Por un Puñado de Pavos

Aquí os enseño una foto de mi pavo, que se consumió a lo largo de estos días.  Aun estamos en noviembre así que me tomo la libertad de hablar del día de Acción de Gracias, aunque fue ya hace una semana.  Rara vez lo celebro el mismo día, ya que es una semana normal de trabajo aquí en Madrid, aunque parezca mentira. Tanto puente…tanto puente…y tocan cinco días consecutivos laborables.  Hay que jorobarse…no digo el otro porque se me acusa de utilizar con demasiada alegría los tacos en español, cosa que me impacta porque había pensado que nadie utilizaba tantas palabras soeces como los españoles, pero parece solo los futbolistas extranjeros y los profesores pecamos de eso.  Mis amigos me dicen cosas como:

        “¡Joder! Te has pasado un huevo con los tacos en tu libro.  Pareces un convicto, me cago en la puta.”

        “Pero yo solo estaba intentando reflejar el lenguaje que yo oigo de vosotros.”

        “¡Nos has jodido!  Nosotros hablamos así, pero es una cosa decirlo, es otra cosa escribirlo, joder.”

        “¿Y si quiero escribir cómo habláis?  ¿Cómo lo hago?”

        “Yo qué sé.  Ni puta idea.  Pero así no.  Ten en cuenta que la gente no quiere leer esas barbaridades, coño.  Hay que ser más fino.”

        “Vale, vale.  Lo intentaré.”

        Y así es.  Sigo fiel a mi promesa de no usar tacos.  Solo quiero hablar de pavos.  Esto es el mío en la foto, visto desde arriba, desde el punto de de vista de un pájaro volando, algo que un pavo nunca podría hacer, por cierto.

         No es fácil pillar un pavo así porque sí en España, en esta época, por lo menos.  Tienes que encargarlo porque tu pollería normal y corriente no los tiene por allí.  Ellos, a su vez, te lo tienen que encargar.  Lo hacen encantados porque esta fiesta les supone un negocio que antes no existía en sus vidas.  El dueño de la pollería de mi mercado ya había vendido unos diez la semana pasada.  Y bien hermosos, quieras o no.  Aunque le pedías uno pequeño porque tienes un horno con capacidad para seis magdalenas.  Es una joya de otra época donde tengo que calcular la temperatura según oigo la cantidad de gas que sale dentro.  Todos los años al pollero le pido un ejemplar de unos 4 o 4,5 kilos, me dice que vale, y me entrega uno de 5,5, siendo éste “el más pequeño de toda la ciudad.”  Yo sospecho de una pizca de picardía por su parte, propio de algunos comerciantes aquí.  Es un modesto suplemento, aunque tampoco tan pequeño, que a seis euros y kilo, sale el ave a muchos pavos por pavo.  Me explica que la época de pavos en Navidad está dentro de un mes, y que los de tamaño más pequeños se están preparando para entonces y que no los hay ahora.

       “¿Qué pasa?” gruño en voz baja. “¿Encogen de aquí a entonces?”

        Da igual.  Ha salido triunfante del horno y sigue en la casa.  Ahora estoy con los huesos haciendo un caldo de la ho…perdón, de lo más satisfactorio.  El resto ha sido repartido entre mi estómago, mis hijas y algunos amigos que se han emocionado mucho ante la posibilidad de probar un pavo de Thanksgiving de verdad.  Esta fiesta les resulta curiosa a los españoles, y les intriga, sin entender muy bien para qué es y para qué sirve.  Ni cuando con exactitud.  Se celebra el cuarto jueves de cada noviembre, por cierto, y forma parte de un puente hermoso de cinco días.  Pero es una fiesta que atrae mucho a los españoles que conozco yo.  Quizás sea porque se trata de una reunión familiar en la que se come a lo bestia; dos costumbres bien arraigadas en el espíritu español.