O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 17

Hay cosas que están mal hechas desde sus empieces.  Mal pensadas.  Mal Diseñadas.  Mal Organizadas.  Mal Comunicadas.  Mal Preparadas.  Mal Ejecutadas.  Mal Acabadas.  Vamos, una mierda de plan de principio al final.  Y lo más triste era que, en su momento, parecía algo merecedor de un premio por su brillantez.             

               Lo único que nos faltó era un poco de motivación personal.  Y es que la idea de irnos a O Porriño para recoger el coche de Andrés nació más bien de una necesidad que de un deseo, porque de no hacerlo, entonces ¿Cuándo?  ¿En el siguiente año jacobeo dentro de 11 años?  Ni de churro.  El plan era sencillo:  Acercarnos a O Porriño en el coche de Javier, volver a Pontevedra con los dos, dejar el coche de Andrés en Pontevedra y luego, mientras Javier se quedaba con nosotros, su mujer Julia se iría otra vez a la playa con los niños y su familia.  Hasta allí bien.  En una hora y media como mucho, y si todo saliéra bien podríamos estar ya sentados y disfrutando de Pontevedra la nuit.  O no.  Había una serie de problemas:

            Problema 1:  En realidad, eso no era exactamente el plan.

            Problema 2:  No disponíamos de 90 minutos.

            Problema 3:  Dijimos que el Problema 2 no era un problema…y lo era. 

            Y es que, al final, cuando uno no dice todo la verdad, las cosas acaban volviéndose en su contra. Nosotros lo teníamos complicado de entrada.  Para empezar, no teníamos las llaves del coche de Andrés.  Estaban con su dueño mientras hacía un peregrinaje horizontal en su habitación.  Por tanto, solo para salir de la ciudad no supuso tener que ir andando al garaje para coger el coche, pagarlo, subir a la superficie de la Tierra, mirar hacia la izquierda y luego hacia derecha, y encogernos los hombres porque no teníamos ni puñatera idea donde estábamos ni cómo ir al hostal.

           “¿Qué opinas?” Me preguntó Javi.

           “¿Que qué opino?  No opino.  No tengo ni idea.  Soy americano (perdón, norteamericano; perdón, estadounidense).  No sabemos nada de geografía.  Además, la última vez que estuve en Pontevedra, Felipe González era presidente.”

            “No fastidies.  Pues sí que llevas tiempo aquí en España, macho.  Anda.  Elige.”

             Saqué el dedo.  “Pito…pito…gorgorito…”

            “¡Anda ya!” dijo Javier y giró a la derecha sin esperar más. 

             Después de pasar esa fase teníamos que encontrar el hostal y de paso perdernos una vez por el camino, luego perdernos otra vez, y una tercera antes de tropezarnos con el sitio.   Subí a las habitaciones y hallé a Andrés en el baño envuelto en una toalla preparándose para atacar su pelo con un buen pegote de gomina.  Habló tranquilo e insistía en acompañarnos, pero no se daba cuenta de que había un pequeño problema con la hora.  “Andrés, cada segundo cuenta aquí.  Por favor.”  Me dio las instrucciones para operar la máquina, asintí varias veces, escuchando solo a medias como es habitual en mí.  Bajé al coche, pero no sin parar una vez más para consultar cómo llegar a O Porriño de la manera más rápida.  Sabía que había una autopista, lo sabía bien, y sabía que las leyes de la física me avalaban cuando creía que esa opción era la mejor, pero como me gusta consultar a la gente de la zona, pregunté a un paisano que estaba en una mesa fuera del bar tomando un café y me contestó sin dudar, “Mejor por la nacional.”

            “¿Por la nacional?  ¿Seguro?”

            “Sí hombre.  Por autopista nada.  Mejor por la nacional.”

            ¡Vaya por Dios!  ¿Y ahora qué?  Mi GPS mental recomendaba una cosa, pero mi GPS local proponía otra.  Por un lado quería creer en el paisano.  Quería creer en el hombre de la tierra.  El sabio de la zona.  El que sabe mucho más que yo, un pobre urbanita, un pijo de Connecticut, un yanqui perdido.  El hombre no podía tener razón; sencillamente, era una locura.  Así que le di las gracias, subí al coche y abroché el cinturón de seguridad.  Javier me preguntó: “¿Y?”

            “Por la nacional por supuesto.”   Soy tonto pero le hice caso con la remota esperanza de que saliera lo contrario.

            En resumen, entre pitos y flautas y trompetas y flautines y trombones y cualquier otro instrumento que se te ocurra, no salimos hasta las nueve menos cinco.  Las operaciones previas a la salida nos habían comido 35 minutos.  Nos quedaban 20 para viajar 60 kilómetros en pleno tráfico de verano por la tarde.  Éramos dos hombres con un destino: el fracaso.

            Lo cual no impedía que siguiéramos adelante porque, total, from lost to the river, y lo mínimo que podíamos hacer era volver con un nuestro objetivo.    Así que nos lanzamos al vacío y en dos segundos nos dimos cuenta de que nos habíamos equivocado.  Eso fue, claro, cuando Julia, con la típica oportunidad e intuición que caracteriza a las mujeres, llamó para preguntar qué tal íbamos.  “¿Estáis llegando?”   Era evidente que ella confiaba plenamente en nuestra capacidad de actuar rápido, error por su parte.  Tampoco sabía que había habido ciertos imprevistos de por medio.  Javier le puso al día con la situación. 

             “¡¿Cómo?!  ¡¿La nacional?!  ¡¿Seréis tontos?!”  La tercera pregunta era más bien retórica, ya que sobraba la respuesta. Había que darle la razón a ella.  No tenía sentido.

               Javi intentaba tranquilizar la situación, mientras yo le alimentaba con razones.  “Dile que fue el paisano.”

               Javi seguía hablando.  Yo le repetí: “Dile lo del paisano.  Lo del paisano, Javi.  Hazme caso.” 

               “Pero claro, si el hombre en el bar nos dijo que era mejor por la nacional.  Es un paisano.  Hemos hecho lo que se debería hacer.”

              “Dile que es un hombre de la tierra también.”  Le susurré.

              “Un hombre de la tierra.”

              “Habéis hecho bien?  Habéis hecho el jilipooollas.”   Julia dejó claro lo que el hombre de la tierra podía hacer, y que si queríamos, podríamos ir con él también.

              “Creo que no está conforme.”

             Me puse a rezar.  “Padre nuestro que estás en el cielo, transpórtanos a O Porriño…”   

             “No te preocupes Julia.  Vamos con un poco de retraso, pero más o menos a las 21.30 estamos.”  Sí hombre, ni de churro.   Ella colgó nada convencida.

               Unos segundos después recibimos una llamada de Aitor, que estaba intentando echarnos una mano desde el otro lado y hacía una labor de diplomacia que tan bien le caracterizaba.  “¿Cómo vais chicos?” preguntaba con alegría.  “¿Os queda mucho, no verdad?”  Le dije la verdad.  Se notaba que no estaba solo y hablaba en voz alta y fuerte.  “Genial.  Pues nada.  Nos veremos dentro de nada.”   Luego se ve que se había apartado un poco porque cambió  cuando tenía unos segundos solo añadió, “Pero cómo se os ocurre ir por la nacional…?”

             Yo intentaba tranquilizar a Javier diciendo que no había problema, que si hacía falta acompañar el coche a Portonovo, que se haría sin ningún problema.  “¿Cómo que acompañar?  Pero eso era el plan desde el principio.  Vamos a cenar allí.  Tengo todo preparado.”

            ¿!Cenar!?  Buenoooo.  A nuestro paso, ni para chocolate con churros.  “Lo veo chungo, tío.  Creo que es mejor cancelarlo.  Les llevamos a Portonovo y ya está.”    Vi que Javi estaba decepcionado porque le hacúa ilusión y sé que estaba siendo yo egoísta.  Me sentía mal.

             Por mucho que quisiéramos ir más de prisa, no había manera.  El tráfico era tremendo y si teníamos la suerte de poder quitarnos de en medio un de ellos, enseguida lo sustiuía otro, como si se tratara de un equipo pagado por el ayuntamiento.  Me preocupaba mucho por la salud de Javier.  Dejaba de hablar, algo nada habitual en él, y miraba hacia adelante sin pestañar como le pasa a uno cuando hay que .  Puse la mano por delante de su cara y la movía, pero nada.  No había respuesta.  Oficialmente había perdido todo sentido.   Estábamos por Redondela me vino una gran inspiración.  “Oye, mira esos viaductos de tren.  ¿Sabías que el hombre que los diseñó se suicidó?”    Ya no había nadie en control del coche.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 11

A las 6.30 de la mañana saltó el alarma de mi móvil y dije algo así como “¿Dónde coño estoy?” porque, por norma, no tengo costumbre de despertarme en el suelo de una terraza de un hotel, o por lo menos sin haber estado de juerga la noche anterior.  Eso me pasaba por haber viajado a tantos sitios en 48 horas. Había perdido toda noción de mis sentidos.  El hotel.  El hotel.  Era verdad.  Estábamos en el hotel.  Sé perfectamente que no mola, desde un punto de vista purista, ser peregrino y huésped en un hotel, pero a mí me daba igual porque a nadie le he prometido que esto sería una especie de guía para los super machos del Camino.  Se hace cómo se puede y ya está.  Además una cama cómoda no quitaba el hecho de levantarme a primera hora todos los días en medio de mis vacaciones para caminar 20 kilómetros con 7 kilos de peso encima en pleno calor de verano.  Así que nada, me estoy intentando justificar mediante una justificación penosa…no pasa nada.

            En fin, esa mañana me quedé en la cama un ratito más pero Andrés me despertó a los 10 minutos y antes de poner los pies en suelo, puso un cigarrillo en la boca, y me dijo, “Que sepas, macho, tú también roncas.”

            “¿Yo?” dije sorprendido como si hubieran acusado a mi madre de robar latas de aceitunas.  “¿Qué dices?”

            “Sí tú,” confirmó Aitor con convicción. 

            “Imposible.  Soy de Greenwich, Connecticut, y en mi ciudad no me dejan roncar, os lo aseguro.”

            “Pues llevas mucho tiempo fuera de allí, porque roncas como un búfalo,” me dijo Andrés al final con levedad y un guiño del ojo.  Será así supongo.  Pero no tengo constancia de él. 

           Nos vestimos rápido y bajamos a la cafetería a desayunar.  Pedí mi versión standard de menú peregrino: café con leche, un bollo, y 600mg de Ibupofreno.  Me sentó de maravilla.  Luego me puse mi pañuelo azul que un querido amigo de Villanueva de los Infantes me había regalado en las fiestas de las Cruces de Mayo.  Era mi look personalizado del Camino.  Cada uno debería tenerlo.

          Salir de O Porriño resultó ser más difícil que nos esperábamos.  Al parecer el pueblo tiene un gran sentido de humor y no veía necesario colocar flechas y deambulábamos un rato antes de encontrar una indicación clara.  A poco de reengancharnos, entramos en un tramo de la carretera principal.  Un tramo común, como lo llaman, cuando los peregrinos y los coches coinciden.  Era la hora punta de mañana y el tráfico estaba muy activo, por no decir terrorífico.  No dispongo del número de coches que hay en Galicia, pero calculo que por lo menos la mitad circulaba por O Porriño esa mañana.  ¡Y de qué manera! ¡Dios!  Los vehículos que venían de frente se acercaban a tal velocidad que, al pasar, me encontraba implorando en voz baja “Señor.  ¡Llévame contigo!” Esta gente no solo no frenaba al vernos, ni siquiera soltaban el acelerador.  Es más, juraría que algunos tenían una especie de sonrisa diabólica.   Me cagaba de miedo, de verdad.

          Sentía este temor sobre todo cuando se trataba de los camiones. No deja de sorprender las velocidades a las que viajan esas monstruosidades, especialmente en las curvas donde los principios de la centrifugación dictan que el vehículo, con toda probabilidad, se deslizará fuera de la pista hacia ti donde tú como ser humano (y esto es especialmente importante tener en mente) tendrás grandes dificultades para detenerlo, por muy beato que seas (Véase san Telmito).   No obstante, es una prueba de fe para ti como peregrino porque el más mínimo fallo de cálculo por parte del conductor o algún defecto mecánico del motor que se tenía que haber reparado meses antes, podría resultar en que te encuentres ¡Plas! aplastado sobre el parabrisas y yendo en el sentido contrario de tu peregrinaje.  Podrías ser un peregrino, digamos, sin rumbo. 

          Yo me entretenía imaginándome agarrado a la ventana y mirando por el rabillo del ojo a dos pasajeros dentro de la cabina del camión, impactados por lo que acababa de suceder. 

         De repente, el de  diría al otro con su acentiño gallego, “Oye Manolo.  ¿Qué demonios é alí na ventana?”

          Y Manolo contestaría.  “Me parece un peregrine.”

          “E qué fai un peregino na ventana, home?”

           “Eu que sei!” diría Manolo con una risa tonta.  “Pero le di bien esta vez.  Saludémosle.  Bos días caminante! Cómo che fai?”

          Y yo, aún bajo los efectos de mi Ibuprofeno, no notaría todavía el dolor de los huesos rotos dentro de mi cuerpo, y también le desearía buenos días a mi manera y le propondría unas cuantas maneras de pasarlo y a donde pondría para pasarlos.  

          El hombre en el asiento de pasajero pondría una cara de intentar entenderme.  “Mueve los labios.  Está intentando decirnos algo.  ¿Qué pasa peregrine?  No te oímos.”

          Así que gritaría por fin.  “¡Idos a tomar por saco y dejadme bajar!”

          “No lo oigo nada.  Vamos, quitémoslo de en medio que no veo donde está la salida.”

          “Vale.  Y daré con un poquiño de fluido y luego barreré con el parabrisas. Jiji.”

          Muy bien.  El muy gracioso.  De todas formas, yo por si acaso, me alejaba todo lo posible del bordillo. 

          Tardamos un poco, pero por fin salimos de ese caos y retornamos al Camino que añoraba y me encontraba mucho mejor.  El sendero nos condujo a una aldea pequeña llamada Mos, que tenía una casa señorial restaurada muy bonita en su centro.  También había un albergue para peregrinos.  Paramos en una cafetería para desayunar algo.  La mujer que la llevaba, Lola, era muy amable y muy habladora.  Se notaba que le gustaba mucho su oficio.  Nos contó todo lo que uno puede decir de sí mismo en 15 minutos, y al final, ya estaba sacando el álbum de fotos.  Debió de ser una cocinera maravillosa que hasta un austriaco le dedicó unos versos a su tortilla de patata.  Me enseñó la poesía y todo.  Vamos, desde luego estos austriacos saben de verdad cómo ligarse a una mujer.

          Unos metros más allá, iniciamos lo que se podría llamar nuestro primer encontronazo con una subida de consideración.  Verás, aunque ese día tocaba otra etapa corta de unos 15 kilómetros, casi de risa, había una diferencia esta vez.  Tenías que superar una cuesta modesta, que a fin de cuentas nunca es modesta si subir cuestas es algo que no haces con frecuencia.  El monte no era alpino ni en altura ni en dificultad, y tampoco haría falta veinte minutos más para cocer un pastel, pero hay que reconocer que había unas rampitas bastante majas.  Andrés, al ver lo que le esperaba soltó por primera vez un energético “¡hostias!” y se disponía a escalar lentamente cogiendo un ritmo que le venía bien a él.  Tomábamos nuestro tiempo, y aunque a mí me resultó bastante manejable, reconozco que las colinas tienen una manera de ser que les hace parecer interminables, por muy bajas que sean.  Andas y andas, y crees que ya has llegado, pero nada.  Y andas algo más para ver qué pasa.  Y por fin estás.  

         Por mucho que me gustara subir el monte, me sobraba totalmente bajarlo.  Sin lugar de dudas alivia el esfuerzo que has hecho justo antes, pero solo para provocar otro.  Descender requiere que emplees todo tu cuerpo para evitar que te tropieces, caigas y termines la bajada rodando como una bola de carne y mochila con todas tus pertinencias adelantándote por el camino.  Como consecuencia aumenta el estrés sobre las articulaciones, y a mí me preocupaba en particular la rodilla porque fue un fallo en ese punto lo que causó mi infierno particular el año anterior.  Con más de noventa kilómetros por delante, no estaba dispuesto a experimentar semejante sufrimiento.

          En este caso, las rampas eran especialmente empinadas por tanto adopté una táctica de zig-zag por la carretera para reducir el pendiente.  No sé si parecía más profesional o a un idiota total.  Pero conseguí llegar abajo, al igual que los demás, ilesos.  Solo faltaban un par de kilómetros para la entrada de Redondela, donde decidimos que pasaríamos nuestra primera noche en un albergue público.   Que tiemble el Apostal. 

O Camiño: Diario de Un Peregrino sin Rumbo 10

Ahí lo tenéis, amigos.  El primer día fue un exitazo.  Es verdad que solo caminamos unos 15 kilómetros, una mariconada para el Camino, pero era lo mejor para asegurar que nuestros cuerpos llegaran bien.  No hubo muertes.  Ni abandonos.   Ni ampollas como cúpulas.  Había buen feeling, como Dios manda en el Camino.  Yo, por mi parte, estaba especialmente agradecido por haber usado zapatillas en vez de esas botas castigadoras.  No valen para caminar.  Valen para discapacitar.  Además, el Camino Portugués es sobre todo asfaltado y si poco servían en otras partes, ahora menos, macho.

            En general me encontraba estupendamente.  Se ve que los ejercicios que hacía con las abuelas en los parques para la tercera edad daban resultado.   Tendría que llamarlas para decírselo.  Las mismas buenas sensaciones tenían mis compañeros, que estaban más que enteros aunque, eso sí, Andrés pidió que intentáramos no pisar tan fuerte en los últimos metros, y se lo prometimos.

            El Camino estaba sorprendentemente tranquilo teniendo en cuenta las fechas, y los 250.000 no aparecían por ninguna parte.  Me esperaba algo así como la Calle Goya en Navidades, pero peor porque la gente va armada con bastones que clavan.  Pero no fue así.  En los 10 primeros kilómetros, estábamos casi solos, y luego de repente empezaban a aparecer.    Había  todo tipo de peregrinos, pero predominaban los italianos.  Vamos, que me parecía que no quedaba ninguno en su país.  

            El resto de la tarde fue algo más surrealista.  Llevé a los dos a Tuy para que pudieran coger el coche, y volví a Lalín.  Ellos se quedaron con la misión de intentar colarme en un albergue público, cosa nada fácil porque el albergue no se abría hasta las 13.00 y yo me iba antes.  Además no suelen adjudicar una cama a quien no esté allí presente.  Vamos, que nunca lo hacen. Yo lo entiendo, de verdad, pero de todas formas les dejé mi credencial por si acaso. Faltaba una carta de mi madre diciendo que soy un buen chico, pero lo mismo tengo suerte.

            Volví corriendo a Lalín y llegué justo antes de la hora prevista.  Gracias a Dios, estas cosas nunca empiezan a la hora; se puede decir que me sobraba casi una hora.  La Comunión fue muy bonita y la comida posterior larga, amplia, profunda y muy, muy completa.  Aproveché todo lo que pude porque no sabía cuándo podría disfrutar de una buena comilona, y al levantarme, noté cómo mi torso se estiraba medio metro mientras la parte inferior de mi cuerpo se mostró incapaz de moverse. 

            Aitor me llamó por la tarde y me dijo que me buscarían sobre las ocho de la tarde, pero no aparecieron hasta las nueve.  Mientras tanto, yo me transformaba de Brian, chico chic de communion, a Brian, hombre agreste y desastre del Camino.  Mi atuendo de peregrino estaba sin lavar.  No quería perder ni una gota de sudor.  Por lo menos para ese día.  Me despedí de mi familia una vez más, se estaba convirtiendo en hábito esto, y marchamos otra vez.

             Tenía ganas de volver al Camino.  Unas ganas locas.  Lo cual no quiere decir que no me lo hubiera pasado muy bien en la comida familiar.  Lo que pasa es que es tremendamente difícil mezclar las dos cosas.  O bien estás en el Camino, o bien no estás…

            Mis co-expedicionarios me dijeron que habían fracasado en su intento de reservar una cama, por tanto pasaron del tema.  No me sorprendió para nada. La gente que lleva esos albergues es bastante inflexible en esos temas, sobre todo en fechas claves.  Tiene sentido también.  Si no, un grupo de, digamos seis, podría enviar al más rápido para que cogiera camas para los demás que “venían de camino”.  Y eso es por no mencionar al más listillo que aparca el coche lejos y llega jadeando y pidiendo alojamiento barato.  Así que no merece la pena poner cara de santo y decir: “Brian es un tipo estupendo y ha hecho la etapa rezando diez rosarios mientras venía para acá”.  Les importa un pepino.  “No hay Brian.  No hay cama.”

           Así que, sin posibilidad de dormirnos a lo espartano, aceptamos heroicamente la opción de pasar la noche en un hotel.  Encontraron una triple que salía a 18€ por cabeza, todo un chollo a mi modo de ver las cosas.  Por tan solo unos seis euros más que el albergue privado, disfrutamos de un baño particular, televisor, cama cómoda, etc.   Después de pasar el día corriendo por todas partes, me sonaba a gloria. 

           Entramos en O Porriño sobre las 10.30 de la noche y teníamos hambre.  Bueno, después de mi comilona, yo no, pero estaba dispuesto a colaborar con mis compañeros.  Muchos sitios deprimen el ánimo un domingo por la noche, y O Porriño no decepcionó en ese sentido.  Parecía que no íbamos a encontrar un sitio, pero tuvimos la suerte de toparnos con una tapería que por fuera prometía poco, pero que nos dejó más que satisfechos al terminar.  Fue abundante, eso os lo aseguro, y aunque no tenía mucha hambre al principio por culpa de la comida, me fui animando incentivado por el temor de que no volvería a comer igual de bien en los días venideros. 

        Después de dejar la cocina casi vacía, volvimos al centro, aparcamos el coche de Andrés y dimos un paseo hacia el hotel.  En el centro centro,  O Porriño, lo que es el centro, centro más céntrico, no está nada mal.  Incluso tenía algo de encanto, pero poco  espacio.  Irónicamente, uno de los hijos predilectos de la villa fue un arquitecto que llegaría a diseñar, entre otras cosas, uno de los edificios más emblemáticos y fotografiados de Madrid.  Se llama el Palacio de Comunicaciones y es la creación de Antonio Palacios.  La casa particular de Palacios es ahora la alcaldía de Porriño y es, sin lugar a dudas, el sitio más interesante de O Porriño. 

           Otra vez, era casi la una cuando nos metimos en la cama.  No había manera de hacer esto bien, y ni siquiera teníamos la excusa de habernos ido a Portugal.  La triple era en realidad una doble con una cama supletoria.  Una de las mayores ventajas de la habitación fue el balcón, que era más bien una terraza.  En búsqueda de un sueño profundo, empujé la cama hacia allí y encontré un lugar tranquilo.  Me sentía de maravilla por volver al Camino.  Me acosté con ganas de dormirme cuanto antes para poder levantarme pronto y echarme al Camino de nuevo, y me prometí que no volvería a alejarme de allí demasiado nunca más en lo que quedaba de viaje.  El aire estaba fresquito.  Atractivamente fresco.  E incluso podía ver algunas estrellas aunque ya me había quitado mis gafas.  

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 9

Se describe la etapa corta entre Tuy y O Porriño como una de las menos atractivas de las últimas antes de llegar a Santiago y tengo que reconocer que, en muchos aspectos, se cumplieron las expectativas.  Por eso estaba contento de quitármela de en medio el primer día.  No todo fue tan horrendo, desde luego.  La primera parte estaba bastante agradable, con muchas aldeas, una capilla bonita para admirar, un paisano o dos para saludar y unos trechos de campo y bosque para atravesar.  Hasta allí bien.  Fue una buena oportunidad para calentarse, circular la sangre y poner en forma los músculos y las articulaciones para que no acabáramos la semana matándonos los unos a los otros.  Aitor llevaba la conversación con su habitual alegría y hablaba de lo mucho que el Camino significaba para él y de lo grande que iba a ser la semana que nos esperaba.  Andrés, por su parte, estaba animado pero tomaba cada kilómetro con cierta circunspección mientras intentaba hacerse una idea de lo que significaba ser un peregrino físicamente hablando.

            Lo más interesante de la primera parte desde el punto de vista histórico y cultural era un pequeño puente medieval, que llevaba el temible nombre de “el puente de los Fiebres”, donde San Telmo se enfermó seriamente durante su peregrinaje a Santiago allá por el año 1251.   Telmo fue llevado posteriormente a Tuy donde moriría unos días después.  La buena gente de Tuy como muestra de agradecimiento al hombre por haber estirado la pata en su ciudad le nombró patrón, y se celebra su fiesta cada año el lunes siguiente al Pascua.   Hay una breve inscripción grabada en una piedra cerca del puente que cuenta la historia y es una conmovedora crónica de la fe, pero también un mensaje descorazonador a los fieles. Personalmente, a mí me decía: “los peregrinos llevan muchos años muriendo en este Camino, incluso los piadosos, así que ¡Ojo, pecador! y tú podrás ser el siguiente.”  No es precisamente el tipo de cartel que quieres ver a 110 kilómetros de tu meta. Además observaba que el agua debajo estaba casi muerta, inerte, estancada hasta más no poder.  Me imaginaba todo tipo de bicho volador y bacteriano preparándose para lanzar un ataque letal y llevarme a mi tumba.  De todas formas, era el único monumento de cierto interés por la zona así que no quisimos irnos sin alguna forma de testimonio así que dos caminantes de habla francesa nos sacaron una foto.

         A parte de eso, había poco reseñable en el Camino esa mañana, lo cual no nos molestó porque en general lo que queríamos era entrar en el ambiente de los peregrinos.  Cuando llevábamos un poco más de la mitad entramos en una zona abierta con una cafetería y unas mesas de picnic.  Casi no pintaban nada allí, pero de alguna manera era nuestro último contacto con la naturaleza antes de entrar en la zona a O Porriño.    Aitor sacó de la nada un buen cacho que queso y algo de pan.  El hombre era todo un mago cuando se trataba de proveernos con la alimentación necesaria para mantenernos en forma.  No sé cómo lo hacía ni cómo lo conseguía pero era como una especie de despensa con patas.  Nos lo comíamos muy a gusto y lo acompañábamos con una botella de agua fresca mientras entregábamos al gato de turno unas migas y éste las aceptó con suma gratitud. 

          Después descendimos una cuesta y anduvimos por una calle hasta entrar en un recto de unos 3 kilómetros de naves industriales.  Era una señal inconfundible de que estábamos entrando en O Porriño.  El polígono representa una de las características más conocidas de esta pequeña ciudad, lo cual te da una idea de cómo es en general.  Todo el mundo me decía lo mismo cuando les preguntaba sobre el lugar: ”Sí, bueno, verás, está bien, vamos que no está mal, digamos, tiene una zona industrial muy grande, eso sí, pero muy, muy grande ¿eh?.  ¡Grande!  Es muy difícil apreciar lo que son 3 kilómetros de almacenes hasta que pasas, no caminas, por ellos.  Desolador. 

         Esta calle constituye lo que puede ser uno de los tramos más feos del Camino en Galicia.  Pero no le puedo culpar a O Porriño.  Después de todo, los tiempos modernos han proporcionado otro destino para él.  La industria de su valiosísimo granito ha permitido que la comunidad prosperara como pocas en la zona, así que ¿qué más les daba el Camino?  Lo entendía perfectamente, aunque me daba pena.  Pasaban del Camino, y el Camino se lo admitía.  Por el otro lado, pasaban del Camino y el Camino pasaba de ellos.  Los peregrinos seguían llegando. ¡Qué remedio!

         Hasta ese momento, la jornada suponía poco más que un paseo ligero, y hubiera seguido así de no haber sido por las prisas que tenía yo de llegar para luego marcharme a Lalín.  Por tanto en ese recto, metí caña pensando que quedaba poco para llegar.  Andábamos y andábamos y andábamos y no veíamos el final.  Luego cruzamos  por encima de la autovía, y luego seguíamos otro recto.  Había casas y comercio, todo lo que podía parecer una zona urbana, pero no parábamos de caminar.  Por fin pregunté a uno por dónde estaba el centro y nos dijo que primero teníamos que entrar en O Porriño. 

         “¿Entrar?” pregunté con asombro.  “Pero yo pensaba que ya estábamos allí.” 

         Sí hombre. Eso es amigos míos.  Así es la naturaleza del Camino.  Estás allí, y a la vez, no estás allí.  Y cuando piensas que por fin estás, casi nunca te falta un poquito más. Requiere mucha paciencia, que fue justo lo que me faltaba ese día.  Así que, me frustré y empecé a andar a toda pastilla.  Por fin logramos nuestra meta, pero, en parte, a costa de la felicidad de Andrés, que hasta ese momento iba muy bien pero que no esperaba tanto empeño.  Llegó unos minutos después de nosotros muy cansado y con una cara enrojecida como si una camarera alemana de Oktoberfest le hubiera dado diez bofetadas.  Como siempre, habló con la suma educación que le caracterizaba cuando preguntó: “Hola chicos,” hizo una pausa para respirar antes de seguir.  “¿Soy yo o es que habéis ido un poco rápido al final?”

         “Tienes razón, chico.  Pero la culpa es mía.”

         …Poco después nos encontramos al lado del albergue donde estaba mi coche.  Mientras tirábamos nuestras cosas en el maletero, las dos peregrinas francesas pasaron, nos vieron y empezaban a regañarnos con el dedo.  “¿Qué pasa, eh?” Dije.  “¿No se puede?”  Repitieron el gesto y se fueron.  

          Enseguida me di cuenta de nuestro error: No dejes tu coche al lado de un albergue.  Piensan los peregrinos que estás usando un coche de apoyo, y si no tienes pinta de necesitar un coche de apoyo, no les hace mucha gracia. 

         Yo estuve a punto de chillar.  “No es lo que parece.  No sabéis.  Así que podéis dejar la tontería del dedo, ¿eh?”  Pero hubiera quedado peor, te lo aseguro, sobre todo porque no sé decir esas cosas en francés.  Así que a la porra con todo.  Era nuestro Camino, no el suyo.

O Camiño: Diario de un peregrino sin rumbo 6

Todo hasta ese momento estaba bien organizado y preparado.  Solo quedaba un asunto por resolver respecto al primer día: yo tenía que estar en una primera comunión en Lalín a 100kms de nuestro objetivo a las 13.30.  Asistir al acontecimiento no solo ponía en duda mi participación en esa etapa, también peligraba mi oportunidad de conseguir la Compostela y de paso mi indulgencia plenaria de todo lo que había hecho mal hasta la fecha.    

         Eso me dejó con un buen número de opciones entre la cuales tenía que elegir:

         1) Saltarme la primera etapa y juntarme con ellos a partir de la segunda etapa, desde O Porriño.  La única pega era que al llegar a Santiago habría caminado 98 kilómetros, dos menos que el mínimo, y ni de coña iba a andar durante 5 días solo para quedar a cuatro pasos de conseguir un perdón eterno, por no hablar de llevarme a casa un certificado chulísimo con mi nombre escrito en latín.

         2) Saltarme la primera etapa y hacer doble etapa el lunes, desde Tuy a Redondela, ¿30 kilómetros en la primera jornada?  Sí, hombre.  Ya había aprendido esa lección el año anterior.  Sería más fácil que me disparase a mí mismo en las rodillas en vez de sufrir siete horas de tortura.  Va a ser que no.

         3) Ir a la comunión y salir corriendo hasta Tuy esa tarde para hacer la etapa solo antes de que se hiciera de noche.  Ese plan era factible y mi idea original, puesto que la etapa solo tenía 15 kilómetros y era más que alcanzable.  El problema: los banquetes familiares gallegas son especialmente abundantes, y recorrer ese tramo de campo después de haber sido expuesto a semejante cantidad de comida podría resultar con un helicóptero de protección civil buscando a mi cuerpo exhausto tumbado boca abajo sobre un muro.  No lo veo.

         4) Levantarme pronto…vamos, madrugar, y llevar el coche hasta Tuy, realizar la etapa y volver a Lalín para la comunión, asistir a la misa y comer como un cerdo, volver al Camino por la tarde.  La parte que más me gustaba del plan (os aseguro que no era levantarme a las 5:30 de la mañana) era que podría completar la etapa con el resto de mi equipo y que me sentiría una parte del Camino desde el primer minuto.  Eso es muy importante.  Lo que pasa era que…pues a las 5:30 tan calentito en la cama…madrugar…como que no…que les den.

         5) Hacer el mismo plan pero salir la noche anterior.  Esto sí que me parecía sensato.  Es verdad que suponía irme un día antes, pero visto desde todos los puntos de vista, era lo correcto. 

         De modo que esperé como un soldado raso el llamamiento de Aitor para movilizarnos, lo cual se produjo sobre las siete de la tarde. Primero iríamos a O Porriño, dejar mi coche cerca del albergue de peregrinos para tenerlo a nuestra disposición al día siguiente, y de ahí a Tuy para hacer noche. Me despedí de mi familia, haciendo hincapié en los propósitos espirituales de redención y otras razones nobles para justificar abandonarles en plenas vacaciones, y después me subí al coche y marché.

Había empezado.

On the Road: Memories of a Pilgrim with No Direction 8

The brief stage from Tuy to O Porriño is described as being one of the least attractive of the final legs leading up to Santiago de Compostela and I have to admit that, in many ways, it lived up to its billing.  That’s why I was grateful to get it out of the way the first day.  Not all of it was horrendous by any stretch of the imagination.  The first half was actually quite pleasant, with plenty of small villages to weave through, an occasional lichen-clad chapel to admire, a local or two to greet, and a few patches of woods and grassy fields to cross.  This was a good time to get our blood pumping, our bones and joints greased and our muscles back into to shape so that we wouldn’t kill each other by the end of the week.  Aitor carried on a lively conversation about how much the Camino meant to him and what a great week we had ahead of us while Andrés took each kilometer with a degree of circumspection as he tried to get a feel for what this journey was all about and just how it was going to affect him. 

         The historical highlight of this section was a small medieval bridge, known forebodingly as the Bridge of Fevers, where San Telmo (Saint Elmo – yes, the one you might associate with glowing boats and planes or even Rob Lowe) became seriously ill during his pilgrimage to Santiago in 1251.  The holy man was subsequently returned to Tuy where he would eventually die.  A brief chronicle of the events is engraved in stone at the site and it is a moving tribute to his faith, but at the same time a discouraging message to the faithful because it said “pilgrims die on the Camino and have been doing it for a long time”.  Not the type of thing you want to see when you are 110 km away from the finishing line.  The water beneath the crossover was fairly stagnant and produced a warm, acrid summer stench.  I wondered if that had anything to do with the old man’s demise.  Either that or someone from the nearby town of O Porriño was making their own special contribution to the local water supply.  All the same, it was the only worthy landmark in the first stage, so we had a couple of pilgrims who spoke French take a picture of us.

         Other than that, there was little remarkable about the trail that morning, which that was all right by us because the purpose that day was to get ourselves into that pilgrimage mood.  A little over halfway through the stage we came to a naked rest area with a cafeteria and shaded picnic tables which were oddly but strategically stationed on a lookout above our destination O Porriño.  Aitor produced a hunk of cheese and some bread.  The man was a pure magician when it came to supplying us with the necessary nourishment in times of need.  We munched away, washed it down with water, and handed a local begging cat a few well-appreciated crumbs.  Andrés showed some initial signs of weariness, but all in all he was looking good. 

         We then descended a small hill and turned down a 3-kilometer straightaway of endless warehouses, an undeniable sign that we were entering O Porriño.  This industrial district happens to be one of the features that best characterize the town, which should give you an idea of its esthetic value.  It also makes up what is quite possibly the most unsightly stretch of the Camino in all of Galicia.  But you can’t completely blame the town.  Modern times have had another fate for its inhabitants who have come to thrive on its ample supply of excellent granite and marble.  As a result the Camino doesn’t seem to get the attention it might otherwise deserve in another community of lesser economic prosperity.  As modest as it was in terms of beauty, I accepted it as just another face of this journey, because the Camino can be like that.   

         Up to that point, the day had been little more than a leisurely stroll, and it would have stayed that way had I not had been in such a hurry.  So, I pressed on and on, crossed over to another straightaway and trekked down another endless stream of asphalt.  All this time, I kept thinking we were but a few hundred yards from the town center, but nothing came up.   We finally had to ask someone how much was left and they said we still had to get to Porriño. 

         “But wait,” I wondered.  “I thought this was supposed to be Porriño already.  What the heck?” 

         Yeah, right.  That’s just the nature of the Camino.  You can be there and not there, and then no where, at the same time.   And just when you think you are there again, you almost never are.  It can take forever and it requires patience, which was precisely what I lacked at that very moment. Out of frustration and fear of running late, I kicked it into high gear.  The final spurt of energy got me to where I wanted to be but it took a lot out of Andrés who arrived a few minutes behind us looking like he had been slapped in the face a dozen times by a German Oktoberfest waitress. 

         Andrés likes to be discreet in his observations and politely observed amid gasps, “Was it me or did you guys go a little fast there?”

         Once at the shelter, we went straight for the car and dumped our things in the trunk.  Just then the French-speaking girls who had taken our picture at the bridge walked by from a distance and shook their fingers at us in a disapprovingly. 

        “What?” I gestured. 

         Then I realized we made a big mistake.  Pilgrims don’t like cars and the minute they see you with one, they grimace and make all sorts of assumptions about your using a support car.  Clearly this wasn’t our case at all, and I hated giving the wrong impression.  I felt like yelling, “It’s not what you think, eh?  So, you can knock off the finger wagging thing.”   

         But I don’t know how to say that in French, and I am sure most people don’t either.  Oh, well, who cared?  We knew the truth and it was our Camino not theirs.