Mi Amigo el Español: ¡Vete preparando la comida!

Claro, cuando por fin llegué a entender este idioma, todo tipo de preguntas surgían mientras aprendía nuevas frases y estructuras.  Por ejemplo, ¿qué quería decir lo de vete tal y tal?  Creo que la primera vez fue cuando estaba en mi piso de soltero y mi amigo Pepe (el de la repolla atómica…vete rápido a ese post para una aclaración rápida del asunto) me dijo que habíamos quedado para tomar unas cañas dentro de media hora y que me diera prisa.  Era un domingo y aún estaba en mis pijamas.   Además, eran las once y media de la mañana.

            “Pero es que…”

            “¿Es que qué?”

            “Aún no estoy listo.    Y pensaba desayunar un poco antes de beber cerveza…ya sabes.”

            “Claro,” dijo con toda naturalidad.  “Me parece bien.”

            “Hago el café.”

            “No.  Lo haré yo.  Tú vete duchando y yo haré el café.”

           ¿Qué me fuera duchando?  Me extrañó un poco, porque vamos, sonaba a que me tenía que ir bañándome mientras andaba hacia el baño.  Podría ir estudiando, leyendo, ordenando la habitación…pero ¿irse duchando?

           “¿Cómo quieres que haga eso?” Pregunté. 

           “¿Que hagas qué?”

           “Lo de irme duchando.  ¿Aquí por el pasillo?”

            “Eres tonto, ¿o qué?”  Luego explicó lo que significaba.  Claro.  Es que no podía ser otra cosa si lo piensas friamente.  Además, me gusta porque es muy descriptiva.  Hay maneras de decir más o menos lo mismo en inglés, pero no creo que tenga el mismo color ni gracia; ni que tampoco capta de manera tan concisa el concepto.  Es lo que tienen los idiomas.  Cada uno tiene su riqueza. 

 

Mi Amigo el Español: La Universidad

Pasé un par de años en la facultad con el español viviendo de las rentas hasta que el nivel subió, pero no mis esfuerzos. Durante unos meses empezaba a sufrir las consecuencias de mi dejadez. Al empezar el tercer año de la universidad, me notaba con una actitud totalmente pasota. No, peor. Me notaba con una actitud pasota pero pasaba de ella. Me había dejado mi novia de tres años por un remero de crew, macizo total y sin ninguna gota de grasa, y la vida estaba empezando a perder sentido.

Hacía falta un cambio radical. Uno era el suicido. Otro era aprender a tocar la guitarra y formar un grupo de rock. Y quizás, por fin, el otro era irme a Europa para sacudirme de la ennui de la vida. Así actuamos los pijos americanos.

España. Eso es. Me voy a España. Convencí a mi buen amigo Will a que lo hiciera también y juntos pedimos una solicitud para estudiar en la Universidad de San Luis, que en aquellos años era de los pocos programas de intercambio en el Madrid.

San Luis nos aceptó a los dos y en enero de 1988, cogimos un vuelo para Madrid para afrontar uno de los grandes retos de nuestras vidas: Aprender el español.

Ahora bien, a pesar de unas notas más bajas, más o menos me consideraba un buen alumno de español y me sentía capacitado para abordar el desafío. Lo que pasa es que había un pequeño problema con los cinco años de clases: a alguien se le había olvidado enseñarnos a hablarlo.

Mierda.

Mi Amigo El Español: Al Ataque

Al principio parecía que todo lo que se había comentado sobre este idioma era cierto.  No me costó casi nada aprenderlo, con lo cual empecé a creer que realmente era más fácil que los otros.  O eso, o que yo era tan negado para los idiomas que me había imaginado y que si no fuera por el español, no habría llegado a poder comunicarme con gente de otros países en su lengua materna jamás.  También que había que reconocer que contaba con la ayuda inestimable de una profesora magnífica que hizo por primera vez que aprender pareciera divertido.  Estaba medio para allá, como somos muchos profesores, y recuerdo que tuvo una influencia gigantesca sobre mi forma de enseñar.  Pues nada…así seguían las cosas más o menos bien durante tres años hasta llegar a la universidad donde se exigía, entre otras cosas como saber nadar en el agua durante más de 5 minutos sin parar, o beber un litro de cerveza en menos de diez segundos, que dedicáramos unos años a la adquisición de un idioma.   Afortunadamente el examen sobre la Eneida de Ovidio que había aprobado milagrosamente me eximió de dicho requisito, vete a saber por qué, pero de todas formas quise seguir con el español.   Nos hicieron realizar una prueba de nivel y con toda la chulería del mundo pensé que lo había bordado; pero inflez de mí, me colocaron en Spanish 101, que representaba el nivel elemental.  Iba a protestar, pero luego reflexioné pensando que si el español me había resultado fácil la primera vez, repetirlo sería aún mejor.  De esa forma podría sacar buenas notas y centrarme en mi vida con socio de una de esas fraternidades famosas donde te enseñan a conseguir esa meta del litro en menos de 1o segundos. 

             Decidido, me dije.  Resuelto.  Si hubiera tenido más dominio del idioma, habría llegado a decir “de puta madre”…pero eso llegaría más adelante y os lo contaré cuando llegue el momento. 

Mi Amigo el Español: Un Idioma para Pringaos

Pues, como os estaba contando el otro día, el español no fue mi primera elección de segundo idioma.  Primero tuve que pelearme con el latín, que nos tenía que interesar, decían algunos iluminados de aquella época, porque de estudiarlo mejorábamos nuestro inglés.  Como sigo sin entender eso, no voy a profundizar más en el tema.  Basta con saber que sufrí ese idioma durante seis años e incluso conseguí sacar un aprobado en un examen oficial nacional sobre la Eneida de Ovidio.  A que suena divertido.  Era un puro milagro, porque no tenía yo ni idea, pero vamos si ellos me querían pasar, pues allá ellos.  Mientras tanto, mi madre decidió que aprender sobre aliteraciones y pentámetro yámbico (a que este último suena a algún químico para un producto de limpieza.  “Échale un poco de pentámetro yámbico al suelo que está asqueroso”), no constituían unos retos suficientes así que propuso (es decir, impuso) que estudiara otro más moderno.  Ejém…el francés.  Es que una vez más, mi ciudad es muy tradicional y allí el francés aún se consideraba una lengua de cultos.  El alemán estaba bien considerado, pero no dejaba de ser el alemán…una especie de latín moderno hablado con muchos sonidos guturales.  Y luego quedaba el pobre español.  Ese amigo al que pocos querían porque no lo hablaban la gente chic sino los que cortaban el césped de tu jardín.  Además, era muy fácil…una asignatura para los pringaos

          Así que me mandaron con el francés un año, y fue un desastre total.  Una Línea Maginot lingüística de proporciones enormes.  El problema principal era que no podía emular esos sonidos tan sutiles y eso le volvía loco a mi profesor.  Así que perdí toda confianza y me hundí.  Menos mal que había una chica muy guapa en la clase para animar la cosa.  No es que me hiciera caso tampoco, pero vamos, aun así.  Al final el profe surgió que lo dejara después de un año, algo inédito en mi carrera educativa, sobre todo por la falta de interés por su parte de motivarme.  Además me lo decía con un pedazo de acento que vamos, ¿quién era él para criticarme a mí?  Pero, de alguna manera, seguramente tenía razón.  Por lo menos en esos momentos, el francés y yo no estábamos hechos el uno para el otro.  Lo abandoné con tristeza y eso no me molaba. 

         No me quedaba otra opción que ir a por ese idioma para fracasados como yo: el español.  ¡Ay de mí!

 

Mi amigo el español: Más sexo

Que ya lo sé, que no he llegado a hablar del sexo.  Era mi enganche.  Ya que os tengo enganchados os lo cuento…pero solo un poco.  Es que para un nativo de inglés, la cuestión de género produce in sinfín de complicaciones para nosotros.  Agotados y abatidos, muchas veces, acabamos mezclando como nos la da la gana por no podemos más con tanto “el” y tanta “la”…por no hablar de los “los, las, suyas, suyos”, etc.  Es exasperante, os lo prometo. 

            Los fallos de género generalmente pocas veces producen una reacción más allá que lo que una pequeña corrección, pero no siempre.  De vez en cuando metemos la gamba bien (por cierto…¿Exactamente qué es “meter la gamba” y por qué un crustáceo?) el resultado es una buena carcajada por parte del oyente, lo cual me alegro porque reírse es una manera sana de alargar la vida.  Lo hacemos por vosotros. 

Pronto se sabe que no se puede confundir “pollo” con “polla” pero todos lo hacemos…lingüísticamente hablando por supuesto.  Pero poco sabía que eso era solo un principio.

            Pues hace años estaba con un amigo Pepe en un mercado y paramos en la frutería para comprar algo de verdura, cosa que no me explico porque si se tiene un nombre para todo porque las verduras no pueden tener un puesto con su propio nombre.  Ya que lo pienso, vamos, ¿A quién le apetece intentar pronunciar “verdurería”, como, por ejemplo, “Verdurería de Verónica Barrera”…imaginaos semejante tortura fonética. 

            En fin, estábamos decidiendo sobre qué íbamos a comprar cuando me llamó la atención un repollo que poseía un tamaño impresionantemente grande, y aunque no tengo costumbre de comentar sobre esos asuntos, decidí soltar una observación y dije “Mira Pepe.  Esa repolla es atómica.”

            Pues no veáis lo que se armó.  Pepe después de una reacción de shock, se puso a reír tanto que estaba seguro de que no volvería a respirar de forma regular jamás, porque claro, la diferencia entre pollo y polla era una cosa, pero llamar a la pobre pieza de verdura inocente una repolla, y encima, añadir la calificación “atómica”, pues fue demasiado para los oídos de la gente que me rodeaba. 

          Pero lo peor fue que el frutero-verdurero no sabía, lógicamente, que me refería a uno de los productos que vendían.   Se miró hacia abajo levantó la vista con cierta sorpresa y orgullo, pero sobre todo con algo de mosqueo porque, claro, que un extraño le dijera una cosa así no entraba en la lista de comentarios habituales de un mercado.   Supongo que sería mi dulce acento de Connecticut lo que me salvaría de la situación.   Era la repolla, ya os digo.