O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 32 (¡y se acabó!)

Hace muchos años, aunque posiblemente no tantos como a algunos creen, el típico cristiano practicante y creyente (porque los dos no tienen por qué ser el mismo, ni al revés) salía de su casa, fuera donde fuese, y se echaba a andar con la intención de hacer realidad un evento único en su vida: El peregrinaje a la ciudad santa de Santiago de Compostela.  El viaje podía tardar entre unas horas y varias semanas en cumplirse, incluso meses.  Todo dependía del lugar de inicio, el estado del caminante…y las condiciones atmosféricas.  Para llegar hasta Santiago, normalmente andaban grandes distancias con un calzado que valía para todo menos un pie ni esas distancias.  Como consecuencia, los dedos acababan deformados, los talones martillados, los tobillos torcidos e hinchados; las articulaciones de todo el cuerpo les dolían más allá de lo que se podía imaginar y sus músculos se quejaban sin cesar.  Los caminantes tenían que soportar un sol castigador que le abrasaba, un lluvia con mucho viento que le azotaba, unas mañanas heladas les congelaba y hasta nevadas tremendas que les torturaba.   Cruzaban de puntapié por ríos, daban pasos pesados por el barro y pisaban piedras dolorosas.  Se caían enfermos. Tosían, estornudaban,  respiraban mal, tiritaban, vomitaban, se derrumbaban y, de vez en cuando, perecían.  Un poco más o menos como me sentía la primera vez que intenté hablar con el castellano con un grupo de 20 españoles en un restaurante ruidoso.

               Si el Camino resulta duro para nosotros hoy en día con todas las amenidades a nuestra disposición, aquel entonces tenía que ser una vivencia horrenda, algo que solo la suerte y mucha fe podría aliviar.  Los que sí llegaban, los que sobrevivían, se sentirían especialmente afortunados, casi unos elegidos.  Habrían entrado en Santiago de Compostela agotados y humillados por la experiencia, como niños de Dios, y en algunos casos se arrodillaban maravillados por la grandeza del momento.   Luego ascendían la escalera de la catedral, metían cada dedo en la columna del Pórtico de la Gloria, pedían sus deseos, adoraban al apóstol según la tradición, asistían a misa, daba homenaje a todo aquellos que tenían que homenajear, junto las manos fuertes en oración piadosa, cerrar los ojos bien e implorar el perdón y gracia del Señor.  Escuchaba el canto gegoriano al fondo, olía el dulce y pungente olor del incienso mientras penetraba su olfato y su cerebro, y luego se caía al suelo de rodillas y gritaba por dentro “Aleluya.  El Señor es grande.  El Señor es misericordioso.  Me ha dado la oportunidad de ser testigo del sitio donde se encuentran los restos del Apóstol Santiago.  Por eso he venido.  Para eso he venido.  Todo esto ha dado un nuevo sentido a mi vida.  Nunca seré lo mismo.”        

              Entonces, se levantaba y se daba la media vuelta y se disponía a regresar a casa…andando. 

              Eso es.  Andando.  Caminando.  Viajando a pie.  Cada puñatero kilómetro hasta su propia cocina.  Nada de trenes.  Nada de autocares (menos mal).  Nada de taxis ni aviones.  Ni siquiera un carruaje viejo.  ¡Vaya putada!

             Menudo marrón ¿verdad?  Nada de indulgencias plenarias esperándote al final del camino, solo una cabeza envuelta en un pañuelo, una mirada tan intensa que podía partir átomos, y un rodillo en una mano bailando en la palma de la otra acompañado por las palabras: “¿Dónde coño has estado tú los tres últimos meses, ¿eh sinvergüenza?”  

             “He estado comiendo pulpo y pensando en Dios,” hubiera sido una buena respuesta y casi merecedora de un buen porrazo.   

              La tecnología moderna nos ha ayudado a superar el obstáculo de la vuelta.  No obstante, hay quien cree que realizar el Camino de verdad implica volver a tu punto de partida de la misma manera de la que viniste.   Yo pienso de ese razonamiento es una tonelada de fertilizante vacuno porque, para empezar, no existe una manera “real” de hacer el Camino.  Por ejemplo, los famosos 100kms son meramente una forma de estandarizar el peregrinaje.  En nuestra era en la que todo tiene que ser reglamentado, nos volvemos locos pensando en ser lo más purista posible, como si alguien arriba nos estuviera apuntando cada acto nuestro.  Tonterías.  Además, antes los peregrinos no tenían más remedio que usar el motor-propio, así que tampoco hay que pasarse.  Dichas tonterías de doctrina purista tienden a ser una fabricación de los ignorantes y su ignorancia.  Aun así reconozco que hay algo atrayente acerca de la idea de realizar el Camino cómo se hizo originalmente y no descarto esa posibilidad en el futuro.  Y sí hay personas, aunque pocas, que lo hacen.  Las he visto.  Las flechas que señalan la vuelta son de color azul, pero os puedo asegurar que son pocas frecuentes.  Casi te conviene más girar la cabeza mucho y fijarte en las flechas amarillas que vienen de frente. 

             Nuestra elección era el Hyundai Matrix de Andrés, el coche más seguro de Europa, al que había llegado a conocer bien.  El problema era que al día siguiente a las ocho y pico, nuestro piloto no estaba en condiciones de coger el vehículo, por tanto cogí el mando y fuimos volando por las carreteras casi hasta Benavente, cuando Andrés me relevó.   El regreso fue tranquilo y poco interesante.  No hablamos casi nada.  No había mucho que decir de todas formas.  El Camino había sido una experiencia tan tremendamente satisfactoria en tantas maneras, habíamos hecho tantas cosas en seis días, ¿Qué podíamos añadir?  Me puse a pensar en la gente a la que conocí, a los hermanos de Huelva (que por cierto, después de encontrarnos en la Plaza del Obradoiro, nunca los volví a ver), en la pareja de Valencia, en las beatas, en los scouts de Italia que habían sido devorados por Santi el terrier asesino.  Pensé en los mis co-peregrinos Aitor, Andrés y Javier.  Eran, y son, unos tíos grandes, gente maravillosa.  Habían sido los compañeros perfectos.  Estaba especialmente contento por Andrés.  Seis meses antes le había dicho que no había cosa que me podía hacer más feliz que entrar en Santiago con él los dos juntos.  Ese hombre había superado todas las expectativas (sobre todo la de no morir).  Había sufrido mucho y se lo había pasado de puta pena durante largos trechos. Pero volvía a Madrid victorioso.

              Y también pensé en la gente que ha sido y sigue siendo vital para mí día tras día.  La gente que nunca dejará de serlo.  Pensé en las personas por la que hice un peregrinaje como mi madre que había recibido esas noticias tan buenas esa misma semana.  Era necesario hacer el Camino por ellos y por nada a cambio y luego dejar que el destino haga el resto al llegar a tu destino. 

                Como toda salida de la realidad, sobre todo una que nos había sido tan fascinante, tan satisfactoria y entretenida como nuestro viaje, nos hallamos atrapados en una mezcla de emociones.  O por lo menos, eso me pasaba a mí.  Por un lado, me apetecía reincorporarme en mi vida (¡¿quién puede resistir un abrazo de sus hijas?!), y entrar de nuevo en la sociedad pero por el otro lado me daba miedo.  Quería quedarme en el Camino más tiempo, como Huckleberry Finn en el Río Mississippi, porque me relajaba tremendamente.  Supongo que era una reacción natural.  Supongo…   

              …Recuerdo que en los siguientes días hablaba con numerosas personas sobre el Camino.  Me resultaba interesante ver cómo respondía cada uno.  Algunos preguntaban generales sin profundizar, otros querían saber todo tipo de detalles, y hubo otros incluso que no querían saber casi nada en absoluto.  Casi todos, eso sí, manifestaban un deseo de hacerlo algún día.  Yo les comprendía perfectamente porque no hace mucho era como ellos.  Solo tenía palabras de ánimo aunque me preguntaba si alguna vez darían ese paso.  No era muy grande, pero era difícil levantar el pie la primera vez.  ¿Acaso no había muchas cosas de la vida así, donde tenemos sueños bien dentro de nuestro alcance y, sin embargo, por pensar que quedan más lejos, fallamos a la hora de hacerlos realidad? ¿Acaso no había caminos esperándonos que obviemos por la sola razón que no los conocemos?  El hacer el Camino era un reto necesario en mi vida…un reto que tendría que repetir una y otra vez.

                Si me apuras, diría que el Camino se asemeja a ser padre (salvo el hecho de que el Camino me supuso 6 días y mi vida paternal lleva a la fecha de hoy 4296).  Yo sabía de antemano que sería diferente, que sería duro, pero que sería gratificante.   Sabía que cambiaría mi vida para siempre.  Lo que no sabía era ni cómo ni de qué manera. Para eso, lo tienes que vivir personalmente.  Nadie lo puede hacer por ti.   

                Así que créeme, te estoy diciendo que sí puedes hacer el Camino.  Ya lo creo que sí.  Y no lo tienes que hacer por motivos ni religiosos, ni siquiera espirituales.  Lo puedes hacer por la razón que quieras, incluso por ninguna en absoluto, aunque aconsejo un objetivo o dos…eso es el profesor dentro de mí que sale en estos instantes.

                Te lo repito, puedes hacer el Camino.  Deberías hacer el Camino.  Por supuesto que sí.  No hay excusa.  Es una meta asequible.  Es literalmente tan fácil como, comprarte un palo de andar, una viera para colgar, y un pañuelo azul para ponerte (si quieres), salir por la puerta principal de tu casa y decir “Me voy.”

                Buen Camino.

                           – Para Mom & Dad

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 29

Como nos supuso casi toda la tarde conseguir la Compostela, apenas teníamos tiempo para otra cosa que cenar.  ¡Pobres de nosotros!  ¡Los sacrificios que uno tiene que asumir!  Aceptamos el reto con profesionalidad y orgullo.  Elegimos un sitio clásico en el casco viejo llamado Sixto (en realidad era el Sixto II, un “pariente”), y cenamos vieiras, pulpo, gambas y enormes cantidades de patatas y carne de buey, que no fue buey, según los expertos comensales que me acompañaban, y varias botellas de vino y postre.   La comida estaba rica y el ambiente tranquilo.  Casi demasiado.  Para dar un poco de vida al asunto, decidimos buscar un sitio para tomar una copichuela.   

             Ahora bien, la zona antigua de Santiago posee muchas virtudes pero una de ellas no es precisamente su vida nocturna frenética.   De tapeo es insuperable…pero en una cuestión de minutos se convierte todo muy tranquilo.  De hecho, desde el punto de vista de unos viejos rockeros marchosos como nosotros acostumbrados a Madrid, diría que ir de copas por ahí era más o menos una porquería.  Puede que esa opinión ofenda por ahí, pero es verdad.  La marcha de repente se lleva a otra parte.  Había algún sitio por allí y por allá, pero, vamos, eran estrechos y minúsculos y tenían tanto humo que solo valían para curar jamones.  Y luego había la gente.  Los 250.000.  Vamos, llega a prenderse el lugar y solo valgo para un cenicero.  Parecían auténticas trampas mortales. 

              En fin, no me apetecía salir en la prensa por ser calcinado, porque ser calcinado no mola, mires cómo lo mires, y además tenía otras aspiraciones en la vida que ser barrido.  ¡Joder! Tenía ya una Compostela en la mano.  ¿Cómo podría acabar la vida ya?  Me quedaba media vida de pecados por delante. 

             Así que pasamos de ellos y fuimos a un bar que antes había sido un pub irlandés donde trabajaba un amigo mío hace ya años.   Sin embargo, ahora es un bar de copas para jóvenes pijos.  No es una calificación mía.  Así nos lo describió unos minutos antes un lugareño.  Pues menudos frikis parecíamos nosotros.  Bueno, ellos también parecían frikis a su manera, lo que pasa es que eran más.  Salvo una mirada ocasional de “¿Qué coño hacéis aquí?” casi nadie nos hizo caso, lo cual no es necesariamente malo.  Simplemente, apetecía estar con más gente de nuestra especie (otros peregrinos para que nos entendamos) abrazándonos y cantando y haciendo algo cursi como cantar “Amigos para siempre” como una anuncio de Mahou.  Es que, de vez en cuando, se me va la olla.                               

            Tomamos una copa y volvimos a la calle.    

            Luego salimos y buscamos algo diferente, pero no lo encontramos.   Aún fuera del Camino te dabas cuenta de que las cosas no siempre coinciden con tus deseos.   En vez de seguir en nuestro empeño, volvimos a la Plaza del Obradoiro y nos sentamos en el centro, más o menos en el mismo lugar de esa mañana.  Había mucha menos gente paseando por allí y la luz de los focos engrandecían la fachada principal de la catedral. Y miramos hacia arriba.  Y miramos hacia arriba otra vez.  Una y otra vez.   Incluso me fumé mi único cigarrillo de todo el viaje para celebrarlo.   Seguro que me iba a dar un dolor de cabeza enorme al día siguiente pero me daba igual.  Sabía a gloria y merecía la pena.    

            Si alguna vez se os presenta la oportunidad de ir a Santiago de Compostela, sea a pie, en coche o en avión, os recomiendo que reservéis un momento de vuestros planes para sentaros en la piedra de la plaza inmensa y contemplar esa belleza que tienes delante de vosotros.  Sobran las palabras.  Es mi hora preferida de verla.  Siempre lo ha sido…

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 22

Si se consiguió resucitar a la vieja fábrica, ¿por qué no se podía hacer lo mismo con el resto de Caldas?  Durante años ese pueblo bonito parecía que en algún momento hace unos 50 años todo su contenido se hubiera congelado en el tiempo, como si quisiera darle la espalda al futuro.   Se veía que había edificios hermosos, pero estaban viejos, abandonados y solo quedaban pequeños vestigios de una época más próspera.  Sin embargo, en la última década, ha habido una campaña para someterle al centro a un lifting serio, pero uno potente, de la clase que haría orgullosa a Cher.   Afortunadamente, Caldas tenía un bien natural a su favor.  Y es que el oro líquido en esas partes no es solo ese vino albariño que fluye por los depósitos de acero inoxidable hasta las copas, sino un elemento mucho más elemental…el agua.  Aguas termales, más bien.  Las propiedades curativas de dichas aguas se conocían desde tiempos romanos, los balnearios llevan desde el Siglo XIX.  Uno de ellos se encuentra casi colgándose sobre el río Umia, que atraviesa el centro urbano.  Recuerdo que no hace mucho el edificio estaba en un estado tan ruinoso que temía que algún día se derrumbaría en el mismo afluente, pero gracias a Dios se ha hecho una reforma importante y está francamente impresionante. 

             Javier me llamó cuando estaba casi de vuelta y me dio instrucciones a visitar un balneario para ver qué ofrecían a nosotros pobres peregrinos, así que me dejé caer en ese hotel por si quisieran proporcionarme con un masaje de pie o algo por el estilo, porque, vamos, lo valgo, ¿para qué nos vamos a engañar?  Personalmente, me veía atraído por la idea de encontrarme sucumbido por los encantos de una fisioterapeuta tipo amasando el suelo de mi pie con sus enormes pulgares, por tanto entré con las expectativas altas. 

             Entré en el lugar, por dentro era un poquito retro, como si saliera directamente de una novela de Thomas Mann, pasé a una sala a mi izquierda y me acerqué a la mesa de recepción donde me atendió una chica joven con un acento gallego alegre.  Me explicó amablemente que, como un no-huésped, no tenía derecho a los servicios del balneario. 

          “Así que ¿un “no-huésped” como yo no puede jamás gozar de un masaje por una ninfa del bosque o nada por el estilo?  

          “Efectivamente.  Bueno, si el hotel no estuviera lleno, eso sí, pero en estos momentos es imposible, lo lamento.”

          “No tanto como yo.”

           “De todas formas, aquí tiene usted…” sin acabar la frase me enseñó un folleto con los diferentes servicios, los horarios y, lo que más me interesaba, las tarifas.  Vaya por Dios.  Hay que ver con los cachondos.  Para ser un sitio consigue ingresos por haber cavado un agujero en la pared de su casa y dejado que entre agua caliente natural, desde luego saben sacar beneficio de ello. 

            “¡Dios!” Dije.  “Vaya cifra esta.  Creo que tardaría una semana en contar tan alto.  Vendrá con un happy ending supongo, porque, vamos, a ese precio creo…”

            “¿Perdón?”  

            “Déjalo.  En resumen.  El balneario está a mi disposición siempre que no esté lleno el hotel.” 

            “Y que haga usted una reserva con unos días de antelación.”

          “Bien.  ¿Y si hago la reserva con unos días de antelación y en ese tiempo se llena el hotel, tendré permiso para ser mimado como un príncipe?  Perdona la duda, pero es que estoy un poco espeso ahora.  He comido 16 kilos de patatas.”

           Parece que la pobre chica no se había planteado esa eventualidad, pero eso era porque nunca se había leído la novela Catch-22 y no sabía que esos tipos de incongruencias reinaban en nuestras vodas.  Encogió los hombros y contestó a lo más gallego: “Depende.”   

             Esto empezaba a ser un reto mental para mí así que dejé el tema.  Empecé a ver que la ducha de mi habitación tenía cada vez mejor pinta.  La pobre chica era simpática y solo seguía la política del hotel, así que decidí dejar de torturarla, darle las gracias y marcharme.   

            Para los pobres y cutres, hay una fuente, una burga  pública en la calle al otro lado del río que consistía en dos tubos de los cuales fluían suavemente dos chorros de agua mineral caliente.  Y cuando digo caliente, me refiero a temperaturas que usan para desplomar gallinas.  Se suponía que de una fuente salía agua más caliente que otra, pero las dos me parecían ardientes, vamos, lo suficiente para dejarte sin piel.   De todas maneras, conseguí meter el pie debajo un chorro durante unos segundos hasta que la pierna se me entumeciera y mis ojos se extraviaran en sentidos opuestos, que fue cuando lo saqué justo antes de soltar un grito primal.   En dosis muy, pero muy reducidos, supongo que hay placer en el.        

              Me encontré con Javier y dimos un paseo y luego volvimos al hotel.  Me duché mientras empleaba la técnica de Javi usaba para lavar su ropa.  Era un sistema ingenioso. Ya os dije que Javi era nuestro Super-Peregrino.  Era capaz de montar una tienda, confeccionar une jersey, matar a jabalí furioso y calentar una sopa con solo una cuchara.  Tenía más soluciones que IKEA.  Toda una máquina.  Pues con la ropa, se trataba de tirarla al suelo de la bañera un pisarla con los pies, mientras el agua y el jabón limpiaban las prendas; de esta manera, ahorraba tiempo, material y recursos naturales.  Por lo menos en teoría.  Claro está que después aprendí que sería recomendable lavarse uno mismo primero, dejar que se aclarara el agua sucia y luego empezar con la ropa, pero fui un poco guarro.  Son fallos de principiante.  Pero me hizo sentir como un superviviente de verdad.  Salí de la ducha con ganas de trepar un árbol o cazar un ciervo con mis dientes.  

              Salimos de nuevo, aseados, y nos encontramos con Aitor y Andrés, que ya tenía otra cara.  Estaba engominado y refrescado.  Para mí, había tocado fondo ese mismo mediodía.  Pero en vez de destruirse del todo, ya había empezado a reconstruirse.    

            Fuimos a misa en la iglesia de Santo Tomás de Canterbury y después a cenar en un sitio en el centro llamado O Muiño.  El restaurante era de los más conocidos del pueblo y con la noche que hacía de bueno era normal que cuando llegamos estuviera a tope.  Estuvimos a punto de darnos la vuelta cuando vimos al coruñés que había dado la mega etapa de Tui a Redondela con su amigo.  Estaban ya acompañados de dos peregrinas y nos invitaron a tomar unas cervezas con ellos.  Ellos no podían quedarse porque tenían toque de queda en el albergue, pero nos cedieron la mesa, temporalmente, porque la camarera nos cambió a otra mesa larguísima entre una pareja catalana y unos italianos.  Estaban encantados con la comida española y se pusieron las botas.  Nos hicieron buena competencia.  Nosotros, después de la comida que nos habíamos pegado, cenamos algo más ligero, pero hay reconocer que es todo muy relativo.  El plato estrella fue la cecina, curiosamente, del Bierzo, y estaba sencillamente espectacular.  La mejor que he probado en mi vida.

            Después de la cena fuimos casi directos al hotel.  El camino más corto nos condujo obligatoriamente por delante de la fuente de aguas calientes.  Ni Aitor ni Andrés las habían probado todavía así que nos descalzamos y dimos un baño a nuestros pies.  Al igual que por la tarde, no fui capaz de aguantar más de cinco segundos sin que me saltaran lágrimas, pero Andrés podía plantar las dos piernas en el charco de agua y no moverse durante minutos.  Sin inmutarse.   Sin gritar.  Sin soltar tacos.   Impresionante.  No era humano.   Estaba convencido de que el Camino le había pasado más factura que lo que había imaginado que ya no le quedaban nervios en sus extremidades.  Lo mismo le había pasado lo peor.

         “Estás muerto, tío,” dijo Aitor.

          “¿Qué dices?”

          “Que sí.  Que te has muerto hoy.  Si no, no me lo explico.” 

          ¿Cómo era posible que una persona que sufría tanto en El Camino fuera capaz de soportar semejante dolor durante tanto tiempo?  Me santigüé.

          “Me siento de puta madre,” dijo con una sonrisa.  

          Nos alegramos.    Y Mucho.

On the Road: Memories of a Pilgrim with No Direction 30 (And that’s it!)

Many years ago, though possibly not as many as some would believe, the average devote Christian would emerge from his home, wherever that may have been, and begin walking with the intent on fulfilling a once-in-a-lifetime event:  The pilgrimage to Santiago de Compostela.  The journey could take anywhere from hours to weeks, when not months, to complete.  It all depended on where their starting point was.  To get to the Holy City, they would walk great distances day after day with footwear that was good for anything but a foot or for those distances.  As a result, toes were mangled, heels hammered and ankles twisted and deformed; their joints would pain beyond imagination and their muscles would ache endlessly.  The walkers would endure a beating sun, wind-driven soaking rain, frosty mornings and bone-chilling snowfalls.  They would step through rushing rivers, trudge through mucky mud, and tiptoe over excruciating pointed rocks.  They would fall sick, cough, sniffle, groan, wheeze, hack, shake, vomit, collapse and, on occasion, perish.  Sort of like what happened to me on my first day.

                If the Camino is a tough go nowadays despite all the modern-day amenities, back then it must have been a rugged and oft horrid piece of traveling made tolerable only by a great deal of luck and an immense amount of faith.  Those who did make it, those who persevered, must certainly have felt fortunate, nearly chosen.  They would have arrived in Santiago worn out and humbled by the experience, God’s children kneeling in adoration and awe.  They would then ascend the steps of the cathedral, plug each of their five fingers in the five smooth sockets of the main column of the Pórtico de la Gloria (worn in over the centuries by the digits of previous pilgrims), go behind the altar, hug the apostle, attend mass, pay homage to all that there was to pay homage to, clasp their hands tight in pious prayer, squeeze their eyes shut and implore the Lord’s forgiveness and grace, imbibe themselves in the mystical sound of Gregorian chant, let the sweet yet acrid odor of incense penetrate their noses and brains and then fall upon the floor before the glory of the moment, and cry out “Hallelujah, the Lord is great.  The Lord is merciful.  The Lord has granted me the right to bear witness to the site where the holy remains of the Apostle Saint James lay.  This is why I have come.  This is why I am here.   This has brought all meaning to my life.  I shall never be the same again.”

                Then they would stand up, turn around and walk home.

               That’s right.  Walk.  All the way back to their goddamn kitchen.  No trains. No buses. No taxis to the airport.  Not even a rickety donkey-driven two-wheeled buggy.

               Now that would suck.  I mean, that would be a real bummer.  No full-scale pardon awaiting you at the other end of the road, but a head in a kerchief, an angry look that could split atoms, and a rolling pin in one hand being tapped in the other hand accompanied by the words:  “Where the hell have you been the last three months, you good-for-nothing weasel?”

              “I’ve been eating octopus and thinking about God” …It would earn you a good crack on the crown, but it might just be well worth the one-liner.

              Modern technology has helped us overcome that obstacle.  But there are those who feel, in fact, that the “real” Camino indeed entails returning to your starting point the same way you came and in the same fashion.  I believe that this is a total pile of Galician cow dung, because there isn’t any such a thing as a “real” way of doing it.  Plus, back then, it’s not as if the pilgrims had much of a choice.  Such doctrinistic purist hogwash tends to be the fabrication of the ignorant and their ignorance.  Still, there is something alluring about the idea of reliving the original process, and yes, there are some who actually retrace their steps back to where they came from.  The arrows pointing in the opposite direction are blue, but I can assure you that they are few and far between.  For the most part, you are better off just turning your neck a lot and sticking to the regular signs as you regress.

            Our choice of return was Andres’ Hyundai Matrix, the safest car in Europe, which by now had become like a friend to me.  The thing was our captain was in no piloting form at nine that morning, so I took the helm and sailed us through the first half all to way to Benavente.  Andrés took over from there and we cruised back to Madrid.  The return trip was quiet and uneventful.  We didn’t talk much, mostly slept.  There wasn’t much to say anyway.  The Camino was such an incredibly rewarding experience in so many ways, we had done so much in the past six days, what could we add?  We recalled an anecdote here and there, and laughed a little, but most of the time there we sat silently and listened to the music and, in my case, thought to myself.  I thought about the people I had met, the brothers from Huelva, the Saints from Belgium, the Italian Boys Scouts eaten alive by Santi the Killer Pilgrim Terrier.  I thought about my co-pilgrims Aitor, Andrés and Javier, and what wonderful people they were and what  a pleasure it had been for me to take to the Road with them.  I was especially happy for Andrés.  Six months before I had told him that he and I would walk into Santiago together, and there we were on our way back victorius.   The man overcame and outdid all expectations.  He suffered a lot and had a pretty crappy time for most of those kilometers, but he made it.  And he did it with tenacity and good humor.   God bless him, he made it.

                And I thought about all  the people in my life, my family and friends, and in particular my wife and daughters who had sacrificed their time so I could go  frolicking about in the countryside for a week.  I thought about all those I had done the trip for, and especially the good news I received about my mother.  I was lucky.  You must do the Camino for nothing in exchange and let destiny do the rest upon reaching your destination.

           Like any departure from reality, especially one as fascinating, satisfying and entertaining as that one, we were caught in a mixture of emotions.  Of course we were dying to get back to our friends and family; but at the same time, we were almost scared to reincorporate ourselves into society.  At least I was.  I guess it was a natural reaction.

           In the following days I remember talking to a number of people about the Camino.  Actually, it was interesting the way different people responded.  Some asked general questions without delving much further, others wanted all sorts of details, and still others asked nothing at all.  Most had never done the pilgrimage but almost everyone said they would like to one day.  I completely felt for them, since I used to be the same way.  I had nothing but encouragement for them, but wondered if they would ever take that step.  It wasn’t a big one, just oh so hard to raise your foot.  Wasn’t that like so many things in life, where there are dreams within our reach and yet we still fail to make them come true?  Weren’t there roads waiting for us which we pass by just to stick to the old and familiar?  Doing the Camino was a necessary challenge in my life, and one I could repeat over and over.

         I could almost liken the pilgrimage to becoming a father.  I knew it would be different, I knew it would be hard and I knew it would be extremely gratifying.  I also knew it would change my life all forever.  I just didn’t know how or in what way.  For that you have to go out and live it.  One big difference between the two was that I was on the Saint James’ Way for less than a week, and I have been a father for 4275 days and counting…but that’s another Camino all together.

         So, you can do the Camino.  You bet your life on it.   And you don’t have to do it for religious reasons, even spiritual ones.  You can do the Camino for whatever reason you want, for no reason other than you just felt like walking, though setting a goal or two to give it some meaning always helps…but maybe that’s just the teacher in me coming out.

         You should do the Camino.  Absolutely.  There’s no excuse.  It’s an attainable goal.  It gives direction.  It’s literally as easy as putting on your blue bandanna, walking out your front door and saying, “I’m going.”

         Buen Camino.

                                                        – For Mom and Dad

O camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 19

Como cualquier buen viaje, el Camino también tiene sus propios contrasentidos.  Por ejemplo, para salir de Pontevedra primero tienes que pasar por ella. Entrar en ella. Atravesarla.  Conocerla.  Pontevedra por la mañana es preciosa.  Estaba tranquila, suave y dormida.  Era una ciudad a punto de levantarse, y hacía sus primeros bostezos y estiramientos en forma de un par de cafeterías abriéndose tímidamente o de un barrendero dando latigazos a un suelo cubierto de de ayer, de anoche, de una vida anterior y ya acabada.

            Cruzamos la ciudad muy a gusto.  No hay nada como un paseo matutino por una ciudad.  Las flechas nos condujeron por el centro, travesamos plazas y surcamos por las calles estrechas hasta salir por el otro lado donde el río nos cortó el paso.  Cruzamos el puente que dio nombre a la ciudad y nos fundimos en el campo otra vez. 

            La etapa prometía ser más leve que el anterior…una jornada más compasiva con los peregrinos.  Nada de cuestas brutales para destrozar nuestro interior, ni doblegar nuestras entrañas.  En cuanto a la distancia, se esperaba una etapa tirando más bien a mediana, pero bastante llana y agradable y poco nos hacía pensar que sufriríamos excesivamente ese día.  Teníamos previsto acabar en el pueblo de Caldas de Reis, un pueblo bonito conocido por sus aguas termales y balnearios.  Allí pensábamos disfrutar de una comida suculenta en un pueblo cercano llamado Portas, donde nació mi suegro.  Comeríamos en la casa de su hermana y su marido, dos personas tremendamente generosas.  Como íbamos a ser cuatro, tuve que llamar a la Tía Lola para decir que seríamos menos, puesto que Javier en principio no iba a llegar hasta la tarde, si es que llegaba al final.  Yo ya había visto que el Camino no te dejaba planificar las cosas con demasiada antelación.    

              Además había la emoción añadida de cruzar el umbral de la mitad del viaje en el kilómetro 57.  Claro está que nos quedaban otros tantos, pero sirvía para subir el moral.   Parece una tontería, pero son pequeños detalles que emocionan, así que cuando llegamos a un mojón en el que se ponía más o menos esa distancia, no dudaríamos en sacarnos una foto.

             Pero primero teníamos que llegar a ese punto.  Nada te llega gratis aquí.  Andamos por unas aldeas antes de penetrar una zona más bien sombreada y bosqueada (sé que no existe, pero me gusta).  También el suelo estaba sorprendentemente mojado.  Sorpedente por las fechas y por el verano que llevábamos de seco.  No quería ni imaginarme cómo sería aquello en los meses más húmedos.  Intransitable, vamos.

             En un momento salimos en un claro y allí avistamos una aldea da nada, vamos de poco más de cuatro casas rodeados por unos huertos y viñedos.  ¡Qué maravilla!  Cómo me gusta ver estas tierras ocultas apartadas de la vida agotadora y codiciosa de la ciudad.  En más de una ocasión de mi vida, había pensado en dejarlo todo y huir al campo en búsqueda de una vida sencilla y sin gente sin escrúpulos … Mientras me acercaba, vi cómo se asomaba por la puerta de una casa un hombre mayor. Se veía que era el típico anciano curtido, experimentado, real.  Un hombre con la piel como cuero y los ojos acuosos y tristes.  Un auténtico sabio del campo.  Como era mi costumbre como yanqui bobo enamorado de Europa, al pasar le saludé amigablemente esperando una réplica mutua de su parte e incluso un “Buen Camino”, pero cual fue mi sorpresa cuando oí algo bastante diferente “¿Quieres comprar una vieira?” 

            “¿Perdón?”

            “Una vieira.  Ya sabes.”

            “Las tengo a buen precio.  A 3 euriños.”

            ¿Pero qué decía este hombre?  O sea, aquí me encuentro en un mundo idílico y de repente me tengo que enfrentar a un ser intentando llevarse unas perras a mi costa.  ¿Dónde estaba la gente llana?  ¿Dónde estaba la gente buena y sencilla?  ¿Dónde estaba el tradicional “Buenos días.  Te estoy saludando porque me apetece y no porque quiero sacarte unos cuartos”?  En ningún sitio.  Como lo oís.  Allí mismo, pero forrándose a base de la venta de unas conchas pintadas.  Hay que jorobarse.  En el fondo, y eso porque soy estudiante de la historia y por tanto informado de estas cosas, sabía que no había nada nuevo en la práctica.   A lo largo de los siglos, la gente ha sabido aprovechar de los inocentes (y no tan inocentes) peregrinos que pasaban por esos caminos…

            Seguimos adelante.  Me tocó hacer un poco de ejercicio, así que hice un buen tramo de caminata solito a paso ligero.  A veces tanto el Camino como tu cuerpo te lo piden.  Seguí hasta llegar donde estaban los hermanos de Huelva, que habían parados descansar.  Me quedé hablando con ellos  hasta que llegaran Aitor y Andrés y luego los cincoseguimos juntos hasta un pueblo pequeño llamado San Mauro, más o menos a mitad de la jornada.  Vamos, más o menos.  Justo antes de llegar, fuimos adelantados por tres personas de las cuales la mujer me dijo, “Yo que tú me quitaba esa sudadera, que te va a hacer daño.”

            Que fue cuando me di cuenta de que era la misma mujer del día anterior que nos había dado esos consejos tan inútiles y evidentes sobre el tabaco.  Ahora se metía conmigo por llevarme una sudadera.    ¿Quién era?  Una tocanarices, ni más ni menos.  Pero esta vez, no la iba a dejar escaparse sin que le cantara las cuarenta.  Levanté mi palo de andar y abrí mi boca grité con cierta fuerza.  “¡Vale!”

            ¡Qué cobarde soy!  Nada.  No me sale.  Pero sí recuerdo que lo dije sin añadir “¡gracias!” después, por tanto se puede decir que era una pequeña victoria moral para mí. 

On the Road: Memories of a Pilgrim with no Direction 28

Getting the certificate took up the entire afternoon and the early part of the evening so we barely had time to do anything other than get ready for dinner, which even under the most distressing times was a challenge we felt we could take on with pride and professionalism.  We dined at a classic eatery in the old town known as Sixto (actually it was Sixto II, right down the road) and feasted on baked scallops, octopus, prawns, large quantities of beef and potatoes.  Our great meal was massive and delicious and a fitting way to end the trip, which came at the end of a long line of great meals, though I can’t quite say it varied significantly from the general eating practices of our expedition.    

                   The old town of Santiago has a lot of things to say for itself but one thing it lacks is a solid late night life.  In fact, from the point of view of some residents of Madrid who knew a thing or two about going out, it pretty much sucked.   There were a few spots here and there, but they were packed, packed with people, packed with smoke, packed with music, packed with a lot of reasons not to enter them…so we bagged that idea and searched elsewhere, trying not to venture too far.  We went into a place nearby the park which a couple suggested to us.  I remember it once used to be an Irish bar where a friend of mine worked but now was a nightclub for preppy young people, and boy did we look like freaks.  Well, actually, we looked no more like freaks than they did in their own strange preppy way, we were just outnumbered.  Hardly anyone took notice of us except for an occasional person stared at us warily with a look that said, “What the hell are you doing there?”

              The rest just about ignored us completely, which was all right with us on one hand but, to be honest with you, our big post-pilgrimage blowout was supposed to be something a little rowdier.  I was kind of hoping to be standing on some table with the big Huelva brothers, with a beer in my hand, sunglasses on and singing out loud “Louie, Louie”, but I have always had a tendency to construct fanciful visions of my future.  Right now, though, I would have settled for anything more fun than hanging out with a bunch of posh kids who didn’t seem to be enjoying themselves in the first place.   

                    No to be.  Even off the Camino, the Camino teaches you that things don’t have to be the way you would like them to be.  We stayed for a drink and walked back into the streets and instead of going in search of some other joint, we ended up back at the Plaza de Obradoiro where we took a look at the cathedral once again, but this time with far fewer people milling around and a ton of gorgeous lighting shining on the façade.  We sat down in the same spot we did when we arrived at midday and looked up again.  And we looked up again.  And we looked up again.  I even had my sole celebratory cigarette of the trip.  I was sure it would give me a tremendous headache the next day, but at that moment, it tasted great.  If you ever get to Santiago de Compostela, be it on foot or by airplane, I highly recommend take the time out of your schedule and take a seat on the stone ground of the immense square and just look at the beauty before you around midnight.  It is my favorite time to look at the cathedral.  It always has been…

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 17

Hay cosas que están mal hechas desde sus empieces.  Mal pensadas.  Mal Diseñadas.  Mal Organizadas.  Mal Comunicadas.  Mal Preparadas.  Mal Ejecutadas.  Mal Acabadas.  Vamos, una mierda de plan de principio al final.  Y lo más triste era que, en su momento, parecía algo merecedor de un premio por su brillantez.             

               Lo único que nos faltó era un poco de motivación personal.  Y es que la idea de irnos a O Porriño para recoger el coche de Andrés nació más bien de una necesidad que de un deseo, porque de no hacerlo, entonces ¿Cuándo?  ¿En el siguiente año jacobeo dentro de 11 años?  Ni de churro.  El plan era sencillo:  Acercarnos a O Porriño en el coche de Javier, volver a Pontevedra con los dos, dejar el coche de Andrés en Pontevedra y luego, mientras Javier se quedaba con nosotros, su mujer Julia se iría otra vez a la playa con los niños y su familia.  Hasta allí bien.  En una hora y media como mucho, y si todo saliéra bien podríamos estar ya sentados y disfrutando de Pontevedra la nuit.  O no.  Había una serie de problemas:

            Problema 1:  En realidad, eso no era exactamente el plan.

            Problema 2:  No disponíamos de 90 minutos.

            Problema 3:  Dijimos que el Problema 2 no era un problema…y lo era. 

            Y es que, al final, cuando uno no dice todo la verdad, las cosas acaban volviéndose en su contra. Nosotros lo teníamos complicado de entrada.  Para empezar, no teníamos las llaves del coche de Andrés.  Estaban con su dueño mientras hacía un peregrinaje horizontal en su habitación.  Por tanto, solo para salir de la ciudad no supuso tener que ir andando al garaje para coger el coche, pagarlo, subir a la superficie de la Tierra, mirar hacia la izquierda y luego hacia derecha, y encogernos los hombres porque no teníamos ni puñatera idea donde estábamos ni cómo ir al hostal.

           “¿Qué opinas?” Me preguntó Javi.

           “¿Que qué opino?  No opino.  No tengo ni idea.  Soy americano (perdón, norteamericano; perdón, estadounidense).  No sabemos nada de geografía.  Además, la última vez que estuve en Pontevedra, Felipe González era presidente.”

            “No fastidies.  Pues sí que llevas tiempo aquí en España, macho.  Anda.  Elige.”

             Saqué el dedo.  “Pito…pito…gorgorito…”

            “¡Anda ya!” dijo Javier y giró a la derecha sin esperar más. 

             Después de pasar esa fase teníamos que encontrar el hostal y de paso perdernos una vez por el camino, luego perdernos otra vez, y una tercera antes de tropezarnos con el sitio.   Subí a las habitaciones y hallé a Andrés en el baño envuelto en una toalla preparándose para atacar su pelo con un buen pegote de gomina.  Habló tranquilo e insistía en acompañarnos, pero no se daba cuenta de que había un pequeño problema con la hora.  “Andrés, cada segundo cuenta aquí.  Por favor.”  Me dio las instrucciones para operar la máquina, asintí varias veces, escuchando solo a medias como es habitual en mí.  Bajé al coche, pero no sin parar una vez más para consultar cómo llegar a O Porriño de la manera más rápida.  Sabía que había una autopista, lo sabía bien, y sabía que las leyes de la física me avalaban cuando creía que esa opción era la mejor, pero como me gusta consultar a la gente de la zona, pregunté a un paisano que estaba en una mesa fuera del bar tomando un café y me contestó sin dudar, “Mejor por la nacional.”

            “¿Por la nacional?  ¿Seguro?”

            “Sí hombre.  Por autopista nada.  Mejor por la nacional.”

            ¡Vaya por Dios!  ¿Y ahora qué?  Mi GPS mental recomendaba una cosa, pero mi GPS local proponía otra.  Por un lado quería creer en el paisano.  Quería creer en el hombre de la tierra.  El sabio de la zona.  El que sabe mucho más que yo, un pobre urbanita, un pijo de Connecticut, un yanqui perdido.  El hombre no podía tener razón; sencillamente, era una locura.  Así que le di las gracias, subí al coche y abroché el cinturón de seguridad.  Javier me preguntó: “¿Y?”

            “Por la nacional por supuesto.”   Soy tonto pero le hice caso con la remota esperanza de que saliera lo contrario.

            En resumen, entre pitos y flautas y trompetas y flautines y trombones y cualquier otro instrumento que se te ocurra, no salimos hasta las nueve menos cinco.  Las operaciones previas a la salida nos habían comido 35 minutos.  Nos quedaban 20 para viajar 60 kilómetros en pleno tráfico de verano por la tarde.  Éramos dos hombres con un destino: el fracaso.

            Lo cual no impedía que siguiéramos adelante porque, total, from lost to the river, y lo mínimo que podíamos hacer era volver con un nuestro objetivo.    Así que nos lanzamos al vacío y en dos segundos nos dimos cuenta de que nos habíamos equivocado.  Eso fue, claro, cuando Julia, con la típica oportunidad e intuición que caracteriza a las mujeres, llamó para preguntar qué tal íbamos.  “¿Estáis llegando?”   Era evidente que ella confiaba plenamente en nuestra capacidad de actuar rápido, error por su parte.  Tampoco sabía que había habido ciertos imprevistos de por medio.  Javier le puso al día con la situación. 

             “¡¿Cómo?!  ¡¿La nacional?!  ¡¿Seréis tontos?!”  La tercera pregunta era más bien retórica, ya que sobraba la respuesta. Había que darle la razón a ella.  No tenía sentido.

               Javi intentaba tranquilizar la situación, mientras yo le alimentaba con razones.  “Dile que fue el paisano.”

               Javi seguía hablando.  Yo le repetí: “Dile lo del paisano.  Lo del paisano, Javi.  Hazme caso.” 

               “Pero claro, si el hombre en el bar nos dijo que era mejor por la nacional.  Es un paisano.  Hemos hecho lo que se debería hacer.”

              “Dile que es un hombre de la tierra también.”  Le susurré.

              “Un hombre de la tierra.”

              “Habéis hecho bien?  Habéis hecho el jilipooollas.”   Julia dejó claro lo que el hombre de la tierra podía hacer, y que si queríamos, podríamos ir con él también.

              “Creo que no está conforme.”

             Me puse a rezar.  “Padre nuestro que estás en el cielo, transpórtanos a O Porriño…”   

             “No te preocupes Julia.  Vamos con un poco de retraso, pero más o menos a las 21.30 estamos.”  Sí hombre, ni de churro.   Ella colgó nada convencida.

               Unos segundos después recibimos una llamada de Aitor, que estaba intentando echarnos una mano desde el otro lado y hacía una labor de diplomacia que tan bien le caracterizaba.  “¿Cómo vais chicos?” preguntaba con alegría.  “¿Os queda mucho, no verdad?”  Le dije la verdad.  Se notaba que no estaba solo y hablaba en voz alta y fuerte.  “Genial.  Pues nada.  Nos veremos dentro de nada.”   Luego se ve que se había apartado un poco porque cambió  cuando tenía unos segundos solo añadió, “Pero cómo se os ocurre ir por la nacional…?”

             Yo intentaba tranquilizar a Javier diciendo que no había problema, que si hacía falta acompañar el coche a Portonovo, que se haría sin ningún problema.  “¿Cómo que acompañar?  Pero eso era el plan desde el principio.  Vamos a cenar allí.  Tengo todo preparado.”

            ¿!Cenar!?  Buenoooo.  A nuestro paso, ni para chocolate con churros.  “Lo veo chungo, tío.  Creo que es mejor cancelarlo.  Les llevamos a Portonovo y ya está.”    Vi que Javi estaba decepcionado porque le hacúa ilusión y sé que estaba siendo yo egoísta.  Me sentía mal.

             Por mucho que quisiéramos ir más de prisa, no había manera.  El tráfico era tremendo y si teníamos la suerte de poder quitarnos de en medio un de ellos, enseguida lo sustiuía otro, como si se tratara de un equipo pagado por el ayuntamiento.  Me preocupaba mucho por la salud de Javier.  Dejaba de hablar, algo nada habitual en él, y miraba hacia adelante sin pestañar como le pasa a uno cuando hay que .  Puse la mano por delante de su cara y la movía, pero nada.  No había respuesta.  Oficialmente había perdido todo sentido.   Estábamos por Redondela me vino una gran inspiración.  “Oye, mira esos viaductos de tren.  ¿Sabías que el hombre que los diseñó se suicidó?”    Ya no había nadie en control del coche.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 17

Pues el puñatero Santi no volvió a aparecer por ahí esa tarde y nuestra relación estaba condenada desde el primer momento.  Nuestra expedición siguió otros 5 kilómetros bajo un sol cada vez más castigador.  Después de la paliza de la Kournikova, la gente se encontraba desperdigada por allí como unos exiliados y llegábamos a Pontevedra a cuentagotas.  El albergue estaba justo en la parte limítrofe de Pontevedra, nada más entrar, más o menos a la altura de la estación de tren.   Mi primera reacción era que aquella ubicación era la manera del ayuntamiento de decir  “¡Peregrinos fuera!”, pero me da que no es así para nada.  Este lugar era de una nueva construcción diseñada para poder atender a las necesidades de los muchos caminantes que pasarían por allí.  Era bastante grande, nuevo, tenía una espacio amplio por fuera con un jardín cespedoso (ya sé que me lo estoy inventando pero me gusta) y arbolado.  Allí se podía tender la ropa sin problemas. 

           Eso era una buena noticia para los demás peregrinos pero a nosotros nos traía sin cuidado porque no íbamos a hacer noche con ellos.  Sin Fräulein nada era igual hospedarse en un albergue.  Además, había un problema de logística que era que nuestro amigo Javier iba a unirse a nosotros esa tarde pero no sabíamos la hora así que no nos atrevíamos a coger una cama, y nos consolamos con el pensamiento de que gracias a nuestra generosidad, otros cuatro chavales con menos medios que nosotros iban a poder dormir por un precio módico. 

           Nos instalamos en una pensión normalilla justo enfrente.  Era una casa reconvertida en un hostal y tal era su naturaleza casera que la mesa de recepción se encontraba en la cocina en la primera planta.  El dueño era algo quisquilloso y se portaba con un nerviosismo como uno de esos hosteleros que despedazan a peregrinos de vez en cuando para alimentar a sus dogos.  A lo mejor es injusto hablar de la gente de esta manera, pero por si acaso, intenté ser lo más agradable posible.    

             Firmé la hoja de mi habitación sobre la cocina al lado de la botella de Fairy, recogí mis llaves en el estante de las especias entre el orégano y la pimienta blanca y subí a mi aposento que iba a compartir con Javier.  Esta habitación destacaba por sus muebles cojos, pero cumplía con mis expectativas y no tenía quejas.  Me pegué una ducha caliente muy gustosa, lavé algunas prendas a mano, y las tendí donde pudiera.   Bajamos al restaurante de a lado, el nuestro estaba vacío (mala señal) y nos encontramos con las Belgas, las que habían estado a punto de dilatarnos a Fräulein en el albergue anterior.  En realidad una era suiza de la zona italiana y la otra austriaca y las dos trabajaban en Bruselas.  Eran sin duda las chicas más pías que habíamos conocido y a partir de entonces las llamaríamos las Beatas.  Eran buenas chicas y con buen sentido de humor, y al terminar la comida, nos dimos cuenta de que ya no corría peligro de que nos acusaran de hacer trampa, por muy pecadores que fuéramos.

             Después de comer, me eché mi primera siesta seria.  No era épica, pero un buen encuentro con la almohada de todas formas.  Seguro que ronqué y todo.  Por la tarde me tocó ir al centro donde íbamos a encontrarnos con Javier y de paso planear cómo recuperar el coche de Andrés que estaba aún en la calle en O Porriño.  No estaba lejos en coche, pero había que hacerlo, y nuestra tarde dependía de cuándo.

             Mientras tanto, hice un poco de turismo.  Pontevedra estaba de fiestas.  Era la celebración de la Peregrina, y había mucha animación en las calles.  Aún así, noté una mejoría notable en la ciudad desde la última vez que la vi allá por mediados de los noventa.  Entonces la ciudad era más deprimida, más chunga, el casco viejo estaba repleto de yonquis, había un hedor característico que provenía del río Lérez.  Vamos, se veía que era una ciudad bonita pero con necesidad de un lifting.  Pues llegó.  Y lo primero que me llamó la atención era lo sana y atractiva que estaba.   Estaba guapa.   Me alegré mucho por Pontevedra.  Es un lugar que merece la pena no solo conocer sino volver a visitar una y otra vez.

             Fui con Hector a la misa en la iglesia de la Peregrina, una genial estructura neoclásica con forma de viera.  Es la iglesia más emblemática de la ciudad.   Al salir de misa nos encontramos con Javier, Julia, su mujer y sus dos hijos.  Eran ya casi las ocho y cuarto y aún no habíamos recogido el coche.  ¡Coño!  Ni siquiera habíamos empezado.  La misión era totalmente imprescindible porque ya que teníamos a nuestra disposición un nuevo coche, el de la familia de Javier, y no podíamos perder la oportunidad.  Y lo teníamos que hacerlo lo antes posible porque posteriormente íbamos a llevar a Julia y los hijos a Sanxenxo antes de que se hiciera de noche.  Julia enseguida dejó claro que era imperativo que volviéramos cuanto antes precisamente por este motivo.  “A las nueve, si puede ser.”

             Ni de coña, pensé.  Imposible.  Era imposible.  Realmente era impensable lograrlo.  Aunque estábamos a tan solo 30 kilómetros y con una autopista para nuestro uso, con salir de una ciudad y volver a entrar, yo le echaba media hora mínimo solo de ida…y luego había que volver.  Así negocié algo suicida.  Y siendo el pecador que era…mentí.  “Danos hasta las 9.15.  Llegaremos.”

            “Vale.”

            A continuación empecé a rezar.  ¡Santiago Apostol no me falles ahora!

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 13

(¡Feliz Cumpleaños,  Andrés!)

Después de dos horas de retraso a la merced de Fräulein solo para coger una cama vieja y chirriante, de encontrarnos separados en la sala de dormir, de tener que descansar en literas de arriba y de ser yo el hazmerreír de un chiste malo del Cielo, teníamos los ánimos un poco por los suelos y buscábamos consuelo en forma de un buena comida.  Vamos, hasta nuestras abuelas hubieran estado orgullosas de nuestra capacidad de reacción. 

          Siendo ya los veteranos en el mundo del viaje, supimos que la mejor manera de buscar un buen sitio para satisfacer nuestras necesidades no era salir por la puerta y entrar en el primer restaurante que pilláramos, como hacía la mayoría de los peregrinos, sino preguntar a un lugareño sabio y, sobre todo, gordo.  Lo encontramos y éste nos condujo a un sitio por el centro, de aparente sencillez por fuera. Y por dentro, ya que lo pienso.  Muchos sitios ofrecen un menú del peregrino, lo que se traduce en un par de platos de precio módico y de calidad sospechosa.  Nuestra tasca, sin llegar a ser espectacular, sí supo alimentarnos satisfactoriamente.  Durante el almuerzo, Andrés expresó ciertas dudas sobre nuestra decisión de dormir en el albergue y las comunicó con estas palabras: ¿Qué coño hacemos allí?

          “Hombre,” contesté con ánimo.  “Esto es lo bonito del Camino.  Es una parte casi imprescindible.”

          “Eso es,” añadió Aitor mientras mojaba pan en su salpicón de marisco. “A mí me encanta este concepto.  Vives el Camino.  Conoces a gente nueva…Esas cosas, ya sabes.”

         “¿Y eso qué importa?”

         “Pues quieras que no”, expliqué,  “esta gente está viajando con nosotros.  Forman parte de nuestro Camino.  Qué menos que dedicar un poco de nuestro tiempo a nuestros hermanos caminantes.”

         Andrés no estaba convencido.  “Pero yo no estoy viajando con ellos.  Estoy hacienda el Camino con vosotros.  Para eso he venido.”  Me jodió su respuesta porque aunque no estaba del todo de acuerdo con ella, ni con él, me había gustado mucho y me había convencido, por lo menos, de que tampoco tenía toda la razón.  ¡Hay que fastidiarse!    

        Terminamos la comida, salimos con otra cara y dimos un pequeño paseo antes de meternos otra vez dentro del albergue.  Ya la cosa estaba más tranquila dentro.  Muchos se habían aseado de alguna forma y, o bien estaban por ahí comiendo o explorando, o estaban tendidos en la cama descansando.  Me metí en el baño, me duché,  no sin numerosísimas complicaciones mientras buscaba sitios para colocar todas mis pertenencias mientras me mojaba.  Me sentí como un inútil total.  Luego salí, cogí la ropa sucia y la lavé en la pila con una uña de jabón de Lagarto que compartíamos.   Como ya habían llegado otros antes, apenas quedaba sitio para tender, y fuera en el balcón estaba totalmente prohibido (Norma número 534 según Fräulein.)  Una infracción en ese sentido hubiera supuesto Dios sabe cuántas horas en el calabozo.  Y ya, por fin, me encontré limpio y ordenado, y en vez de tumbarme decidí dar un paseo por allí.  Bajé a la recepción y tímidamente pregunté a Fräulein por información sobre el pueblo.  Ella estaba más amable entonces y me ayudó mucho.  Le di las gracias y salí a la aventura.

         Redondela tiene, de entrada, más que ofrecer al visitante que O Porriño, aunque hay que señalar que de monumentos tampoco va sobrado.  Su mayor atracción son dos viaductos de tren gigantescos, de unos 150 años, cuyos arcos masivos atraviesan el centro.  Uno de ellos estaba en desuso ya, pero según la historia fue producto de un arquitecto que en algún momento fue acusado de haber hecho mal los cálculos y, como consecuencia,  hacer nula la utilidad del puente.   Al enterarse, se quitó la vida cuando resulta que el viaducto valía perfectamente.  Bueno, hay varias versiones de la historia, pero todas acaban con esa tragedia así que esa parte debe de ser cierta.  Por lo menos es la parte más llamativa.  Desde luego son muy curiosos, pero vamos, no van más allá que eso. 

         De todas formas, el resto del centro es muy atractivo.  Tiene un buen puñado de calles viejas y bonitas, unas iglesias interesantes, una alameda estupenda e incluso una playa.  Fräulein me había indicado cómo llegar y seguí al pie de la letra la información hasta un punto donde creo que me despisté, porque acabé en un puerto normal con una playa del tamaño de un patio de columpios para niños pequeños y un bar de esos en los que te esperas encontrar a Ernest Hemingway fumando, bebiendo y haciendo Dios sabe qué.  Pues allí mismo planté el culo, pedí un café cortado y me puse a escribir una notas para esta historia, quizás con esa imagen como inspiración.  Pero poco me inspiré porque a los 15 minutos lo dejé, dando por fracasado el intento.  Si no te sale, no te sale.   Y ya está.

        En ese momento me llamó Aitor, que ya estaba por allí en búsqueda mía. Se acercó también, tomamos un refresco y planeamos la tarde.  Como teníamos que estar dentro del albergue a las 22.00 como muy tarde, decidimos que sería una buena idea comprar unas cosas en un súper, un par de botellas de vino e incluso algo de fruta para el postre y el desayuno del día siguiente.  Era nuestro propósito esa  tarde reducir gastos y calorías, y nos sentimos orgullosos de nuestra autodisciplina. 

         Volvimos al centro y nos encontramos con Andrés, que estaba ya preparado para la tarde.  Le contamos nuestro plan y enseguida propuso una empanada.  Nosotros nos habíamos acordado de un par de panaderías, pero primero tomamos un café y consultamos  a un camarero de un bar, quien nos informó del mejor sitio.  Lo encontramos.  Tiene una empanada de chocos que ha ganado muchos premios.  El choco es la comida estrella de Redondela.  De hecho, hay una fiesta del choco todos los meses de mayo.  Fuimos al sitio y dejamos a Andrés para que se encargara de la compra.  Salió con cinco tipos (para hacer una degustación) de empanada por valor de unos 40 euros.  4 kilos en total.    

         Fuimos a misa, pero por el camino del Camino vimos a tres jinetes peregrinos subir la calle sobre tres caballos inmensos que hacían  clop-clop-clop, lo cual era una novedad para mí.  Tres caballos preciosos. La misa fue breve, como suelen ser en un lunes, y al terminar fuimos a que nos pusieran el sello santo.  El cura estaba encantado de que hubiera algún peregrino presente allí, y nos puso la estampa con mucha alegría.  Volvimos al bar, tomamos unas cervezas y compramos dos botellas de vino, que el muy listo nos cobró a precio de restaurante.  Hay que joderse con el suplemento del peregrino.   O sea, junto con las empanadas, la broma nos salió por unos 80 pavos en total.  ¡Vaya día de ahorros! 

         Luego entramos en nuestra casa para esa noche.  Aún no daba crédito porque era de día todavía y no tenía sentido.  Pero así eran las normas.  Fräulein nos dijo que podíamos quedarnos en la sala de abajo hasta las once, pero que a partir de las once era mejor que no.  Acabó por caerme bien.  Lo mismo era el síndrome de Estocolmo. O no.

         Entramos en la sala y pusimos los cuatro kilos de empanada en la mesa.  Siendo lo generosos que somos, invitamos a todos a participar, pero pocos se animaron.  Realizamos la degustación y los resultados fueron:

                       1er Premio: La empanada de chocos (naturalmente)

                       2º: La empanada de carne

                      3º: La empanada de zamburiñas

                      4º: La empanada de atún

                      5º: La empanada de algo más pero no me acuerdo de qué sabor, con lo cual os podéis imaginar la impresión que nos causó.

                  Después me quedé en una mesa trabajando un poco con la historia, pero  seguía sin salirme.  Se notaba que no era mi día para escribir.  Aitor y Andrés entablaron una conversación con los chicos de Coruña, que para entonces tenían la ventana abierta para poder fumar.  Como estábamos en un bajo,  de allí salían a la calle y entraban a placer.  ¡Ay, si Fräulein se enterase!

                        Y yo, siendo un niño bueno esa noche, subí a acostarme a las once.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 12

(¡Feliz Cumpleaños “Javier”!)

Muchas veces los peregrinos se levantan pronto para poder terminar antes y así evitar vivir los últimos kilómetros bajo un sol estival severo y cruel.  Esto es especialmente aconsejable cuando las etapas superan los 30 kilómetros, pero también se puede aplicar a cualquier distancia.  El clima de Galicia es algo más suave que el de Castilla, donde la meseta se convierte en un horno gigantesco, pero también es más húmedo y bochornoso.  Eso hace que la caminata al final de la jornada sea larga e incómoda, con lo cual tiene mucho sentido querer llegar al destino lo antes posible. 

          Pero no es la única razón.

          Partir antes de que los gallos canten también incrementa las posibilidades de llegar al siguiente pueblo importante con el tiempo suficiente para pillar una cama en el albergue público.  A 5€ la noche, os aseguro que es un premio muy codiciado por los frugales.  También explica porqué yo tenía serias dudas sobre hacer el Camino en un Año Xacobeo, y presentaba mis argumentos meses antes cuando estábamos debatiendo el tema.  A pesar de gozar de la oportunidad de limpiar mi alma de todo mal, temía afrontarme con el reto diario de tener que luchar con un noruego por un rinconcito con un colchoncito.  Y eso que me gusta el concepto de los albergues.  Me gusta la calidad humana que fomenta.  Lo que pasa es que en un año como este, no lo veía nada claro.    Sencillamente, me negaba a competir con mis co-caminantes.  El Camino no se trata de eso… 

         Los albergues no abren sus puertas hasta las 13.00.  Sin duda esto en parte se hace para poder limpiar y fumigar un poco; pero también me gusta pensar que es una manera de darnos a todos una oportunidad de obtener un lugar donde dormir.  Así los jóvenes fuertes y rápidos no pueden levantarse a las seis de la mañana, ir corriendo por la pista y hacerse con todas las camas antes de que los viejos, gordos y lentos como nosotros podamos llegar. 

          Desafortunadamente, no evita que la gente salga pronto y haga cola una vez allí con el mismo fin.  De hecho, eso es justo lo que pasa.  Para mí, es un tema que está por solucionar porque no reduce la competitividad y nerviosismo, y encima te hace perder toda la mañana.    Lo dejo en el buzón de sugerencias.     

          Cuando nosotros llegamos a Redondela a las 12.20 ese día, ya había un número considerable de peregrinos por delante de nosotros.  En realidad no había una fila clara, más bien algo parecido a una ameba.  Nosotros nos plantamos en la única parte que asemejaba a una línea y no nos movimos.  Aitor sacó su guía de información inagotable y nos informó de que según ella había sitio para unas 55 personas (otra persona nos oyó y dijo que según su guía de información inagotable, hasta 64).  Echamos un vistazo y calculamos poco más de 25, así que respiramos hondo sabiendo que estábamos dentro del límite.   

          A la una en punto el albergue seguía cerrado pero se veía que estaba a punto de abrir.  De repente ocurrió lo que siempre pasa en esas situaciones.  Resulta que la multitud de gente delante de nosotros tenía amigos y en algunos casos muchos.  La fila se hinchó como un globo de agua.  Pero lo peor no fue eso.  Resulta que las guías de información inagotable habían exagerado escandalosamente la cifra de camas disponibles y que en vez de ofercer más medio centenar, solo había 42…como mucho.  Así nos lo confirmó de forma gritada la encargada del albergue una vez estábamos dentro y esperando.  Era una mujer con gran potencial de voz y mando, os lo aseguro. 

          La cosa pintaba mal.  Muy mal.  Algunas personas se ponían inquietas y nerviosas ante el temor de perder una plaza.  Hubo murmureos que a continuación se convirtió en gruñones y luego en protestas bien airadas y voceadas.   “¡Dios!” me dije a mí mismo.  “Vamos a estar a palazos de aquí a poco.” Y agarré mi palo de andar por si tuviera que sujetar algún noruego contra la pared.  Cuando se trata de una cama barata…nadie es tu amigo.

          La encargada nos hizo entrar en la sala grande y formar una especie de fila sinuosa que recorría por toda el espacio, un poco como las de los aeropuertos pero sin el cordón y por tanto más peligrosa.  En caso de un disturbio nadie saldría vivo.  Era una mujer guapa y de una constitución algo menuda pero fuerte y fibrosa.  Tenía una actitud muy clara sobre cómo había que tratar a los peregrinos, que no era muy diferente a cómo se trata a ganado.  Poseía unas aptitudes organizativas impresionantes y si lo hubiera querido habría sido una fantástica jefa de prisión.  Sus destrezas comunicativas también eran imponentes.  De hecho, creo que su primera palabra era algo así como “Achtung!”

          Pues no veas cómo 40 adultos nos pusimos firmes al oír sus órdenes.  Lo que había sido un grupo multitudinario a punto de convertirse en un enloquecido bando de gentío cabreado, acabó siendo una manada de peregrinos dóciles y obedientes.  Durante unos siete minutos la mujer vomitó tal cantidad de reglas y procedimientos y con tanta eficacia que no hubo forma humana de meter baza.  Nos habló de la prioridad de los peregrinos…de los discapacitados, los que van a pie, a caballo y en bicicleta, de la manera de poner la maleta, de cómo escoger la cama, de cómo colocar la ropa lavada, donde no ponerla, cómo usar el agua, la ducha, el váter, el salón, las sillas, y así sin parar…Dios, era mareante.  Y para terminar espetó con mucha garra unas palabras que casi nos dejan tiesos.  “Y por supuesto, los que llevan coche de apoyo, que se olviden del tema, porque ni de coña van a encontrar cama.  Ya sé que os conocéis.  Si sabéis algo, que me lo digáis.”

          Ya está.  Estábamos bien jodidos.    Veréis.   En esa misma sala estaban también las francesas, las que nos habían visto poniendo nuestras mochilas en mi maletero el día anterior, y estaban convencidas de que nosotros usábamos un coche de apoyo.  Los de coche de apoyo eran los apestados del Camino.  Lo más vil.  Los tramposos.  Ellas estaban colocadas casi a la cabeza de la fila, pero por el sistema de pliegues, nos encontrábamos casi face-to-face.  Y como la muy maja de la encargada pedía que nos dilatáramos, vi cómo se acercaba una situación bien fea. Alcé la vista hacia ellas y sonreí tontamente pero nos clavaron una mirada con mucho, ¿cómo os lo puedo describir?, pues…odio. Eempecé a rezar, porque sabía que en cualquier momento las chicas podrían chillar, “¡Fraulein! ¡Fraulein!  ¡Son ellos! ¡Son ellos!  ¡Ellos tienen un coche de apoyo!  ¡Llamad a la SS!” 

          Pero por algún milagro, posiblemente porque les faltaban datos de verdad, no dijeron nada.  No por eso dejaban de hacernos sentir despreciados.  Me sentía más pecador que nunca. ¡Y esta vez, no había pecado!

          Después de que Fraulein nos organizara, aun tuvimos que esperar otra hora para que nos asignara una cama, porque de las 42 plazas, nosotros éramos los números 39, 40 y 41.   Andrés, al que no le hacía gracia esta idea del albergue desde el principio, estuvo a punto de estrangularnos.  Por fin llegamos a la mesa donde Fraulein eficientemente nos recibió y nos proporcionó un lugar para descansar nuestros huesos después de 15kms de caminata y dos horas de espera. Nos entregó a cada uno un juego de ropa de cama, que acababa siendo unos sobres de gasa a lo bestia, y subimos a encontrar una cama, lo cual no era nada fácil porque solo quedaban lo justo, con lo cual no podíamos elegir.  El problema pincipal lo tenía Aitor porque no era capaz de dormir en una litera de arriba porque de pequeño había sufrido algún accidente, o no sé qué, y aún no se había recuperado del todo de la experiencia. 

          “¿Cómo que no te has recuperado?” Pregunté.  “¿Eso que quiere decir?  ¿Qué tienes lagunas mentales y se te olvidan los pronombres cuando hablas? ¿Qué andas por ahí como una gallina de vez en cuando?”

          “No.  Simplemente que me da miedo caerme de una cama?”

          “¿Caerte?  Pero si eres más alto que la cama…”

           “Da igual, tío.  Cada uno tiene sus traumas.”

            “Es verdad.  Pues nada.  Hoy has tenido mala suerte porque mira lo que te ha tocado,” dije señalando a una litera de arriba.

          “Ya.”

          Yo por el otro lado pensé que había corrido una suerte muy diferente.  Miré el resto de la sala y vi cual era la que me correspondía a mí.   Hay que saber que, en estos albergues, meten tal cantidad de camas que parecen una lata de sardinas.  Muchas literas están tan juntas las unas a las otras que tienen poco margen de movimiento por si buscas un poco de intimidad. 

         La cama libre que yo vi estaba junta, pero vamos pegadísima,  a una donde había una alemana rubia de unos veintetanto años tumbada y en pantalones cortos y camiseta sexy.  Vamos, una cama doble para que nos entendamos.  Ella estaba leyendo algo, pero para ser justo, no me preguntéis qué porque la situación me estaba impactando tanto que no podía centrarme.   No es que tuviera pensado hacer nada malo…pero, ya me entendéis, la emoción del momento pudo conmigo.

          “¡Dios!” Exclamé por dentro. “Existes de verdad.”  Dejé caer mi mochila y palo de andar y justo cuando estaba levantando los brazos para dar gracias al Señor por su generosidad y reconocimiento de un esfuerzo mío bien realizado ese día, a pesar de ser el pecador que era, recibí un pequeño empujón que me echó de lado como en una jugada de hockey sobre hielo.  Pasó otra señora, ya bastante más mayor que ella, pero seguramente de la misma procedencia y colocó con fuerza todas sus pertinencias.  ¡Qué suerte! Debio de ser su madre.   Me había equivocado.  Mi cama era la siguiente, la de al lado, aislado y en un universo propio.  ¡Vaya con el bromista del Señor!