O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 22

Si se consiguió resucitar a la vieja fábrica, ¿por qué no se podía hacer lo mismo con el resto de Caldas?  Durante años ese pueblo bonito parecía que en algún momento hace unos 50 años todo su contenido se hubiera congelado en el tiempo, como si quisiera darle la espalda al futuro.   Se veía que había edificios hermosos, pero estaban viejos, abandonados y solo quedaban pequeños vestigios de una época más próspera.  Sin embargo, en la última década, ha habido una campaña para someterle al centro a un lifting serio, pero uno potente, de la clase que haría orgullosa a Cher.   Afortunadamente, Caldas tenía un bien natural a su favor.  Y es que el oro líquido en esas partes no es solo ese vino albariño que fluye por los depósitos de acero inoxidable hasta las copas, sino un elemento mucho más elemental…el agua.  Aguas termales, más bien.  Las propiedades curativas de dichas aguas se conocían desde tiempos romanos, los balnearios llevan desde el Siglo XIX.  Uno de ellos se encuentra casi colgándose sobre el río Umia, que atraviesa el centro urbano.  Recuerdo que no hace mucho el edificio estaba en un estado tan ruinoso que temía que algún día se derrumbaría en el mismo afluente, pero gracias a Dios se ha hecho una reforma importante y está francamente impresionante. 

             Javier me llamó cuando estaba casi de vuelta y me dio instrucciones a visitar un balneario para ver qué ofrecían a nosotros pobres peregrinos, así que me dejé caer en ese hotel por si quisieran proporcionarme con un masaje de pie o algo por el estilo, porque, vamos, lo valgo, ¿para qué nos vamos a engañar?  Personalmente, me veía atraído por la idea de encontrarme sucumbido por los encantos de una fisioterapeuta tipo amasando el suelo de mi pie con sus enormes pulgares, por tanto entré con las expectativas altas. 

             Entré en el lugar, por dentro era un poquito retro, como si saliera directamente de una novela de Thomas Mann, pasé a una sala a mi izquierda y me acerqué a la mesa de recepción donde me atendió una chica joven con un acento gallego alegre.  Me explicó amablemente que, como un no-huésped, no tenía derecho a los servicios del balneario. 

          “Así que ¿un “no-huésped” como yo no puede jamás gozar de un masaje por una ninfa del bosque o nada por el estilo?  

          “Efectivamente.  Bueno, si el hotel no estuviera lleno, eso sí, pero en estos momentos es imposible, lo lamento.”

          “No tanto como yo.”

           “De todas formas, aquí tiene usted…” sin acabar la frase me enseñó un folleto con los diferentes servicios, los horarios y, lo que más me interesaba, las tarifas.  Vaya por Dios.  Hay que ver con los cachondos.  Para ser un sitio consigue ingresos por haber cavado un agujero en la pared de su casa y dejado que entre agua caliente natural, desde luego saben sacar beneficio de ello. 

            “¡Dios!” Dije.  “Vaya cifra esta.  Creo que tardaría una semana en contar tan alto.  Vendrá con un happy ending supongo, porque, vamos, a ese precio creo…”

            “¿Perdón?”  

            “Déjalo.  En resumen.  El balneario está a mi disposición siempre que no esté lleno el hotel.” 

            “Y que haga usted una reserva con unos días de antelación.”

          “Bien.  ¿Y si hago la reserva con unos días de antelación y en ese tiempo se llena el hotel, tendré permiso para ser mimado como un príncipe?  Perdona la duda, pero es que estoy un poco espeso ahora.  He comido 16 kilos de patatas.”

           Parece que la pobre chica no se había planteado esa eventualidad, pero eso era porque nunca se había leído la novela Catch-22 y no sabía que esos tipos de incongruencias reinaban en nuestras vodas.  Encogió los hombros y contestó a lo más gallego: “Depende.”   

             Esto empezaba a ser un reto mental para mí así que dejé el tema.  Empecé a ver que la ducha de mi habitación tenía cada vez mejor pinta.  La pobre chica era simpática y solo seguía la política del hotel, así que decidí dejar de torturarla, darle las gracias y marcharme.   

            Para los pobres y cutres, hay una fuente, una burga  pública en la calle al otro lado del río que consistía en dos tubos de los cuales fluían suavemente dos chorros de agua mineral caliente.  Y cuando digo caliente, me refiero a temperaturas que usan para desplomar gallinas.  Se suponía que de una fuente salía agua más caliente que otra, pero las dos me parecían ardientes, vamos, lo suficiente para dejarte sin piel.   De todas maneras, conseguí meter el pie debajo un chorro durante unos segundos hasta que la pierna se me entumeciera y mis ojos se extraviaran en sentidos opuestos, que fue cuando lo saqué justo antes de soltar un grito primal.   En dosis muy, pero muy reducidos, supongo que hay placer en el.        

              Me encontré con Javier y dimos un paseo y luego volvimos al hotel.  Me duché mientras empleaba la técnica de Javi usaba para lavar su ropa.  Era un sistema ingenioso. Ya os dije que Javi era nuestro Super-Peregrino.  Era capaz de montar una tienda, confeccionar une jersey, matar a jabalí furioso y calentar una sopa con solo una cuchara.  Tenía más soluciones que IKEA.  Toda una máquina.  Pues con la ropa, se trataba de tirarla al suelo de la bañera un pisarla con los pies, mientras el agua y el jabón limpiaban las prendas; de esta manera, ahorraba tiempo, material y recursos naturales.  Por lo menos en teoría.  Claro está que después aprendí que sería recomendable lavarse uno mismo primero, dejar que se aclarara el agua sucia y luego empezar con la ropa, pero fui un poco guarro.  Son fallos de principiante.  Pero me hizo sentir como un superviviente de verdad.  Salí de la ducha con ganas de trepar un árbol o cazar un ciervo con mis dientes.  

              Salimos de nuevo, aseados, y nos encontramos con Aitor y Andrés, que ya tenía otra cara.  Estaba engominado y refrescado.  Para mí, había tocado fondo ese mismo mediodía.  Pero en vez de destruirse del todo, ya había empezado a reconstruirse.    

            Fuimos a misa en la iglesia de Santo Tomás de Canterbury y después a cenar en un sitio en el centro llamado O Muiño.  El restaurante era de los más conocidos del pueblo y con la noche que hacía de bueno era normal que cuando llegamos estuviera a tope.  Estuvimos a punto de darnos la vuelta cuando vimos al coruñés que había dado la mega etapa de Tui a Redondela con su amigo.  Estaban ya acompañados de dos peregrinas y nos invitaron a tomar unas cervezas con ellos.  Ellos no podían quedarse porque tenían toque de queda en el albergue, pero nos cedieron la mesa, temporalmente, porque la camarera nos cambió a otra mesa larguísima entre una pareja catalana y unos italianos.  Estaban encantados con la comida española y se pusieron las botas.  Nos hicieron buena competencia.  Nosotros, después de la comida que nos habíamos pegado, cenamos algo más ligero, pero hay reconocer que es todo muy relativo.  El plato estrella fue la cecina, curiosamente, del Bierzo, y estaba sencillamente espectacular.  La mejor que he probado en mi vida.

            Después de la cena fuimos casi directos al hotel.  El camino más corto nos condujo obligatoriamente por delante de la fuente de aguas calientes.  Ni Aitor ni Andrés las habían probado todavía así que nos descalzamos y dimos un baño a nuestros pies.  Al igual que por la tarde, no fui capaz de aguantar más de cinco segundos sin que me saltaran lágrimas, pero Andrés podía plantar las dos piernas en el charco de agua y no moverse durante minutos.  Sin inmutarse.   Sin gritar.  Sin soltar tacos.   Impresionante.  No era humano.   Estaba convencido de que el Camino le había pasado más factura que lo que había imaginado que ya no le quedaban nervios en sus extremidades.  Lo mismo le había pasado lo peor.

         “Estás muerto, tío,” dijo Aitor.

          “¿Qué dices?”

          “Que sí.  Que te has muerto hoy.  Si no, no me lo explico.” 

          ¿Cómo era posible que una persona que sufría tanto en El Camino fuera capaz de soportar semejante dolor durante tanto tiempo?  Me santigüé.

          “Me siento de puta madre,” dijo con una sonrisa.  

          Nos alegramos.    Y Mucho.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 21

Andrés no murió en la primera hora y aunque no podía decir que estaba entero de mente y espíritu, presentía que iba a sobrevivir.  Fuimos a casa de Lola y Pepe y disfrutamos de una comida opípara de mejillones, ensalada de tomate, pollo asado (matado en propiedad) y unos 200 kilómetros de patatas.  Un postre, por supuesto.  Fue copiosa, cuantiosa, abundante como poco.  Una comida para 20 personas puesta delante de diez comensales.  Y nosotros, siendo los fieles a la causa gastronómica, hicimos nuestra parte por satisfacer a nuestros anfitriones, porque no queríamos quedar mal ante ellos y tampoco sabíamos cuando íbamos a poder comer así de bien de nuevo. 

             Aitor y Andrés se retiraron pronto al hotel mientras que Javi, Julia y los hijos nos quedamos un rato más en el huerto.  No queríamos abusar de su hospitalidad, aunque ya lo habíamos hecho, así que sobre las cinco nos despedimos y volvimos.   Javi llevó a su familia a Caldas pero yo prefería ir andando.  Lo hice en parte porque algo tenía que hacer para digerir tanto tubérculo en parte porque durante muchos años había pasado por esa carretera en coche y ya que había aprendido a disfrutar del arte de la vida a pie, me apetecía sin más motivos.  De camino paré en la antigua fábrica azucarera que había sido abandonada años atrás por culpa de un incendio, y eso fue lo que me habían contado.  Siempre me había intrigado aquel edificio y su aparente trágica historia.  Ahora lo tenían medio-habilitado con fines socio-culturales, así que decidí investigarlo un poco.  

              De toda la historia de los Estados Unidos, la “Spanish-American War”, como se conoce en mi país, representaba poco más que otra de las muchas intervenciones militares de nuestro pasado belicoso.  Si se ha dedicado algo más al asunto, fue por dos motivos: 1) Fue, digamos, la entrada de los EE.UU. en el Club Internacional de Imperialismo al que pronto llegaríamos a ser presidentes, y 2) porque fue un ejemplo de cómo la prensa pudo influir directamente en la política exterior del país.  Muy bien.  Perfecto.  Muy interesante, punto y a parte.  Pasemos página. 

               En España, sin embargo, el conflicto simbolizaba una catástrofe en dimensiones colosales, el fin de sus colonias, de su imperio, de la explotación económica de esas tierras, de su papel de superpotencia (a muchos se les olvida que este país era la primera Primera Potencia de la era moderna), lo cual provocó un largo periodo de decadencia, bajo autoestima, derrotismo, pesimismo y otras mentalidades autodestructivas.  Tal fue el golpe, que aún perduran restos del efecto en la psicología del español corriente actual y hasta hace pocos meses contribuyó a las múltiples decepciones deportivas que  sufrió la selección nacional de fútbol.  Lo digo en serio.  España no llega a perder Cuba, y ya tendría tres o cuatro estrellas en su camiseta.     Yo siempre he dicho a mis compatriotas que ganar el mundial de fútbol no solo se trataba de ganar el torneo más importante de la tierra, sino de poder agarrarse el paquete (estoy siendo un poco basto hoy) y decir con chulería a los demás países “¡Toma!  Que nosotros también sabemos ganar.  ¡Campeones!”

             De las grandes industrias cubanas que ayudaban a mover la economía española, la de azúcar era de las más fuertes.  La caña azucarera no su cultivaba bien en esas partes gallegas pero la remolacha sí.   Así que, algunos empresarios su juntaron y montaron un pedazo de fábrica en las afueras de Caldas.  Era el 1902.  El futuro auguraba grandes éxitos.  Las perspectivas eran esperanzadoras.  Solo hacía falta que la buena gente del campo pusieran de su parte…y bingo…un montón de pesetas para…bueno…los empresarios.  

           Pero seguro que habría venido a la economía local. 

           Cuatro años después se cerró la fábrica. Para siempre.  Los agricultores son conservadores por naturaleza y los gallegos en ese sentido no son diferentes. Pasaron olímpicamente de la remolacha y la competencia se fue a otra parte.  Y con eso, la factoría se fue al pique, pero el edificio con su chimenea desproporcionada aún dominan el paisaje como recuerdo de lo que pudo se pero no fue.

            Por fin han habilitado la fábrica, como dije antes, y todo bastante bien, hay que reconocerlo.  Hay un centro de salud y también hay un zona para la tercera edad.   Busqué uno de esos parques de ejercicios para hacer unas flexiones con las abuelas de ahí pero no había nada.  También quise subir la chimenea, pero la escalera que la rodeaba estaba cerrada al público.  Di una patada a la base de la chimenea y seguí caminando hacia Caldas.    

O camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 20

Aitor y yo teníamos una actitud algo distinta sobre cómo animar a Andrés en sus momentos de desesperación, que se estaban produciendo con cada vez más frecuencia en los últimos días.  Aitor prefería la táctica de “ya estamos llegando” razonando que si le eseñaba la luz al final del túnel (aunque se encontrase a 8 kilómetros) serviría para motivarle.  “¡Vaya iluso!” pensé yo incrédulo.    Yo le veo con un futuro en California como coach de autoayuda, pero para el Camino, nada.   Así que, cada vez que oía “Veo tu cama a la vuelta de la esquina”, me entraba ganas de vomitar y le miraba fijamente y vocalizaba sin usar la voz:  “Deja de decir esas cosas, ¡joder!  ¿Quieres matarle?”  Pero eso era el estilo de Aitor.  No matarle, sino animarle.

            Y no es que yo piense que mentir un poco de vez en cuando sea una cosa mala  (yo siendo un gran pecador y por tanto familiarizado con el tema) pero veía las cosas de otra manera.  Optaba por la estrategia de “no-voy-a-andar-con-rodeos-joder-que-esto-va-a-ser-duro-y-va-a-doler-pero-lo-podemos-conseguir-¡hala!”, pensando que Andrés apreciaría mi estilo directo, gruñiría por la nariz como un toro a punto de embestir, fijaría su mirada en el horizonte con enfado y empezaría dar pasos fuertes hacia su objetivo.  Sin embargo, cada vez que explicaba las cosas a Andrés con una voz de John Wayne, Aitor me miraba con ojos asustados, y me cogería de lado y decir “¿Pero qué haces?  ¿Le quieres matar?”.  Y así manteníamos nuestra guerra secreta, cada uno con su postura. 

            Paramos en San Mauro para tomar un café y reponer fuerzas.  Nos sentamos con los hermanos de Huelva.  Era buena gente, era así de sencillo.  Y daba gusto hablar con ellos.     Uno de ellos era una especie de experto en el Camino.  Lo había hecho todo.  El francés, el portugués, el inglés, el sanabrés, el primitivo.  Vamos.  Porque sabía que hablaba de un peregrinaje, porque si no, pensaría que era una estrella de porno.  Tenía una memoria fantástica y nos contaba todo tipo de detalles.  Pues este hombre tranquilo, educado, interesante y gracioso nos decía que esa etapa era más bien llana pero que había que tener cuidado porque se hacía pesado por el sol, y por tanto convenía llegar cuanto antes.

            Dejamos a San Mauro atrás y bajábamos un rato, pero poco después entramos en un valle abierto y fértil.  Aquí se cultiva mucho y muy variado, tiene un clima fantástico, pero lo que realmente está de moda es la uva albariño, una fruta que prácticamente ha salvado a la zona de una muerte anunciada.   El hombre de Huelva decía la verdad.  El terreno era suave, pero no había ni una puñatera sombra por ninguna parte, a no ser que fueras una hormiga.  De vez en cuando un castaño o un roble aportaba unos metros de alivio, pero hacían poco efecto.   El sol pegaba y pegaba bien.   Aun por encima, Andrés no llevaba nada para proteger la cabeza.  La vida había ido cesechando su cabello, pero hacía poco para repoblar.  Pero él insistía en caminar así y no quería nada.  Allá él.  Y así seguíamos poco a poco. 

             Si tuviera que señalar un ejemplo de la naturaleza sinuosa del Camino, dudo mucho de que se pudiera superar el que vimos cuando faltaba poco para llegar a Caldas.  Íbamos por uno de esos tramos comunes (es decir…tramos de cagarte de miedo mientras pasan los camiones), y vi en el otro lado de la carretera un cartel grande que ponía bien claro “Santiago 40”.  Justo enfrente, vamos a cuatro pasos, a la misma altura pero un poco más metido, había un mojón que indicaba que faltaban algo más de 48 kilómetros.  Como lo oís.  No era una broma ni otra muestra de la falta de capacidad para medir por parte de la Xunta.  Era un hecho.  El mismo punto de partida.  El mismo destino.  Una distancia diferente.  Aitor me miró, se rió un poco y dijo, “El Camino es así”.  

             Esta noticia resultó ser especialmente descorazonadora para Andrés porque estaba acusando el desgaste que el día infligía.  Los hermanos habían  acertado.  El sol se había puesto cada vez más alto y en ausencia de sombre adecuada, salvo un viñedo tipo parral occasional, sus rayas nos latigaban sin piedad.  Las paradas obligatorias se hacían cada vez más frecuentes, cosa que me preocupaba porque cuanto más tardábamos, más calor hacía.   

             Un poco después nos sentamos en un banco de piedra, por supuesto, fuera de una casa en una parroquia de Portas llamado Briallos.  En ese momento, Javier nos llamó para decir que quedáramos en Caldas y que si no me importaba que fueran Julia y los hijos a comer también.  Yo me imaginaba que no, pero como no era mi casa, llamé a la Tia Lola y le dije que ya no íbamos a ser tres en vez de cuatro, sino cinco en vez de tres, y con dos críos de propina.  Naturalmente, siendo las almas generosas que eran, no había problema.  

               Nuestro problema en realidad era llegar a Caldas enteros, porque aunque suponía que quedaba poco, no podía decir con certeza cuanto.

                         Llegó la decision crítica.  Andrés parecía ya una colada de ropa mojada y se estaba cagando en todo.  La tía Lola me había dado la dirección para la casa.  Podríamos atajar un par de kilómetros, comer en casa, y seguir otros dos hasta Caldas.  Pero había dos peros: Si llegamos a sentarnos a la mesa, no podíamos garantizar que Andrés se levantara otra vez, mucho menos para patear una hora más a las cinco de la tarde.  Y tampoco sabíamos muy bien cómo sería la situación de alojamiento allí.  De hecho no sabíamos con seguridad que si había albergue o no.  Antiguamente sí.  Pero nuestros guías de información infalible no se ponían de acuerdo.  Así que Aitor proponía seguir a Caldas costara lo que costase y de ahí ir en coche de Javi y Julia a la casa en Portas y le di la razón.

             Me acerqué a Andrés y hice algo que juraría que no haría jamás.  “Estamos casi llegando Andrés.  Quedan como mucho, un par de kilómetros. De verdad.”   Vaya por Dios.  Como pueden cambiar las cosas. 

             Así que partimos de nuevo.  Aitor salió de prisa con mucho coraje para encontrarse con Javier y asegurarnos algún alojamiento.   Andrés y yo seguimos nuestro camino.  Paso a paso.    Andrés dijo que su temperatura de su cuerpo rondaban los 55º y que si no me importara no iba a hablar mucho.  A mí no me importaba nada.   En el Camino, cada uno como mejor lo considere opurtuno.   Así que me puse delante y andaba lento y decidía dedicarme a hablar, en parte para entretener, distraer, desviar.   Hablaba y hablaba sin cesar.  Hablaba de los viñedos, de las uvas, del vino, de los gallegos, del queso; hablaba de mi verano en Connecticut, de mi vida en Connecticut, de mis deportes preferidos, del equipo de béisbol que siempre pierde y así sucesivamente.   Ya sabes, lo típico.  Hablar de los Mets en un viñedo bajo un sol de justicia es mucho castigo que la propia caminata.  Una auténtica pesadilla para cualquiera.  De vez en cuando le miraba a Andrés pero se veía que no se estaba enterando de mucho.   Andrés es demasiado educado para decir nada, pero si me hubiera dado un toque en la espalda con el palo y me hubiera dicho “Te importaría callarte de una puta vez, que me estás matando.”, lo habría entendido totalmente. 

         Pero no fue necesario.  Al poco tiempo me estaba cansado de escucharme a mí mismo así que me callé.  Daba pasos lentos pero deliberados para no dejarle descolgado y a la vez escuchaba por el click-clack de su palo para asegurarme de que seguía y no se había derrumbado.     El sol nos envolvió en calor, nos empujaba hacia abajo con tanto paso, pero había poco que se podía hacer pero seguir.  No estábamos solos.  La mayoría de los caminantes con los que nos encontrábamos andaba igual de justitos de fuerzas.  Todos tenían esa cara de “joder”.   Nadie con su sano juicio hace esto.  Hay una canción famosa del compositor inglés Noel Coward que dice que solo los perros locos y los ingleses salen a la calle a mediodía en pleno sol de verano.  A estas dos categorías había que sumar nosotros gilipollas.  Un paso.  Otro paso.  Un otro después del anterior.  Así hacíamos las cosas.  Andrés, pasándolo de puta pena, viviendo sus peores momentos, continuaba heroicamente. 

               Por fin llegamoas una una cresta en una colina y desde ahí vimos los primeros tejados de Caldas.  Esta vez se podía decir “Estamos casi ya”.  Cruzamos el río, y nos metimos en una calle peatonal grande que nos condujo a un puente romano pequeño al lado del albergue.  No quedaban camas, por supuesto, pero no pasaba nada porque Aitor nos había conseguido dos habitaciones en un hotel pequeño. 

              Andrés cojeaba al salir del albergue como un veterano de la guerra.  Ya lo era.  Ya lo creo.  Y se sentó en un banco debajo de un sauce tranquilo y me dijo con una voz rasposa, “No puedo más.  No puedo, tío.”

                Y  yo le contesté con voz baja y suave, “No hace falta Andrés.  Ya estamos aquí.  Lo has conseguido.”

                Le dije que no se fuera a ningún sitio (como si eso fuera a pasar) y que iba a buscar a los demás.     Mientras me alejaba temía por primera vez en todo el viaje que el Camino para Andrés había llegado a su fin.

O camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 19

Como cualquier buen viaje, el Camino también tiene sus propios contrasentidos.  Por ejemplo, para salir de Pontevedra primero tienes que pasar por ella. Entrar en ella. Atravesarla.  Conocerla.  Pontevedra por la mañana es preciosa.  Estaba tranquila, suave y dormida.  Era una ciudad a punto de levantarse, y hacía sus primeros bostezos y estiramientos en forma de un par de cafeterías abriéndose tímidamente o de un barrendero dando latigazos a un suelo cubierto de de ayer, de anoche, de una vida anterior y ya acabada.

            Cruzamos la ciudad muy a gusto.  No hay nada como un paseo matutino por una ciudad.  Las flechas nos condujeron por el centro, travesamos plazas y surcamos por las calles estrechas hasta salir por el otro lado donde el río nos cortó el paso.  Cruzamos el puente que dio nombre a la ciudad y nos fundimos en el campo otra vez. 

            La etapa prometía ser más leve que el anterior…una jornada más compasiva con los peregrinos.  Nada de cuestas brutales para destrozar nuestro interior, ni doblegar nuestras entrañas.  En cuanto a la distancia, se esperaba una etapa tirando más bien a mediana, pero bastante llana y agradable y poco nos hacía pensar que sufriríamos excesivamente ese día.  Teníamos previsto acabar en el pueblo de Caldas de Reis, un pueblo bonito conocido por sus aguas termales y balnearios.  Allí pensábamos disfrutar de una comida suculenta en un pueblo cercano llamado Portas, donde nació mi suegro.  Comeríamos en la casa de su hermana y su marido, dos personas tremendamente generosas.  Como íbamos a ser cuatro, tuve que llamar a la Tía Lola para decir que seríamos menos, puesto que Javier en principio no iba a llegar hasta la tarde, si es que llegaba al final.  Yo ya había visto que el Camino no te dejaba planificar las cosas con demasiada antelación.    

              Además había la emoción añadida de cruzar el umbral de la mitad del viaje en el kilómetro 57.  Claro está que nos quedaban otros tantos, pero sirvía para subir el moral.   Parece una tontería, pero son pequeños detalles que emocionan, así que cuando llegamos a un mojón en el que se ponía más o menos esa distancia, no dudaríamos en sacarnos una foto.

             Pero primero teníamos que llegar a ese punto.  Nada te llega gratis aquí.  Andamos por unas aldeas antes de penetrar una zona más bien sombreada y bosqueada (sé que no existe, pero me gusta).  También el suelo estaba sorprendentemente mojado.  Sorpedente por las fechas y por el verano que llevábamos de seco.  No quería ni imaginarme cómo sería aquello en los meses más húmedos.  Intransitable, vamos.

             En un momento salimos en un claro y allí avistamos una aldea da nada, vamos de poco más de cuatro casas rodeados por unos huertos y viñedos.  ¡Qué maravilla!  Cómo me gusta ver estas tierras ocultas apartadas de la vida agotadora y codiciosa de la ciudad.  En más de una ocasión de mi vida, había pensado en dejarlo todo y huir al campo en búsqueda de una vida sencilla y sin gente sin escrúpulos … Mientras me acercaba, vi cómo se asomaba por la puerta de una casa un hombre mayor. Se veía que era el típico anciano curtido, experimentado, real.  Un hombre con la piel como cuero y los ojos acuosos y tristes.  Un auténtico sabio del campo.  Como era mi costumbre como yanqui bobo enamorado de Europa, al pasar le saludé amigablemente esperando una réplica mutua de su parte e incluso un “Buen Camino”, pero cual fue mi sorpresa cuando oí algo bastante diferente “¿Quieres comprar una vieira?” 

            “¿Perdón?”

            “Una vieira.  Ya sabes.”

            “Las tengo a buen precio.  A 3 euriños.”

            ¿Pero qué decía este hombre?  O sea, aquí me encuentro en un mundo idílico y de repente me tengo que enfrentar a un ser intentando llevarse unas perras a mi costa.  ¿Dónde estaba la gente llana?  ¿Dónde estaba la gente buena y sencilla?  ¿Dónde estaba el tradicional “Buenos días.  Te estoy saludando porque me apetece y no porque quiero sacarte unos cuartos”?  En ningún sitio.  Como lo oís.  Allí mismo, pero forrándose a base de la venta de unas conchas pintadas.  Hay que jorobarse.  En el fondo, y eso porque soy estudiante de la historia y por tanto informado de estas cosas, sabía que no había nada nuevo en la práctica.   A lo largo de los siglos, la gente ha sabido aprovechar de los inocentes (y no tan inocentes) peregrinos que pasaban por esos caminos…

            Seguimos adelante.  Me tocó hacer un poco de ejercicio, así que hice un buen tramo de caminata solito a paso ligero.  A veces tanto el Camino como tu cuerpo te lo piden.  Seguí hasta llegar donde estaban los hermanos de Huelva, que habían parados descansar.  Me quedé hablando con ellos  hasta que llegaran Aitor y Andrés y luego los cincoseguimos juntos hasta un pueblo pequeño llamado San Mauro, más o menos a mitad de la jornada.  Vamos, más o menos.  Justo antes de llegar, fuimos adelantados por tres personas de las cuales la mujer me dijo, “Yo que tú me quitaba esa sudadera, que te va a hacer daño.”

            Que fue cuando me di cuenta de que era la misma mujer del día anterior que nos había dado esos consejos tan inútiles y evidentes sobre el tabaco.  Ahora se metía conmigo por llevarme una sudadera.    ¿Quién era?  Una tocanarices, ni más ni menos.  Pero esta vez, no la iba a dejar escaparse sin que le cantara las cuarenta.  Levanté mi palo de andar y abrí mi boca grité con cierta fuerza.  “¡Vale!”

            ¡Qué cobarde soy!  Nada.  No me sale.  Pero sí recuerdo que lo dije sin añadir “¡gracias!” después, por tanto se puede decir que era una pequeña victoria moral para mí.