser la recogida de la Compostela.  Una cifra orientativa de 250.000 personas ya les podía decir que una auténtica invasión se les venía encima.  O bien hacían algo o bien se iban a encontrar con un problema serio.  ¿Por qué no se hizo nada para resolver las necesidades de semejantes números me supera?  El lugar para recoger la Compostela estaba exactamente en el mismo sitio que el año anterior cuando acompañé a Aitor.  Lo que pasa es que esa vez era abril de un año normal y, aún así, a las ocho de la mañana había una espera notable.  Esta vez, como es lógico, el tema iba a ser mucho peor.   Sin embargo, no se hizo casi nada substancial para evitar este colapso previsible.  Vamos, prácticamente nada.  No puede ser.  Nosotros peregrinos habíamos hecho ya un esfuerzo mayor para llegar a ese punto, ¿es mucho pedir que se intente facilitarnos esa labor?  Por lo visto, sí.     

             Llegamos a las 17.30 y no terminamos hasta pasado las ocho.    Y lo increíble era que no éramos tantos si lo piensas.  Quizá 150 personas.  No creo que hiciera falta muchas horas de brainstorming para encontrar una vía más eficaz.   

             Como la misma muerte en la vida, hay cosas que llegan tarde o temprano y por fin alcanzamos la puerta principal.  Una vez dentro, la demora persiste.  Aún tienes que subir las escaleras poco a poco y leer el romance del peregrino en la pared 75 veces porque no tienes otra cosa que hacer.  La entrada a la oficina, como era de esperar, era la más estrecha de todas y pasamos embutidos y un tanto molestos. 

              Dentro media docena de trabajadores te reciben con eficacia.  No os creáis que te den una abrazo y te digan “enhorabuena”.  Primero tienen que averiguar si eres de fiar.  Te hacen todo tipo de preguntas para saber si realmente has hecho el Camino y una vez convencidos proceden a la gestión del documento.  La que me atendió a mí fue simpática.   Y le gusto que le hablara en gallego.  Unos minutos después me entregó en mano una hoja escrita en latín.  El problema era que con el latín entiendo casi todas las palabras, pero cuando las junto carecen de sentido.  De todas formas, esto es lo que ponía:

CAPITULUM hujus Almae Beati Apostolicae et Metropolitanae Ecclesiae Compostellanae sigilii Altaris Beati Jacobi Apostoli custus, ut amnibus Fidelibus et Peregrinis ex toto terrarum Orbe, devotionis affectu vel voti causa, ad limina Apostoli Nostri Hispaniarum Patroni ac Tutelaris SANCTI JACOBI convirnirntibus, autheticas visitationis litteras expidiat, omnibus et singulis praesentes inspecturis, notum facit: Donum Brennum (Ese soy yo en latín) Richardum Murdock hoc sacratissimum Templum pietatis causa devote visitasse.  In quorum fidem praesentes litteras, sigillo ejusdem Sanctae Ecclesiae munitas, ei confero.    Datum Compostellae die 13 mensis Augusti anno Dni 2010.  Annus Sanctus

       ¡A que mola!

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 27

Los hermanos de Huelva habían hablado de una subida considerable en los dos últimos kilómetros al entrar en Santiago, pero en realidad, esa colina, o colinas más bien, empezaban antes; mucho antes.  La segunda mitad de la etapa se endureció nada más salir de la cafetería.   Había una subida larga que se hacía progresivamente más empinada a medida que ascendíamos.  Luego se giró hacia la derecha y a partir de allí el terreno ondulaba como una montaña rusa sin fin ni piedad.  Y lo peor era que Santiago e Compostela no aparecía por ninguna parte.  No llega a ser por los mojones, yo habría llegado a la conclusión de que se trataba todo aquello de una broma fea y que realmente no existía tal ciudad.  A pesar de la emoción de “saber” que nos acercábamos a nuestra meta, el Camino se convirtió un poco pesado.  Lo achacaba al cúmulo de distancia y a los nervios por terminar.  Menos mal que hacía buen tiempo. 

Hablando de emociones, he de reconocer que en esos momentos notaba que pasaba por mi cuerpo y mente una mezcla de sentimientos, una contradicción de deseos, una paradoja de pasiones.  Por un lado me hacía ilusión por fin alcanzar la puerta santa y sin tener que donar mis órganos, pero por el otro lado, de alguna manera, no quería que el Camino se terminara nunca.  No es que no quisiera ver a mi familia, por supuesto que sí.  Es que me gustó tanto la experiencia que quería convertirlo en una forma de vida.  Quería ser un peregrino profesional. ¿Acaso se puede superarlo?   Vamos.  Te levantas pronto, tomas fruta, das un paseo de puta madre, mantienes una amplia gama de charlas desdo lo profundo hasta lo trinchante, conoces a gente nueva de todas partes del mundo, y lugares de encanto constantemente.  Disfrutas de buena comida y buena bebida.  Pasas momentos de tranquilidad y de dureza.  Te reta y te relaja.  Y al final de cada día te sientes como si hubieras conseguido algo.  Conseguido algo de verdad.  ¿Acaso la mismísima vida no debería ser así? 

             ¿No me podrían pagar por hacer esto? Tendría que investigar la posibilidad de hacerlo realidad.   A lo mejor se sacaba una plaza como funcionario, peregrino oficial o algo por el estilo.  Lo mismo me podrían subvencionar con fondos públicos (o privados…total no me gusta discriminar).  Hasta estaría dispuesto a aceptar un recorte en mi sueldo durante estos tiempos de crisis económica.  De verdad.

              Tras agonizar por otro alto, entramos en el pueblo de Milladoiro a seis kilómetros de Santiago, o por lo menos eso es lo que decía el mojón, porque no podía ver nada de nada.  Milladoiro afirma ser el municipio con la población más joven de toda Galicia con un 70% entre los 0-39 años.  Jode pensar que ya no entro en esa categoría de “joven”. 

               Si el nombre os suena es porque es el mismo que el mítico grupo de música tradicional.     Mis investigaciones no han producido una relación directa entre la banda y el pueblo, posiblemente porque no hay una, pero estoy convencido de que algo tiene que ver.  

                  El pueblo en sí tenía poco que ofrecer por lo que he visto, lo cual me decepcionó.  Supongo que por culpa del grupo de música me había hecho otra idea en la cabeza, pero resultó ser una especie de ciudad dormitorio, lo cual explica la baja media de edad.        

                No obstante, si andas un poco más lejos y sales del centro, penetras una zona arbolada que te conduce a un claro desde donde puedes gozar de una vista incomparable de Santiago de Compostela, con las torres oscuras de su catedral saliendo como punto de referencia.  ¡Vaya momento!  Eso sí es lo que yo llamo llegar a tu destino.  Cada ruta debería ofrecer semejante vista, pero por desgracia, no es así…ni siquiera en el camino francés.  En este sentido, el camino portugués destaca. 

                No sé porque esto me tenía que sorprender.  El topónimo ya lo decía todo.  Es que Milladoiro significa “lugar para los humildes” pues era aquí donde los peregrinos de hace mil años, al avistar a la santa ciudad, se arrodillaban para dar gracias a Dios y honrar al Apóstol.  En nuestro caso, decidimos no realizar el acto milenario no fuera ser que no pudiéramos levantarnos posteriormente, pero sí sacamos un montón de fotos para inmortalizarlo.  La mera emoción de ver nuestro destino a tan corta distancia provocó un chute de adrenalina por nuestros cuerpos que casi podíamos ir corriendo como unos machotes hasta la catedral.  Casi.         

              Es que El Camino aún no había acabado con nosotros.   

             A falta de unos tres kilómetros paramos en un cruce y se nos presentaba una elección al estilo del poeta Robert Frost.  Se podía ir o bien a la izquierda o bien a la derecha.  Y cada una marcaría la diferencia.   Cada dirección tenía una flota entera de flechas invitándonos a seguir sus indicaciones, como si se tratara de dos tiendas intentando pescar a clientes.  Por la derecha había una piedra nueva y pulida proponiendo que cogiéramos su camino.  Ponía “Ruta Portuguesa Via Conxo”.  Era la única vez en que dudamos por donde ir.  La mejor piedra señaló hacia la derecha, pero me corazón decía que era mejor ir por la izquierda.  Así que elegí ir por la derecha, demostrando una vez más la poca fe que tenía en mí mismo.  Pues eso, resultó que .       

           No fue que la variación fuera peor, simplemente no era la entrada tradicional.  Además creo que aumentó la etapa un par de kilómetros.

            La razón de verdad por la se creó esta alternativa fue la de desviar al peregrino de la carreteras principales que habían acaparado el escenario.  El incremento en “infrastructuras”, como lo describió, hizo que el camino fuera bastante más feo por esas partes y por eso decidieron recuperar una vieja variación del camino portugués a través del barrio de Conxo, donde hay un hospital.  De verdad aprecio el intento de mejorar la estética pero para ser sincero, a esas alturas lo que uno quiere hacer es poner sus pies en la maldita Plaza de Obradoiro sea como sea, soltar la puñatera mochila y decir, “Ya está bien por hoy.”

               Habríamos llegado un poco antes de no ser por mi chulería a la hora de orientar al grupo.  Dije que controlaba la situación porque me había casado allí y que por supuesto sabía por donde iba.  Al afirmar eso, giré en el sentido contrario y no me di cuenta hasta que sumamos otro kilómetro a nuestro haber.  Por fin me ubiqué y en nada estábamos pasando por la alameda y penetrando el casco viejo.  Literalmente te zabulles en la zona antigua.  De repente te encuentras rodeado de piedra y personas.  Decir que el centro estaba lleno de gente ni siquiera se aproxima a la cantidad real de humanos atascando las calles estrechas.  Pero me lo esperaba.  Santiago de Compostela.  14 de agosto.  Año Xacobeo.  Vamos.  Una invitación a ser pisoteado hasta la muerte. 

               La mezcla era bien definida.  Había turistas y peregrinos.  Y algún gallego por ahí también.  Hay que reconocer que notas un subidón de autoestima cuando recorres esas rúas.  Te sientes un macho total.  Como si fueras un explorador de vuelta de una aventura.  Destacabas y la gente te admiraba.  En alguna parte algún niño estaba mirándome.  Y me imaginaba viendo como ese chaval decía a su padre, “Papá, cuando sea mayor quiero ser como él.  Quiero ser un peregrino.”

              Y yo me acercaría y rascaría el pelo del muchacho y le diría “Esto va por ti, chaval.”  Y a continuación le regalaría algún recuerdo de mí como un calcetín sucio, un tubo de pasta de dientes o algo de crema anti-ampollas.

          Entonces el chico me miraría con ojos algo tristes y me miría, “¿Me peudes dar tu pañuelo azul?”

         “Sí hombre.  Ni lo sueñes.  Di a tu papi que te compre uno.  Esto es intocable.”   ¡So desagradecido!

           Dábamos pasos pesados mientras subíamos la penúltima cuesta por una avenida flanqueada por abedules.  Era la entrada de Conxo, que realmente era la entrada de Santiago.  Una vez dentro de la ciudad hay que fiarse un poco de los instintos de uno mismo porque, por alguna razón, el ayuntamiento ha sido un poco frugal a la hora de apartar una cantidad del presupuesto anual para indicar cómo se llega como Dios manda.  Lo único que me consolaba era que gracias a Dios no estábamos en Las Vegas por que a saber lo que harían con el Camino.  Pero aún así, una flechita aquí y allá hubiera ayudado.      

            Pasamos la Plaza de la Fonseca y pocos metros después entramos en la inmensa y luminosa Plaza de Obradoiro.  Dimos pasos lentos hasta el centro de la plaza, donde se indica de alguna manera el Kilómetro 0.  Luego nos sentamos.  Luego nos sentamos y levantamos la vista hacia la catedral.  Bien sabe Dios que la he mirado unas cuantas veces en la vida.  Bien sabe Dios.  Pero nunca me canso de verla.  Es tan majestuosa, tan magnífica, tan sofisticada y a la vez tan humilde y sencilla.  Parece mentira que un edificio puede poseer cualidades de modestia y prepotencia al mismo tiempo.  Pero estaban todas esos aspectos allí.  Y los ves si te detienes lo suficiente para encontrarlos. 

            De modo que nos quedamos allí un rato entre los 250.000 zumbándose alrededor de nosotros.  Había soledad entre esa multitud.  Me dio tiempo a reflexionar sobre mi familia, sobre mis amigos e incluso un poco sobre mi vida.  Pensé especialmente en mi madre que se estaba recuperando.  Y también en el resto de mi familia y amigos en Connecticut.  Pensé en Aitor, Andrés y Javier.  Tenía una larga lista de pensamientos para el momento y también agradecimientos, pero para ser sincero, el que me asaltó la mente con más fuerza era el siguiente:  Gracias a Dios Disney no es dueño de este lugar. 

O Camiño: Diario de un peregrino sin rumbo 26

Si estudias un librito llamado la Ruta San Miguel, una guía informativa patrocinada por la famosa empresa cervecera y diseñada, además de proporcionar datos sobre el Camino, para indicar exactamente en qué lugares se puede saborear una de sus famosas birras mientras viajas, tienes a tu disposición el número de pasos que das durante cada jornada.  Evidentemente la cifra es orientativa y, por tanto, bajo sospecha pero aun así ayuda a darte a perspectiva diferente  sobre lo que supone realizar el peregrinaje.  Por ejemplo, una etapa de unos 20 kilómetros, una caminata light en términos del Camino, desde el punto de vista de un pie, se convierte en algo que desanimaría a que te levantaras por la mañana.  Pueden llegar a ser unos 25.000 pasos.  Multiplícalo por los cinco días que llevábamos y viene siendo algo así como 125.000 pasos, a falta de una jornada.  La más larga de la semana, por cierto.  Gracias a la crema anti-ampollas de Aitor, nos habíamos salvado de un infierno garantizado.   Este número ayuda a explicar la gran cantidad y variedad de dolencias que nos afligen.

            Desde el principio, Andrés dejó claro que, aunque le hacía mucha ilusión llegar a las escaleras de la catedral ese día, no iba a ser una tarea fácil para él.  Yo le entendía.  Empezaba a no ser fácil para nadie.  Las articulaciones reciben una paliza tremenda.  Vamos, intenta tú abrir y cerrar una puerta de un coche 150,000 veces en una semana y a ver en qué estado se encuentran tu codo, muñeca y hombro.  Me entiendes mejor, ¿verdad?  En el caso de Andrés, la molestia principal del día era un dolor muscular profundo y grave en la espalda.     Lo describió como algo parecido a tener que tirar de un carro de madera pesado con un arnés con pinchos atado a sus costillas.  El pobre hombre.  ¿Qué más le podía pasar?  Parecía un acoso celestial.  Había sufrido mucho esa semana; había demostrado tener un aguante poco común para superar sus limitaciones.  ¿Por qué demonios tenía que tragar más malos ratos?  La razón era sencilla.  No había razón.  Así pasan las cosas en el Camino.

            No obstante, caminaba con mucho coraje frente la adversidad pero tras recorrer un buen trecho del sendero anunció que no podía más y que nos advirtió de que, si no se hacía nada para aliviar la situación, probablemente tendría que cometer homicidio.  Y, añadió, actuaría indiscriminadamente.    

            No era que no pudiera llegar a Santiago, sino que no podía llegar a Santiago sin drogas.  Así que, subí su camisa hasta exponer casi toda su espalda y apliqué generosamente un espray tipo reflex en la zona afectada (como siempre indican en las instrucciones de estos productos).  Vamos, le eché tanto que se podía haber clavado un hacha en el dorso y no le hubiera parecido más que una picadura de mosquito.  Con eso, podía seguir. 

            Más o menos al mismo tiempo pasó alegremente un grupo de caminantes.  Iban a un ritmo tan ligero que casi hacían footing.  Por su aspecto que parecía decir “cuanto-disfruto-del-camino”, sus minúsculas mochilas del tamaño de unas bragas, y sus cuerpos descansados sabía que iban con la ayuda de un coche de apoyo o que solo hacían la última etapa.  Ahora bien, quiero dejar bien claro que no tengo nada en contra de los coches de apoyo (por lo menos los chicos estaban haciendo el Camino, que es más que lo que hace la mayoría de la gente), pero no por eso tenía que tragar al imbécil líder del grupo hablando bien alto con una voz de esas que te instigan a pensar en actos violentos decir: “¡Buenos días!  ¿De dónde sois?” 

            La pregunta era inocente y totalmente aceptable.  Era el tono casi burlón y las risas de los chicos lo que me irritó.  Me sentía como un animal en el zoo. Un búfalo africano con ojos tristes.                     

              Mi reacción visceral era contestarle: “¿Que de dónde soy?  Soy de un pueblo en América que se llama No-Es-Un-Puto-Asunto-Tuyo-Mamón-de Arriba, ¿Te suena?”  Pero me abstuve y les dejé marchar ilesos… 

               …Tuvimos que parar un par de veces más para “pinchar” a Andrés de nuevo pero por fin paramos casi a mitad de camino para desayunar en una cafetería muy bien situada en la carretera principal.  Entre otras personas estaban de nuevo las Beatas que nos invitaron a decir un rosario con ellas.  Yo ya sé que teníamos cara de pecadores, pero eso era llevar las cosas demasiado lejos.  Tan píos no éramos.      

            También querían devolvernos el favor por haberlas invitado a un poco de pulpo en la comida del día anterior y propusieron invitarnos a cenar en Santiago.  “¿De verdad?” dije.  “¿Sabéis lo que estais diciendo?  Echad un buen vistazo a nosotros.  Juntos pesamos más que un monovolumen.” 

             Mi lado más malvado, el pecador más pecador dentro de mí, quería decir aceptar su invitación solo para ver sus caras cuando el camarero les entregara una cuenta de 300€, y luego añadir, “Por favor.  Dejad que pongamos la propina.”  Pero supongo que me estaba volviendo blando con la edad así que les dimos las gracias y les dijimos que teníamos planes de cenar solo los cuatro…lo cual era lo que nos apetecía de verdad.

              El desayuno entraba de maravilla.  El tiempo esa mañana era perfecto.    Nos quedaba ya solo media jornada.   Ya no había nada que nos impidiera acabar con vida.            

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 25

Las beatas se vinieron con nosotros a comer y a conocer los famosos pimientos de Padrón, que por lo general, estaban muy dóciles.  A ellas les gustaron pero sin más entusiasmo, cosa que entiendo perfectamente, porque vamos, no dejan de ser unas verduras asadas.  Después hicimos una tarde de turismo por la iglesia de Santa María en Iria Flavia y guardamos unos minutos de silencioso al lado de la tumba de Cela, y paseamos un poco por el centro del pueblo.  Padrón no es muy grande pero es bonito y merece la pena visitar.  

          Sobre  las ocho, fuimos a misa.  Yo, en particular, con la noticia de mi madre, tenía buenos motivos para dar gracias a Dios por todo.  Había dos, pero a horas distintas.  Yo prefería una hora más temprana, así que repartimos las iglesias.  Aitor y yo elegimos la misa que empezaba antes, en el Convento del Virgen del Carmen allí arriba al otro lado del río.  La iglesia era muy grande.  La congregación no.  Quizá  fuéramos 10 en total.  Una representación algo triste y frío  para un lugar tan espacioso.  Más inhóspito aún fue cuando salimos fuera y sentimos el viento cortante travesar nuestra ropa…y luego piel.  “¡Vaya tiempo más duro para el medio de agosto!”  comenté con los ojos cerrados.  “Imagínate como sería esto en enero.”

          Bajamos y fuimos a tomar una cerveza mientras esperábamos a Andrés y Javier, que estaba en la otra misa en la iglesia del peregrino.  Allí está la piedra grande de donde se supone que viene el nombre del pueblo Padrón (pedrón).  De ahí, fuimos a cenar en una pulpería donde hicimos otro tipo de homenaje.   Tres platos de pulpo delicioso.  Lo engullamos temerosos de que no volveríamos a comer semejante manjar. 

          Pero un hombre no se puede vivir solo de cefalópodos así que, aparte de Paul y su familia, atacamos dos tortillas de patatas, una ensalada (al terminar el peregrinaje iríamos a la playa y teníamos que pensar en la cintura), croquetas, dos de pimientos, 2 kilos de chupetón, medio campo de patatas y seis botellas de vino.  Dos de blanco servido en esas jarras de cerámica y dos de mencía sin etiqueta. Y creo que algo de agua también.  Para rematar, un poco de postre, y chupito de licor de café y un paseíto lleno de risas y algo desequilibrante hasta el hostal.  Después de semejante festón, era un milagro que consiguiéramos entrar, por no hablar de salir al día siguiente.  Gracias al cursillo de esa mañana, sabíamos cómo responder…

           …Para nuestro último día en el Camino, el día que llegaríamos por fin a Santiago de Compostela, tenía que haber saltado de la cama ágilmente como un niño de diez años en la mañana de Navidad.  En vez de eso, sentí como si los 250.000 peregrinos del Xacobeo hubieron hecho una genuflexión sobre mi cabeza.  Nos habíamos pasado la noche anterior, tanto pulpo no puede ser tan bueno para ti, y andaba un poco lento con más o menos todo.  Javier estaba de pie con bastante más energía que yo.  ¿Cómo lo hacía?  Estaba hacienda la maleta con una eficacia impresionante.  Empaquetaba, doblaba, metía, colocaba.  Parecía un servicio de mensajería.   Luego se preparaba fisicamente con buenos estiramientos como si fuera un partido.  Era un poco como viajar con Spiderman.  I me arrastraba por aquí y por allá y decía cosas sin mucho sentido.   Luego me organicé las cosas y hice la maleta con la delicadeza de una grúa.  Después de días de maltrato el interior empezaba a parecerse a un cubo de basura. “¡Ya está!” dije mientras daba un  toquecito en la parte superior de la mochila.  

           “¿Estás listo?” Me preguntó Javier.   

            “Tranquilo.  No tenemos prisa.” 

            Básicamente, esto era verdad.  Habíamos hablado de llegar a Santiago para la misa del peregrino a las 12.30 en la catedral, pero había solo un obstáculo serio:  Era imposible.  Ni de coña.  Aun andando a un paso rápido de 5 kph significaría casi cinco horas reales de camino, sin parar, sin parar mucho tiempo.  No iba a pasar y lo sabíamos.  Aún así, queríamos intentarlo si solo para decir que lo habíamos intentado  como consecuencia fijamos un objetivo inalcanzable, como un concierto de reunión de los Beatles o el fin de los cafés falsos.  El Camino es raro en ese sentido. 

          Además de eso, nuestros cuerpos estaban notablemente más cansados.  Por un lado me sentía más fuerte, pero por el otro, después de 90 kilómetros, algunas piezas del motor empezaban a fallar.  Así que, eso, junto con la juerga de la noche anterior, se tradujo en un doble dosis de ibuprofeno para ese día.  Subí la cantidad a 1.200mgs, sumergí la cara en agua fresca, me puse la mochila, salí por la puerta, tuve que volver porque había dejado mi palo en el rincón de la habitación, y di pasos pesados por la escalera hacia fuera para empezar el día.   

           Os sacaré del suspense y os dire que logramos abrir la puerta sin niguna dificultad.  El dueño habría estado orgulloso de nosotros.  Esperamos unos minutos tomando fruta mientras esperamos que bajaran Andrés y Aitor y disfrutamos del aire fresquito.  El más frío de toda la semana.  Un día perfecto para caminar…

            …El último día se parecía por fin a una etapa más bien propia del Camino: unos 25kms.   No es que fuera como los 35 que hice con Aitor el día anterior y me dejara andando como Frankenstein, pero un reto sí iba a ser.  Así me gusta.

O Camiño: Diario de un peregino sin rumbo 24

Pues Andrés y yo logramos entrar en el bar y rescatar a Javier y Aitor de un destino nada apetecible de trabajo forzado en la cocina al lado de un horno caliente y un cubo de 30 kilos de patatas.   Entramos por la fuerza.  Controlamos el local.  Nos acercamos a la barra para solventar la deuda pendiente.  Fueron 3.45€.  Pesqué de mi bolsillo 3.50€ y las dejé en el contador diciendo al camarero que se quedara con la vuelta por las molestias…gracias a Dios España sigue siendo uno de los únicos país occidentales donde una propina de 5 céntimos te puede ganar un “¡gracias!” pero es así… 

        …La etapa era mucha más corta que me esperaba y eso era una buena noticia para Andrés ya que le venía bien una jornada más suave para recuperar.  La guía de Información Infalible de Aitor había acertado totalmente.   Decía 18 kilómetros y efectivamente lo eran.  Además, había mucho aire fresco y una buena brisa, haciendo que el día fuera más leve.  Pronto estábamos cruzando un río en entrando en Padrón.

         Padrón es una parada esencial en el Camino porque es el lugar donde se supone que los restos de Santiago llegaron.  Como siempre, hay numerosas versiones, pero la que más me llama la atentción cuenta que, después de haber predicado en España (algo que muy posiblemente no hizo), volvió a Judea donde le decapitaron.  Se puede decir que alguien en el barrio no estaba contento de volverle a ver y que su decisión de regresar a casa fue contraproducente para su carrera profesional.  En fin, un par de discípulos suyos colocaron a él y su cabeza en un barco sin timón (algunos dicen que estaba hecho de piedra) y luego dejaron que surcara por el Mediterráneo, pasar el estrecho de Gibraltar (en esa época todavía española), por la costa de Portugal hasta un pequeño asentimiento en Galicia llamado Iria Flavia (hoy más o menos Padrón).     

            Me pregunto.  ¿Dondé está la frontera entre los hechos y la ficción?  Un barco de piedra me parece un abuso poético más que una licencia (aunque eso sí, se trata de Galicia por tanto lo de la piedra puede ser por eso), pero si lo piensas fríamente,  ¿hay algo plausible de esa historia más allá que existía un hombre que murió cuando le cortaron la cabeza?  Como ya os comenté, muchos dicen que Santiago ni siquiera pisó suelo español.  ¿Por qué le iban a enterrar allí?   

           Pues eso, amigos míos, es un asunto algo delicado, porque a raíz de esas dudas viene la siguiente pregunta: Si no es Santiago allí en el ataúd, ¿Quién es?   Nadie ha realizado ninguna una prueba científica y y apuesto a que no se hará jamás.  Ya está claro que lo de Santiago se basa en unos documentos escritos siglos después y los detalles de las crónicas hacen que Superman parezca un hombre normal y corriente.   Soy un estudiante de la historia y reconozco que investigar el tema es fascinante (os contaré más en la versión completa), pero para haceros una idea, hay quien dice que la persona inhumada en Santiago no es más que Prisciliano, el primer hereje de la iglesia católica.  No bromeo. 

         Pero no hay que estropearlo para los millones que sí han hecho el Camino a lo largo de los siglos.  Haz que la fe mueva todo.  Y lo hace más que os podéis imaginar. 

         Actualmente, el pueblo tiene más fama por sus pimientos que por otra cosa, “algúns pican, outros non”.  La tía Lola de Porta dice poder distinguir los dos solo con mirarlos, y me ha contado cómo…y es…ah…lo siento…es un secreto de la familia.  ¡Qué malo soy!

          De todas formas, Aitor y yo teníamos otro tipo de comida en mente.  Íbamos un poco por delante de los demás cuando entramos en la villa.  Buscábamos queso, pan y vino, la Santa Trinidad de la cocina europea, para almorzar y sabíamos justo donde encontrarlos.  Allí a nuestra izquierda había el mercado, la plaza de abastos como los llaman en Galicia, y en ese lugar pillamos una rueda entera de queso de Arzúa, un pan de forma y tamaño de un neumático, y en la tienda de al lado, una botella de mencía sin etiqueta.  Para ella tuve que comprar un sacacorchos en el todo-a-100 y voilá, un picnic en el parque que bordea el río y donde había una estatua de Rosalía del Castro, donde murió esta leyenda de la literatura gallega y universal.  Nos sentamos en un banco de piedra, naturalmente.  Todo en Galicia está hecho de piedra.  Las casas, las Iglesias, los edificios, las calles, los puentes, las mesas, las sillas, los niños, las vacas.   Es lo que le da carácter a esta tierra preciosa.  Voy a empezar a pedir cosas en piedra cuando esté allí a partir de ahora.  “Camarera, ¿Me trae un tenedor de piedra por favor?”

           Andrés y Javier llegaron poco después y nos regalamos una comida impromptu mientras observábamos como llegaban otros peregrinos, cada uno en un estado diferente.  Todos iban hacia el albergue y nosotros estábamos debatiendo sobre si deberíamos pasar una noche allí, vamos, a lo peregrino-machote, como brindis por el Camino.  Yo sabía que no sería lo mismo sin fräulein, pero el Camino me había enseñado que muchas cosas no nos salen como nos gustaría.  Después de numerosos pedazos de queso cremoso y pan y unos tragos de vino, era evidente que no nos íbamos a ningún lado…o por lo menos no íbamos a ponernos en una cola.  Era mucho más interesante disfrutar de la vida.

           “Vamos a hacer el siguiente…” sugirió Aitor mientras quitaba unas migas de pan de la boca.  “Esperamos aquí hasta la una menos diez y nos acercamos a ver qué hay.  Si hay espacio, genial, si no, que les den.”  Su propuesta fue recibida con un gran aplauso del Gastronomic Four.

             Justo a esa hora, Javier y yo hicimos un poco de trabajo de reconocimiento y descubrimos que el albergue estaba a tope y para los que llegaban más tarde o eran unos gotones como nosotros, habría sitio en el suelo del polideportivo municipal.  ¡Sí hombre!  Y un pimiento de Padrón.  Yo, dormir en un suelo de una cancha de baloncesto con miles de otros como si fuera la escena del hospital de Guerra en Lo Que El Viento Se Llevó?  ¿Y por cinco euros?  Yeah, right. 

             Así que tomamos la decision de buscar un hostal lo cual nos supuso un total de diez minutos.  Evidentemente la buena gente de este pueblo sabe que hay gente que piensa como nosotros y ha invertidos sus ahorros en crear negocios que adhieren a nuestras necesidades. 

             El dueño del nuestro nos cobró 20€ por cabeza.  Era un hombre atento que explicaba todo con sumo detalle.  Hasta cierto punto esto se agradecía pero la verdad es que había momentos en que excedía los límites de lo normal.  Por ejemplo, cuando llegó a la parte de nuestra salida al día siguiente, él nos dijo que dada la hora, que no estaría levantado para entregarnos un bollo y una mano de “buena suerte”, algo que comprendíamos perfectamente.  Así que nos explicó: Lo que hay que hacer es dejar la llave en la mesa esta.  Así.”  Y a continuación cogió una llave que sirvió de modelo y la colocó con cuidado sobre dicha mesa para ayudarnos a visualizar nuestro encomendado.  Asintimos la cabeza.  Justo después dijo: “Y ahora os explico cómo se puede salir del edificio.” Rodeó la mesa de recepción y se acercó a la puerta y dijo: “Usas esta puerta, coges el pomo, lo giras y tiras de el.”  Y por supuesto, lo siguió.  “Así.”  Y llevó a cabo el proceso para reforzar la nueva información que estábamos procesando.

           Muy bien.  No sé que pensáis vosotros, pero a mí me gusta pensar que con una sola mirada alguien pueda detectar que poseo las facultades suficientes para saber utilizar las funciones básicas de una puerta, pero por lo visto no le estábamos dando esa impresión.  Miré a mis co-peregrinos para averiguar quién de nosotros tenía cara de necesitar un cursillo para refrescar la memoria sobre cómo el tema pero no llegué a ninguna conclusión.  Así que deduje que o bien era un profesor convertido en un hostelero frustrado que pensaba que tenía como huéspedes miembros de Club de Fans De Forrest Gump, o que simplemente era un tonto de culo. 

         De todos modos, estuve a punto de vacilarle y preguntar: “¿Le importa repetir esa última parte otra vez?”  Pero corría el riesgo de que no pillara la ironía y que empezara de nuevo…desde el principio.   Así que, le dimos las gracias y subimos a nuestras habitaciones.

         Mientras nos preparábamos para comer, bajé a la calle rápidamente para llamar a mis padres desde una cabina y ver cómo iban las cosas allí.  Mi madre contestó y enseguida contó que habían recibido los resultados del análisis de sangre y que estaban muy bien.  Dijo que por primera vez en cinco meses estaba su enfermedad bajo control  y que se estaba recuperando.  

           Hmm.  Me quedé pensando.  ¿De quien eran esos huesos debajo del altar en la catedral de Santiago? 

 

O Camiño: Diario de Peregrino sin Rumbo 23

Todo el mundo tiene un deseo particular en el Camino; el de Aitor era pulular por el campo en plena oscuridad.  “Será genial,” nos dijo con entusiasmo ante nuestras caras indrédulas.  “Una experiencia novedosa y diferente.”  Despertaría nuestros sentidos, añadió.    

                Por alguna razón inimaginable yo dije que me parecía una buena idea, pero tengo fama de hablar antes de pensar.  Desde luego no me lo parecía a las 5.30 de la madrugada la mañana siguiente cuando el alarma de Javier sonó como si fuera una bomba a punto de explotar.   Era el comienzo de la quinta jornada (o el final de la cuarta noche según), y yo empezaba a acusar los efectos de la acumulación de kilómetros y madrugones.  Durante unos segundos flaqueé y deseaba estar muy lejos de allí, en una hamaca en el caribe.  Pero no podía ser.  Para compensar, tomé mi desayuno diario de 600mgs de ibuprofeno y algo de fruta.  Luego me lavé la cara y recogí mis cosas.  Había llegado a ser muy eficaz a la hora de hacer la maleta: Tiraba todas mis pertinencias en la mochila sin la más mínima organización.  Menos tiempo y menos preocupación.

               Salimos.  Ahora bien, quiero dejarlo claro que intento mantener la mente abierta pero la verdad es que hacer caminatas por la noche no me va.  No estuvo mal, pero no me llenaba.    No puedes disfrutar de los paisajes como cuando es de día, y si eres un zoquete miópe de unos cuarenta años como yo, en más de una ocasión te encuentras a gatas como Mr. Magoo buscando una flecha del Camino.  Y eso, señores, no me mola.                  

               Aitor y Javier tenían ganas de andar más de prisa y y pisaron el accelerador.   Pronto ya no les veía.     Andrés y yo decidimos ir a otro ritmo hasta que hubiera más luz, que, gracias a Dios, siempre llega.   Cuando llevábamos unos cinco o seis kilómetros subimos una pequeña cuesta hasta un pueblo.   Nada más entrar en el pueblo vimos una cartel que ponía:

                “Bar Peregrino todo recto.  Se abre para desayunos a las 07.00 todos los días.  Todos bienvenidos.  Os queremos.” 

                Ahora bien.  Ahí teníamos a una persona con una buena cabeza en sus hombros.   Eso es lo que yo llamo la publicidad y un buen sentido empresarial.   Los dueños eran un matrimonio que se encargaba de que tuviéramos una alimentación adecuada.  Lo mismo en estos momentos están en las Islas Canarias disfrutando de los frutos de sus efuerzos, o lo mismo, conociendo a los gallegos y su afán por trabajar hasta más no poder, siguen levantándose todos los días a la misma hora para atender a los peregrinos.   Entramos y nos encontramos con unas cuantas caras conocidas.  Los hermanos de Huelva, las alemanas, la pareja de Valencia.  Pedimos café y unos bollos y nos sentamos en una mesa.  André metió un cigarillo en la boca.  Justo entonces me di cuenta de que tenía una llamada perdida de Aitor, así que le llamé.   “¿Qué pasa?”

                “Hola.”

                “¿Dónde andáis?”

                “Estamos en un bar a la altura del kilómetro 33, me parece.”

                “Dios.  ¡Qué prisas!  Estamos desayunando también.”

                “Muy bien.  Os esperamos aquí.”

                “¿De veras?  Lo mismo tardamos un poco.”

                “No tenemos elección.  Es que he dejado el dinero en una de la mochila de Andrés.  No tenemos ni un duro.”

                “¡Qué me dices!  Lo siento.” Aparté el teléfono para reírme un buen rato, y luego seguí.  “Vale.  Salimos ya.”

                  Colgué y dije a Andrés,  “¿Otro café?”

                “Por supuesto.”  Eso es la naturaleza del Camino.  Puedes correr y correr pero no quiere decir que vayas a llegar antes.  

                Lo de pedir otro café no es verdad.  Soy un pecador de grandes pecados pero de vez en cuando tengo corazón.  Volvimos al Camino.  Javier había sugerido que fuéramos por la carretera para reducir distancias un poco pero Andrés no quería saber nada de eso.  Si había llegado hasta ese punto sin haber sido enterrado, iba a seguir hasta el final.  

            Entramos en una aldea bonita como tantas.  No me cansaba nunca de ellas.  Cada una parecía lo más bonita que había visto en mi vida.  Dimos la vuelta a la esquina y nos encontramos con un señor mayor que nos saludó, “Buenos Días.”

            “No quiero vieiras, gracias.”  Contesté como un reflejo.

            “¿De dónde sois? ¿De Teruel?”

            “¿Cómo?”   Me han hecho muchas preguntas en la vida, pero eso no entraba en el top 5.    ¿Tenía pinta de ser de Teruel?  ¿Hablaba como si fuera alguien de Teruel?

              Andrés contestó diciendo que éramos de Madrid. 

              “Ah, muy bien.  Solo estaba preguntando.  Es que estuve en la guerra y luché en Teruel.”  Por su aspecto arrugado, desde luego parecía tener edad de alguien que podía haber participado en la Guerra Civil.  Mostramos nuestro interés, porque se nota que queríamos que mostráramos interés.  A partir de allí empezó a enumerar una larga lista de contiendas en las que se había jugado la vida, hasta tal punto que sospechaba sobre la veracidad de todo aquello.   Nunca se sabe con la gente mayor, pero me gustaba escucharle de todas formas.  Mientras nos narraba sus aventuras, pasó una de las alemanas que habíamos visto en el bar.  Andaba con dos palos como si estuviera practicando esquí nórdico.   Era alta y rubia y un poco corpulenta, cualidades físicas que vuelven locos a los españoles de cierta edad.  Pasó. Sonrió. Saludó.  Y seguía andando.   El anciano no le quitó ojo ni por un segundo, y al final dijo sin pestañar, “Boas patas, boas orellas.  Señales de boa besta.”   Desde luego un piropo de otra época.  Quedé convencido de que había luchado en la guerra. 

             Él hombre nos habló un poco más pero le tuvimos que cortar porque me vino a la cabeza una visión  del dueño del bar estaba usando un palo de andar de una manera inapropiada con Aitor y Javier por no poder pagar. Así que nos despedimos y seguinos.   A poco tiempo alcanzamos a la alemana.   Yo sabía que la “besta” viajaba con otra amiga pero casi nunca estaban juntas en el camino de día.  Cada una iría a su ritmo.  Las veces que la había visto en los días anteriores, me pareció algo distante y rara vez nos daba algo más que un desinteresado “hola”, algo nada característico del Camino.  Pero siempre me había intrigado esa mujer.  Era bastante grande, con caderas amplias.  Se notaba que sufría bastante en el Camino, pero me impresionaba su esfuerzo, su tenacidad.  Me puse hablar con ella mientras andábamos.  Había empezado en Oporto, a 230 kilómetros.  El doble de nuestro viaje.  Era simpática y tenía buen sentido de humor.  Al ver que cojeaba algo le pregunté por cómo iba.    Y me dijo que sus dolencias habían llegado a un punto de estabilidad.  Seguían allí, pero no estaban ni mejor ni peor.   “Hemos tenido tiempo para conocernos.”  dijo con una sonrisa. “Y estoy acostumbrados a ellas.   Somos como viejas amigas.”     

                Amén.