O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 31

Javier se fue poco después.  Julia y los hijos le vinieron a buscar y devolverle a otro Camino particular que se llamaba la playa.  Se lo había pasado bien, pero tenía ganas de regresar. 

              Yo, por mi parte, no tenía muy claro lo que iba a hacer.  Mi idea original era volver a Lalín dejar mis cosas del Camino, hacer la maleta normal y volver a Madrid.  Pero había un problema inesperado, o totalmente esperado según lo veas.  Después del todo era uno de los fines de semanas con mayores desplazamientos de todo el año.  No había tren, más bien no quedaban billetes de tren hasta el martes.  Eso me dejaba con la posibilidad de coger un autocar, un auténtico coñazo, que, como último recurso, valía perfectamente, pero hasta que no quemara todos mis cartuchos iba a intentar evitarlos.  

                Aitor y Andrés iban a volver en coche, el de Andrés, pero había para mí un par de inconvenientes: Uno era que no pensaban salir hasta el día siguiente y el otro (y esto era aún más determinante), no tenían el coche de Andrés.  Estaba todavía a 60 kilómetros en un parking en Pontevedra.  O eso suponíamos.  Había que ir a por él.  

                 Sus planes originales eran ir a playa de La Lanzada, cerca de Sanxenxo y pasar el día allí, una propuesta que me apetecía cero.  La Lanzada es una playa mítica y misteriosa donde dicen que las aguas tienen poderes especiales.   Y no mienten.  Es que el agua está muy fría, pero que tan fría que basta con estar sumergido 10 minutos en ella para que acabes perdiendo la sensibilidad en la piel de por vida.  Sales pareciéndote a un pitufo.  Incluso los gallegos, que tienen la manía de decir el agua de sus playas “Está buenísima” cuando está a una temperatura que solo sirve para enfriar champán, reconocen que “bueno, en la Lanzada el agua es un poco más fresquita.”  Pero van.  Van y muchos.  En esas fechas podría estar a tope y no tenía cuerpo para tanto jaleo, así queles dije que volvía a Lalín. 

              Al final, Aitor y Andrés decidieron quedarse en Santiago todo el día e insistieron en que no abandonara la expeición cuando solo faltaba un día.  La verdad es que, hiciera lo que hiciese, no iba a llegar a Madrid hasta el día siguiente de todas formas, por tanto para que me iba a agobiar.  Además, podían llevarme en el coche más seguro de Europa.  Debudin. 

                Solo quedaba el asunto del coche y quién lo iba a recoger.  Los tres nos mirábamos como protagonistas en el triple duelo en El Bueno, El Malo y el Feo.   Por fin, hice una propuesta que nos venía bien a todos:   “Yo cogeré un tren hasta Pontevedra.  Cojo el coche, me lo llevo a Lalín, recojo mis cosas allí y vuelvo a Santiago.  Y así podremos salir mañana sin parar allí.”

                “Vale.”  Claro, esta respuesta la daban antes de que empezara la úlima frase. 

                “Pero tenemos que salir pronto.  A las nueve como muy tarde.”

                “De acuerdo.”

                  Trato hecho.  Bajé hasta la estación de tren.   Los buenos de RENFE tenían una oferta para peregrinos y billete me salió por algo así como 1.50€.   Consolaba saber que alguien te hiciera un favor de vez en cuando.   A los 15 minutos llegó el tren y salimos.  ¡Qué bonito es viajar en tren!  Me encanta hacerlo pero casi nunca lo hago, en parte porque viajo en coche.  Y como soy el único en casa que conduce, no puedo disfrutar de un viaje igual.  Pues esta vez sí.  Y además tuve la suerte de recorrer casi toda la ruta hasta Pontevedra.  Una gran parte del recorrido iba paralela al Camino, así que era una manera de rememorar los días anteriores.  Incluso me dio tiempo a escribir un poco.

              El coche estaba en buen estado cuando lo encontré al lado del albergue de Pontevedra.  De ahí fui por las carreteras nacionales hasta Lalín, donde me organicé un poco.  Me eché una buena ducha, me puse ropa limpia de verdad.  Luego una prima me dio una comida impresionante.  Vi la tele un poco, metí las cosas en la maleta y me preparaba para salir.    Les di las gracias por su inmensa generosidad y subí al coche.  Y volví. 

            Cuando me uní con Aitor y Andrés, estaban descansando.  Les conté todo lo que había hecho ese día y con mucho orgullo porque me había cundido el tiempo.  “Y que tengo la maleta, hemos ahorrado ese paso.  Ahora solo tenemos que hacer es dejar la mochila en Lalín por la mañana y ya está.”

            Andrés me miró confuso.  “No es por nada Brian pero ¿no crees que hubiera sido más eficaz llevarte la mochila esta tarde, ya que ibas allí?”

            Estruje mis labios.  “Puessssssss, sí. Habría sido mucho más sensato.  ¿Qué demonios estaría pensando?”

            “Es una buena pregunta.”

            Pues nada.  No todo me había salido tan perfecto ese día, pero más o menos algo había avanzado. De todas formas, nos pillaba de camino a Madrid, así que suponía una desvío de unos minutos.

              Hicimos un par de compras y luego cenamos en un restaurante prácticamente en frente de donde habíamos cenado la noche anterior.  Era otro clásico llamado Camilo, y nos pusieron un pescado al horno con patatas tan sabroso que pasará a la historia. 

             Después fuimos de copas otra vez, pero con mayor intención de cumplir con nuestras expectativas.  Los sitios pequeños de siempre seguían estando intransitables, por tanto recurrimos al bar de copas por excelencia en la zona antigua “El Retablo”.  Ahí había una mezcla rara de gente.  Algunos peregrinos como nosotros, algunos turistas, y un montón de despedidas de solteros…y solteras.  El grupo que más me llamó la atención a mí (y a todos los ya que lo pienso)era una panda de chicas que celebraba la futura boda de una amiga.  La novia llevaba en la cabeza una gorra con un pene erecto de gomaespuma pegado al visor.  De vez en cuando alguna de sus amigas realizó un acto lascivo con el juguete y las demás se partieron de risa.  A los hombres que estaban cerca les temblaban las piernas ante semejante show.  Claro, pensaba yo, todo esto ocurría a dos minutos andando de la catedral.  No cabía duda de que habíamos salido de un camino para entrar en otro bien distinto.

           A las cuatro de la mañana, con el agobio habitual en mí de estar mediamente humano para conducir al siguiente, dejé a mis compañeros en el bar y fui a la habitación del hotel.  Tendríamos que estar en pie a las ocho y no sería fácil.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 18

…Ya no había nadie en control del coche.  Solo la providencia, y eso poco me consolaba.  Tenía que hacer algo, pero justo cuando me veía obligado a tomar las riendas y agarrar el volante para evitar que saliéramos disparados del puente y sobrevoláramos la tahona que hacía esas empanadas de chocos que tanto nos habían gustado, sonó el móvil de Javi de nuevo.  El ruido debió de despertarle de su estado comatoso, porque de pronto reaccionó, lo miró y al ver que era Aitor y me lo pasó a mí para que coordinara con nuestro presidente de la sociedad gastronómica nuestro plan de acción frente a la crisis.  Contesté.  Aitor estaba llamando para preguntar por donde íbamos con el fin y la esperanza de tranquilizar los nervios generales que se estaban produciendo allá por Pontevedra, y me hablaba con una voz de esas que emplean los veteranos controladores aéreos que se encuentran en la torre del aeropuerto durante una emergencia.  Una voz grave y profesional. Hasta me hizo incorporarme en el asiento para mejor atenderle.  “¿Cómo va todo por ahí?  Cambio y corto.”

            “Pues…bien,” repliqué con lentitud no muy seguro de cómo decirle la verdad.  Así que opté por darle datos generales e inocuos.  “Hace bueno.  ¿Y vosotros, cómo vais?”

             “Aquí todo tranquilo.  He garantizado que todo saldrá según lo previsto.  Cambio y corto.”

              “Muchas gracias.  Agradecemos tu confianza pero ni de coña llegamos a tiempo.”

             “Bueno.  Da igual. Pasemos al Plan B.  Si no puede ser la hora prevista, ¿puedo asegurarles que habrá una demora mínima?  Cambio y corto.” 

            “Pueeeess.”

          “Por lo menos estais de camino a Pontevedra, ¿verdad? Cambio y corto.” 

            Eso sí.  Estábamos de camino a Pontevedra, pero al revés.  ¿Cómo le explicaba la verdad?  Fácil.  Mintiendo.  Había habido una decepción tras otra, ya no estaba dispuesto a fallar otra vez, y yo, siendo un hombre con grandes capacidades para embustir, respondía mientras pasábamos por un cartel que ponía ‘O Porriño a 5kms’, “Por supuesto, Aitor.  Estoy en el coche de Andrés y arranco ahora.  Nos vemos dentro de 15 minutos.  Le echo diez minutos de retraso.” 

             No sé porqué hago estas cosas.  Nunca lo he sabido.  Debe de ser una especie de base de miedo y cobardía, mezclado con algo de cortesía y educación, al que hay que añadir un toque de esperanza de que las cosas puedan salir cómo a mí me gustaría, pero nunca sirve de nada.  ¿Cuándo aprendería?

              Es posible que, a la velocidad que íbamos, nadie nos viera entrar en O Porriño.  Javi se había recuperado (o eso o había dado todo por perdido y creía que su vida ya no tenía importancia) y conducía como un piloto de Formula 1 mientras que yo hacía de su guía.  Le iba dando indicaciones.  “Por aquí.  Por allá.  Viene un stop.  A la derecha, y ahora, otro stop.  A la izquierda.  Ahora a la derecha.   No, a la izquierda…no a la derecha…a la derecha…eso es…seguro que es a la derecha.  Vamos.”

            A lo cual Javi me dijo. “Es que me obligan a ir a la izquierda.”

            “Pues a la izquierda entonces.  ¡Vamos! ¡Que llegamos tarde!”… 

             …Debéis saber que el coche de Andrés es uno de los más seguros de toda Europa, y no precisamente porque tenga 16 airbags, super ABS, dos ametralladoras, ni que flote en el mar, vuele por el aire, sea blindado, ni tenga unos mecheros que encienden cigarrillos sin que te quemen, sino porque tiene tantos chismes anti-robos que sería imposible robarlo.  Yo, que había estado en su coche más de una vez, no me había dado de ese detalle hasta que me sentara en el asiento del conductor e intentara liberarlo de sus múltiples penas.  Sin embargo, cuanto más me lanzaba, menos avanzaba y acabé con un ataque de nervios.  Mientras yo me daba cabezazos de frustración contra el volante y gemía “no puedo, no puedo” como un opositor de ingeniería, Javi se bajó de su coche, me dijo que me relajara y deshizo el follón en unos diez segundos.  “Ya está.  ¡Venga! Vámonos.”  Sigo sin saber cómo lo consiguió.  Debe de ser cosa de los españoles. 

             En esos momentos efímeros Javi era mi héroe.  Lo que pasa es que la admiración que le tuve solo duró unos cinco minutos hasta que llegamos a la rotonda donde se podía desviar para coger la autopista.  En ese instante, en vez de hacer eso, siguió recto por la nacional; es decir por donde habíamos venido.  Durante unos segundos pensé que había otra entrada más adelante, pero no era así, de modo que hice todo tipo de señas para hacerle dar marcha atrás y volver a la rotonda.  Le di luces, pitidos, gritos, llamadas, de todo, pero el hombre mantenía el rumbo como uno de esos ancianos seniles que pasan olímpicamente de todo.  Fue en ese momento cuando los dioses decidieron intervenir directamente.  Primero llegó el veredicto “Sois unos paquetes” y a continuación vino la sentencia: un camión de carga ancha.  Vamos, por ancha quiero decir que llevaba una casa encima, y tanto era su amplitud que los coches que venían de frente tenían que apartarse para evitar que sus conductores fueran decapitados.  Sí hombre…para adelantarse.  Eso fue lo definitivo.  Ya no había nada que hacer.  Ya no había marcha atrás.  Ni planes, ni cena, ni leches.  Solo se trataba de llegar y esperar lo peor.  Sin embargo, parece que el tiempo paradójicamente iba en nuestro favor pues, con el paso de los minutos (y eran muchos), la futilidad de nuestra empresa se hizo más evidente, y todos empezábamos a tomar las cosas con más filosofía…mucha más  filosofía…esa gran escuela de pensamiento que tanto reina en este país: la de ¡Qué remedio!

            En el fondo daba igual porque, aún estando en Pontevedra, la cosa mejoraba poco.  Estaba la ciudad de fiestas y había verbenas en algunas zonas…precisamente las zonas por donde intentamos pasar…y literalmente, nos encontrábamos dando vueltas y más vueltas.  Salimos hacia el río, lo bordeamos un poco, volvimos a entrar y aparcamos en un parking en la zona antigua.  Nos sentamos a la mesa en una terraza repleta de gente…dos horas y media después.  Para entonces los hijos de Javier y Julia estaban cenando y los planes para ir a Portonovo habían sido abandonados.  Estábamos todos ya tranquilos, un tanto cansados de tanta aventura.  Javi volvería con su familia y lo intentaría otra vez al día siguiente, y yo, la verdad, estaba sin saber si habíamos cumplido la misión o no.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 17

Hay cosas que están mal hechas desde sus empieces.  Mal pensadas.  Mal Diseñadas.  Mal Organizadas.  Mal Comunicadas.  Mal Preparadas.  Mal Ejecutadas.  Mal Acabadas.  Vamos, una mierda de plan de principio al final.  Y lo más triste era que, en su momento, parecía algo merecedor de un premio por su brillantez.             

               Lo único que nos faltó era un poco de motivación personal.  Y es que la idea de irnos a O Porriño para recoger el coche de Andrés nació más bien de una necesidad que de un deseo, porque de no hacerlo, entonces ¿Cuándo?  ¿En el siguiente año jacobeo dentro de 11 años?  Ni de churro.  El plan era sencillo:  Acercarnos a O Porriño en el coche de Javier, volver a Pontevedra con los dos, dejar el coche de Andrés en Pontevedra y luego, mientras Javier se quedaba con nosotros, su mujer Julia se iría otra vez a la playa con los niños y su familia.  Hasta allí bien.  En una hora y media como mucho, y si todo saliéra bien podríamos estar ya sentados y disfrutando de Pontevedra la nuit.  O no.  Había una serie de problemas:

            Problema 1:  En realidad, eso no era exactamente el plan.

            Problema 2:  No disponíamos de 90 minutos.

            Problema 3:  Dijimos que el Problema 2 no era un problema…y lo era. 

            Y es que, al final, cuando uno no dice todo la verdad, las cosas acaban volviéndose en su contra. Nosotros lo teníamos complicado de entrada.  Para empezar, no teníamos las llaves del coche de Andrés.  Estaban con su dueño mientras hacía un peregrinaje horizontal en su habitación.  Por tanto, solo para salir de la ciudad no supuso tener que ir andando al garaje para coger el coche, pagarlo, subir a la superficie de la Tierra, mirar hacia la izquierda y luego hacia derecha, y encogernos los hombres porque no teníamos ni puñatera idea donde estábamos ni cómo ir al hostal.

           “¿Qué opinas?” Me preguntó Javi.

           “¿Que qué opino?  No opino.  No tengo ni idea.  Soy americano (perdón, norteamericano; perdón, estadounidense).  No sabemos nada de geografía.  Además, la última vez que estuve en Pontevedra, Felipe González era presidente.”

            “No fastidies.  Pues sí que llevas tiempo aquí en España, macho.  Anda.  Elige.”

             Saqué el dedo.  “Pito…pito…gorgorito…”

            “¡Anda ya!” dijo Javier y giró a la derecha sin esperar más. 

             Después de pasar esa fase teníamos que encontrar el hostal y de paso perdernos una vez por el camino, luego perdernos otra vez, y una tercera antes de tropezarnos con el sitio.   Subí a las habitaciones y hallé a Andrés en el baño envuelto en una toalla preparándose para atacar su pelo con un buen pegote de gomina.  Habló tranquilo e insistía en acompañarnos, pero no se daba cuenta de que había un pequeño problema con la hora.  “Andrés, cada segundo cuenta aquí.  Por favor.”  Me dio las instrucciones para operar la máquina, asintí varias veces, escuchando solo a medias como es habitual en mí.  Bajé al coche, pero no sin parar una vez más para consultar cómo llegar a O Porriño de la manera más rápida.  Sabía que había una autopista, lo sabía bien, y sabía que las leyes de la física me avalaban cuando creía que esa opción era la mejor, pero como me gusta consultar a la gente de la zona, pregunté a un paisano que estaba en una mesa fuera del bar tomando un café y me contestó sin dudar, “Mejor por la nacional.”

            “¿Por la nacional?  ¿Seguro?”

            “Sí hombre.  Por autopista nada.  Mejor por la nacional.”

            ¡Vaya por Dios!  ¿Y ahora qué?  Mi GPS mental recomendaba una cosa, pero mi GPS local proponía otra.  Por un lado quería creer en el paisano.  Quería creer en el hombre de la tierra.  El sabio de la zona.  El que sabe mucho más que yo, un pobre urbanita, un pijo de Connecticut, un yanqui perdido.  El hombre no podía tener razón; sencillamente, era una locura.  Así que le di las gracias, subí al coche y abroché el cinturón de seguridad.  Javier me preguntó: “¿Y?”

            “Por la nacional por supuesto.”   Soy tonto pero le hice caso con la remota esperanza de que saliera lo contrario.

            En resumen, entre pitos y flautas y trompetas y flautines y trombones y cualquier otro instrumento que se te ocurra, no salimos hasta las nueve menos cinco.  Las operaciones previas a la salida nos habían comido 35 minutos.  Nos quedaban 20 para viajar 60 kilómetros en pleno tráfico de verano por la tarde.  Éramos dos hombres con un destino: el fracaso.

            Lo cual no impedía que siguiéramos adelante porque, total, from lost to the river, y lo mínimo que podíamos hacer era volver con un nuestro objetivo.    Así que nos lanzamos al vacío y en dos segundos nos dimos cuenta de que nos habíamos equivocado.  Eso fue, claro, cuando Julia, con la típica oportunidad e intuición que caracteriza a las mujeres, llamó para preguntar qué tal íbamos.  “¿Estáis llegando?”   Era evidente que ella confiaba plenamente en nuestra capacidad de actuar rápido, error por su parte.  Tampoco sabía que había habido ciertos imprevistos de por medio.  Javier le puso al día con la situación. 

             “¡¿Cómo?!  ¡¿La nacional?!  ¡¿Seréis tontos?!”  La tercera pregunta era más bien retórica, ya que sobraba la respuesta. Había que darle la razón a ella.  No tenía sentido.

               Javi intentaba tranquilizar la situación, mientras yo le alimentaba con razones.  “Dile que fue el paisano.”

               Javi seguía hablando.  Yo le repetí: “Dile lo del paisano.  Lo del paisano, Javi.  Hazme caso.” 

               “Pero claro, si el hombre en el bar nos dijo que era mejor por la nacional.  Es un paisano.  Hemos hecho lo que se debería hacer.”

              “Dile que es un hombre de la tierra también.”  Le susurré.

              “Un hombre de la tierra.”

              “Habéis hecho bien?  Habéis hecho el jilipooollas.”   Julia dejó claro lo que el hombre de la tierra podía hacer, y que si queríamos, podríamos ir con él también.

              “Creo que no está conforme.”

             Me puse a rezar.  “Padre nuestro que estás en el cielo, transpórtanos a O Porriño…”   

             “No te preocupes Julia.  Vamos con un poco de retraso, pero más o menos a las 21.30 estamos.”  Sí hombre, ni de churro.   Ella colgó nada convencida.

               Unos segundos después recibimos una llamada de Aitor, que estaba intentando echarnos una mano desde el otro lado y hacía una labor de diplomacia que tan bien le caracterizaba.  “¿Cómo vais chicos?” preguntaba con alegría.  “¿Os queda mucho, no verdad?”  Le dije la verdad.  Se notaba que no estaba solo y hablaba en voz alta y fuerte.  “Genial.  Pues nada.  Nos veremos dentro de nada.”   Luego se ve que se había apartado un poco porque cambió  cuando tenía unos segundos solo añadió, “Pero cómo se os ocurre ir por la nacional…?”

             Yo intentaba tranquilizar a Javier diciendo que no había problema, que si hacía falta acompañar el coche a Portonovo, que se haría sin ningún problema.  “¿Cómo que acompañar?  Pero eso era el plan desde el principio.  Vamos a cenar allí.  Tengo todo preparado.”

            ¿!Cenar!?  Buenoooo.  A nuestro paso, ni para chocolate con churros.  “Lo veo chungo, tío.  Creo que es mejor cancelarlo.  Les llevamos a Portonovo y ya está.”    Vi que Javi estaba decepcionado porque le hacúa ilusión y sé que estaba siendo yo egoísta.  Me sentía mal.

             Por mucho que quisiéramos ir más de prisa, no había manera.  El tráfico era tremendo y si teníamos la suerte de poder quitarnos de en medio un de ellos, enseguida lo sustiuía otro, como si se tratara de un equipo pagado por el ayuntamiento.  Me preocupaba mucho por la salud de Javier.  Dejaba de hablar, algo nada habitual en él, y miraba hacia adelante sin pestañar como le pasa a uno cuando hay que .  Puse la mano por delante de su cara y la movía, pero nada.  No había respuesta.  Oficialmente había perdido todo sentido.   Estábamos por Redondela me vino una gran inspiración.  “Oye, mira esos viaductos de tren.  ¿Sabías que el hombre que los diseñó se suicidó?”    Ya no había nadie en control del coche.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 17

Pues el puñatero Santi no volvió a aparecer por ahí esa tarde y nuestra relación estaba condenada desde el primer momento.  Nuestra expedición siguió otros 5 kilómetros bajo un sol cada vez más castigador.  Después de la paliza de la Kournikova, la gente se encontraba desperdigada por allí como unos exiliados y llegábamos a Pontevedra a cuentagotas.  El albergue estaba justo en la parte limítrofe de Pontevedra, nada más entrar, más o menos a la altura de la estación de tren.   Mi primera reacción era que aquella ubicación era la manera del ayuntamiento de decir  “¡Peregrinos fuera!”, pero me da que no es así para nada.  Este lugar era de una nueva construcción diseñada para poder atender a las necesidades de los muchos caminantes que pasarían por allí.  Era bastante grande, nuevo, tenía una espacio amplio por fuera con un jardín cespedoso (ya sé que me lo estoy inventando pero me gusta) y arbolado.  Allí se podía tender la ropa sin problemas. 

           Eso era una buena noticia para los demás peregrinos pero a nosotros nos traía sin cuidado porque no íbamos a hacer noche con ellos.  Sin Fräulein nada era igual hospedarse en un albergue.  Además, había un problema de logística que era que nuestro amigo Javier iba a unirse a nosotros esa tarde pero no sabíamos la hora así que no nos atrevíamos a coger una cama, y nos consolamos con el pensamiento de que gracias a nuestra generosidad, otros cuatro chavales con menos medios que nosotros iban a poder dormir por un precio módico. 

           Nos instalamos en una pensión normalilla justo enfrente.  Era una casa reconvertida en un hostal y tal era su naturaleza casera que la mesa de recepción se encontraba en la cocina en la primera planta.  El dueño era algo quisquilloso y se portaba con un nerviosismo como uno de esos hosteleros que despedazan a peregrinos de vez en cuando para alimentar a sus dogos.  A lo mejor es injusto hablar de la gente de esta manera, pero por si acaso, intenté ser lo más agradable posible.    

             Firmé la hoja de mi habitación sobre la cocina al lado de la botella de Fairy, recogí mis llaves en el estante de las especias entre el orégano y la pimienta blanca y subí a mi aposento que iba a compartir con Javier.  Esta habitación destacaba por sus muebles cojos, pero cumplía con mis expectativas y no tenía quejas.  Me pegué una ducha caliente muy gustosa, lavé algunas prendas a mano, y las tendí donde pudiera.   Bajamos al restaurante de a lado, el nuestro estaba vacío (mala señal) y nos encontramos con las Belgas, las que habían estado a punto de dilatarnos a Fräulein en el albergue anterior.  En realidad una era suiza de la zona italiana y la otra austriaca y las dos trabajaban en Bruselas.  Eran sin duda las chicas más pías que habíamos conocido y a partir de entonces las llamaríamos las Beatas.  Eran buenas chicas y con buen sentido de humor, y al terminar la comida, nos dimos cuenta de que ya no corría peligro de que nos acusaran de hacer trampa, por muy pecadores que fuéramos.

             Después de comer, me eché mi primera siesta seria.  No era épica, pero un buen encuentro con la almohada de todas formas.  Seguro que ronqué y todo.  Por la tarde me tocó ir al centro donde íbamos a encontrarnos con Javier y de paso planear cómo recuperar el coche de Andrés que estaba aún en la calle en O Porriño.  No estaba lejos en coche, pero había que hacerlo, y nuestra tarde dependía de cuándo.

             Mientras tanto, hice un poco de turismo.  Pontevedra estaba de fiestas.  Era la celebración de la Peregrina, y había mucha animación en las calles.  Aún así, noté una mejoría notable en la ciudad desde la última vez que la vi allá por mediados de los noventa.  Entonces la ciudad era más deprimida, más chunga, el casco viejo estaba repleto de yonquis, había un hedor característico que provenía del río Lérez.  Vamos, se veía que era una ciudad bonita pero con necesidad de un lifting.  Pues llegó.  Y lo primero que me llamó la atención era lo sana y atractiva que estaba.   Estaba guapa.   Me alegré mucho por Pontevedra.  Es un lugar que merece la pena no solo conocer sino volver a visitar una y otra vez.

             Fui con Hector a la misa en la iglesia de la Peregrina, una genial estructura neoclásica con forma de viera.  Es la iglesia más emblemática de la ciudad.   Al salir de misa nos encontramos con Javier, Julia, su mujer y sus dos hijos.  Eran ya casi las ocho y cuarto y aún no habíamos recogido el coche.  ¡Coño!  Ni siquiera habíamos empezado.  La misión era totalmente imprescindible porque ya que teníamos a nuestra disposición un nuevo coche, el de la familia de Javier, y no podíamos perder la oportunidad.  Y lo teníamos que hacerlo lo antes posible porque posteriormente íbamos a llevar a Julia y los hijos a Sanxenxo antes de que se hiciera de noche.  Julia enseguida dejó claro que era imperativo que volviéramos cuanto antes precisamente por este motivo.  “A las nueve, si puede ser.”

             Ni de coña, pensé.  Imposible.  Era imposible.  Realmente era impensable lograrlo.  Aunque estábamos a tan solo 30 kilómetros y con una autopista para nuestro uso, con salir de una ciudad y volver a entrar, yo le echaba media hora mínimo solo de ida…y luego había que volver.  Así negocié algo suicida.  Y siendo el pecador que era…mentí.  “Danos hasta las 9.15.  Llegaremos.”

            “Vale.”

            A continuación empecé a rezar.  ¡Santiago Apostol no me falles ahora!

O camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 16

En la cima de la Kournikova hicimos un nuevo amigo.  Era pequeño, muy peludo y no era ni peregrino ni mi antiguo profesor de historia de secundaria.  Solo un perro amigable.  Por su forma de sonreír, su andar, sus pequeños saltos se notaba que era un cachorro aún…uno de esos animalitos que alegran la vida.  Nos saludó justo en un punto donde el sendero giraba a la derecha y muy enrollado nos enseñó el camino hacia abajo. Casi se podía oír su vocecita infantil decir, “¡Hola chicos!  ¿Queréis ser mi amigo? ¡Seguidme!” 

            Además este amiguito tenía algo especial.  Te caía bien enseguida.  Le saludamos, le hablamos con cariño, le acariciamos un ratito y seguimos andando unos cien metros.  Ahora bien, hay muchas cosas que se me dan mal, pero los perros no son una de ellas.   Pero no siempre acierto, porque cuando volví la mirada y vi que nos seguía mirando, se me ocurrió con lo sería, retrospectivamente hablando, una idiotez total.   Saludé con la mano desde lejos y grité “¡adiós!”

            ¡Vaya error!  De repente el chucho venía se lanzó por la pista hacia nosotros con una alegría impresionante.  Se acercó y nos miraba como diciendo, “Gracias chicos por ser mis amigos.  ¿Qué hacemos ahora?  ¿Queréis enterrar un hueso juntos?”  Vaya por Dios.  El chavalín era tan mono y estaba tan ilusionado.   Nos reímos mientras le rascábamos la tripa y detrás de las orejas unos minutos para agradecerle el esfuerzo de venir a vernos otra vez y para despedirnos. 

            ¡Menudo fallo otra vez!   En cuanto nos pusimos en marcha, en vez de volver a su puesto de guardia allí arriba, optó por seguirnos.  Andrés y yo continuábamos andando, pensando que en algún momento que el can daría la vuelta.  Pero no.   Este adorable hallazgo se había convertido en una mascota de por vida.  Corría a nuestro lado, brincaba hacia delante y hacia atrás, jadeaba alegremente, olfateaba las puntas de nuestros zapatos, acto que me provocó cierto nerviosismo ya que no quería que hiciese pis allí. 

              A los dos kilómetros empecé a darme cuenta de que, por lo visto, el amiguete no tenía dueño y yo sospechaba de que acabaríamos en Santiago con un terrier peludo al lado nuestro.  Incluso le dimos un nombre: “Santi” .  Cuando llegamos abajo, o casi, había una fuente con agua fresca del monte.  Vimos a Aitor y nos enseñó algo de la empanada en su mochila que para entonces parecía un puré.   

             Santi se quedó fijándose en nosotros pero más bien en lo que teníamos en las manos.  “Dale algo,” dijo Andrés. 

            “Ni de coña.  ¿Sabes lo que podría suponer eso?  Vamos, hasta Madrid me seguiría.”

            “Perfecto.  Y así podría quedarse con las niñas en tu casa.  Les encantaría.” 

            Hombre, ya lo creo que estarían contentas.  No yo, por mucho que me gusten los animales.  Es que el paseo nocturno…¡Ni hablar!   “Sí, hombre.  Otro peregrino que alimentar.” 

             Luego se me ocurrió uno de esas jilipolleces que solo se me ocurren a mí.   A lo mejor el perro era el mismísimo Santiago disfrazado, como el príncipe que va de mendigo en los cuentos.  Si era así, lo mismo era una manera de medir mi generosidad.  No sería la primera vez.  Hace años hubo un incidente que me lleva atormentando desde entonces.   Ocurrió la Noche de Reyes cuando, para mi asombro, descubrí a un inmigrante que dormía en la primera planta.  Era subsahariano (que en España es una manera políticamente correcta de decir negro) y le vi tumbado delante de una puerta.  Me encontré con un vecino y le dijimos que aquel no era un lugar para dormirse.  El hombre no sabía cómo responder y protestaba lo mínimo.  Dijo “Pero es Reyes.”   Ese comentario no nos hizo cambiar de idea.   Se levantó, y casi me cago encima.  Era el hombre más grande que había visto en mi vida.  En la vida de mi vida, como diría una de mis hijas.  Era el tamaño un armario…un armario para guardar coches blindados. Podía haberle levantado al vecino con una mano y usarlo como martillo para clavarme a mí en el suelo.  Pero no hizo nada.  Se me nubló la vista y apenas recuerdo más que sus últimas palabras antes de salir, “Buenas noches.”  Yo siempre he pensado que me había equivocado allí, que lo suyo era ayudar al prójimo, que un rey mago oculto.  Y no lo hice…no lo hice.

              …Sin embargo, esto era un perro y, vamos, creo que podía confiar en que no fuera otra prueba de Dios.  Sería ridículo.  Así me quedé allí pensando pero no llegué a tomar una determinación porque en una cuestión de segundos aparecieron los scouts italianos en masa.  La combinación de juventud y cachorro resultó ser un amor a primera vista.  Aparté la vista para hacerme el despistado y esperaba a que Santi les siguiera.  Funcionó.  Nuestra mascota por un minuto salió disparado detrás de ellos, y pronto ya no se le veía por ninguna parte.  Estaba aliviado y mosqueado a la vez.  El maldito chucho me había dejado por la primera persona que pasara.  ¡Ingrato!  No hacía falta que se quedara conmigo, pero un lloriqueo ligero, una despedida emotiva, un lamido en la mejilla antes de salir corriendo hubiera estado bien, digo yo.  Pues nada. Que me fastidie.  A ver qué pasaría más adelante en el camino.  

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 15

Al arrancar la tercera etapa (Redondela-Pontevedra), El Camino nos anunció el siguiente mensaje, “Vale, chicos.  Ya está bien de jilipolleces.  Toca sufrir un poco.”  Tardó poco en mostrar que no andaba con rodeos. 

          A poco más de 2 kilómetros de la salida pillamos una cuesta que hace que aficionados como nosotros jadeen como perros san bernardos en verano.   Solo tuvimos un respiro al llegar a un cruce con la carretera nacional.  Coincidía con una curva de las que hace que otras curvas parezcan rectas, lo cual no impedía que los coches fueran a velocidades sobrehumanas.  Los camiones aparecían ya con las ruedas interiores en el aire y de los coches saltaban chispas.  Para seguir al otro lado, hacía falta un par de rosarios, taparse los ojos, y echarse a correr a toda leche.  Se ve que la buena gente de la Xunta figuraba que nos hacía falta un poco de emoción en nuestras vidas, y Dios les bendiga, lo consiguieron.  Para mí con llegar al otro lado sin que un Renault te catapultara hasta la siguiente provincia ya te ganabas el compostelano allí mismo, y un par de tarjetas de “Salir del Purgatorio Gratis” de obsequio por participar. 

          Todos los peregrinos hicimos un sprint hacia el otro lado, con corta-uñas, vieras, calcetines y otros artículos saliendo volando por todas partes mientras mandábamos sms a nuestros queridos despidiéndonos de ellos y diciendo donde teníamos escondidos el dinero y nuestro.  Afortunadamente, pisamos el otro lado salvos, aunque no muy sanos. 

          Empezamos a subir una cuesta cuyas características y dureza no las habíamos sentido hasta la fecha.  Solo con mirar de frente veías la luna.  El trabajo y los kilómetros empezaban a pasar factura en la gente.  Recuerdo ver a una chica cojeando con mucho dolor mientras su novio miraba impotente y sin saber como solucionarlo.  Le suplicaba algo para aliviar una lesión que me aparecía en la rodilla.  “Dame algo para el dolor,” repetía una y otra vez, mientras él la miraba desesperado.  Por lo que me había pasado a mí, sentía justo lo que le pasaba a ella.  Y eso que el tonto de mí no se acordaba de que llevaba ibuprofeno encima.  La lesión la tenía bien jodida, pero por lo menos se podía quitar algo del dolor.  A falya de más de 80 kilómetros para llegar, le daba más bien pocas opciones.  ¡Qué pena!

          Nosotros seguíamos nuestra subida lo mejor que pudimos.  Andrés lo pasaba de pena, pero con persistencia y tranquilidad llegamos arriba.  Desde allí y mientras bajábamos hacia el pueblo de Arcade, disfrutamos de una vista abrumadora de la Ría de Vigo.  Arcade tiene fama por sus ostras, pero a mí no me gustan (o por lo menos no me fío mucho de ellas), por tanto pasé de ellas y me centré en el paisaje. 

          Arcade tenía zonas con mucho encanto y sobre todo alrededor de un puente medieval precioso.  Tiene 10 arcos.  Te conducía a la parroquia del Puente San Payo, al otro lado, donde había unas calles estrechas y antiguas, casi eternas.   En este lugar se libró una decisiva batalla contra los franceses durante la Guerra de Independencia.  Más de doscientos años después se libró otra batalla de mis tripas contra el hambre, que a su vez se estaba convirtiendo en algo histórico, pero había un impedimento:  En todo el pueblo no había un café.  Miento, tenía muchos cafés pero ninguno abierto. 

          No sé qué opináis vosotros, pero me imagino que, en algún momento a lo largo de estos 1.000 años de peregrinajes, alguien se hubiera asomado por la ventana y dicho, “¡Coño! Pero es que pasa un huevo de gente por aquí.”  Y María, la mujer de éste, hubiera añadido.  “Manolo, ¿Por qué no te bajas y abres el bar?”

         “¿Y por qué?” Sería una típica respuesta gallega.

         “Porque pasa moita xente, home.  Non ves.  Qué che parece?”

          “Depende.”  Todo dependía allí.

          Y anda que no había gente en el Camino ese día para demostrarlo.  Hasta ese día la cosa iba controlada, pero ahora empezaba llegar multitudes por todas partes.  Y unos ruidosos también.  Uno empieza a tomar esas cosas a pecho y no veía la necesidad de estropear el buen ambiente que había antes.  Tenía ganas de chillarles.  “¿Quién os ha invitado? ¡Idos a casa!”

          Solo encontramos a un dueño iluminado que se dio cuenta de que por ahí pasaban centenares, cuando no miles, de personas que buscaban un buen desayuno todas las mañanas, y que quizás, solos quizás, interesaba abrir las puertas al público para atenderles y de paso hacer un poco de negocio. 

          El descanso estuvo bien, pero supo a poco una vez tomamos el camino de nuevo.  Y es que a poco más de un kilómetro de salir de Arcade, comenzamos la gran subida, el plato fuerte del día: La Canicouva, la cual la apodábamos la Kournikova.  No por nada.  Simplemente porque se te ocurren estas jilipolleces durante el Camino y te hacen mucha gracia.    

         Este puerto nace con unas rampas durillas pero de una belleza impresionante.  Los primeros metros tenían una calzada romana preciosa.  Aún podías apreciar por donde iban los carros.  El interés histórico, sin embargo, hizo poco para distraernos.  Seguía y seguía y yo me di cuenta de que teníamos entre nosotros un desafío serio.

          Mientras progresábamos, el desnivel aumentaba al mismo tiempo que la respiración de Andrés.  Empezó a quedarse atrás y pronto ya no le veíamos.  No era la primera vez que había ocurrido eso, así que decidimos seguir andando un poco más y luego esperar a que se nos juntara.   Paramos después de un rato, y nos pusimos a esperar y esperar y esperar.  Después de 10 minutos no hubo señal de él,  así que volví a ver si no le estaban comiendo unos buitres.  Gracias a Dios le encontré con vida, una masa sudorosa y rendida, sentado pesadamente sobre una piedra situada debajo de la sombra de un pequeño roble y fumándose un pitillo.   Había muchas maneras de describir lo que tenía delante de mí, pero creo que con decir “era un hombre derrotado”, lo decía todo

          “No puedo,” habló con voz suave y rasposa. “Me estoy moriendo.”

          “¡Venga hombre!  Esto no es el Tour de France.” (Porque si lo fuera, le hubiera estado chutando con algo.)  “No se puede quedar fuera del control de tiempo.  

          Andrés no dijo nada mientras ponderaba sobre su próximo movimiento.  Justo en ese momento pasaban tres españoles, una mujer y dos hombres, que caminaban a casi un trote.  Nos saludaron amablemente, hasta que la mujer vio al cigarrillo de Andrés frunció la ceja y levantó el dedo diciendo, “Ta-ta.  Eso no es bueno para ti, sobre todo aquí.”  Además con ese tonillo…

          “¡Vaya jilipollas!”, pensé.  “¡Vamos, una auténtica idiota!”  ¿Quién había pedido su opinión? De todas las cosas menos peregrinescas, menos caminescas…Había ahí a mí amigo en las puertas de la muerte y no se le ocurría otra cosa más necia que comentar sobre los daños que causan el tabaco.  Así que, le grité con garra “No me digas Sherlock Holmes.  Si no fuera por ti no nos habríamos dado cuenta.  Tienes algo más para iluminarnos?  So, tonta.  Vente para acá que te voy a dar en la cabeza con mi palo, solo una vez, que me quedo tan a gusto.” 

          Bueno, por lo menos, es lo que tenía pensado decir.  Es lo que me hubiera gustado decir.  Pero me falló el nervio y la saliva justo en ese momento, y siendo el cobarde que soy a la hora de dar la cara, solté algo venenoso y potente como, “Vale. Gracias.  Buen Camino.”  Buen Camino.  Qué imbécil soy.

          Andrés se puso de pie y respiró hondo.  Se limpió el frente inútilmente con un trapo ya empapado de sudor, y seguimos.  Dimos pasos lentos y deliberados.  Salvo el problema del calor, no había nada de prisa.  Diez minutos más tarde vimos al grupo de scouts italianos que estaban sentados en un círculo en pleno camino.  El jefe de pie con un libro de oraciones en la mano.  Andrés se paró en seco, se irguió el cuerpo y señaló con cara de asustado, “¡Dios!  Mira.  Ya están enterrando a uno de los suyos. Y ya te dije que no era una buena idea.”

          Nos acercamos un poco, pero resulta que solo era una sesión de oraciones de media montaña. 

          Seguíamos andando poquito a poquito, parando con frecuencia, pero siempre arrancando una vez más.  Siempre hacia delante.  Siempre de frente.  Tengo que reconocer que durante ese tiempo estaba emocionalmente dividido.  Con un dilema tirándome en dos sentidos opuestos.  Por una parte quería ayudarle a Andrés a hacer un esfuerzo para llegar, a superar los límites de sus posibilidades, pero tampoco quería empujarle a hacer algo que estaba por encima de lo que era médicamente aconsejable. Bueno, ya lo estaba haciendo, así que en otras palabras no quería tener que poner en este diario que sus últimas palabras antes de caerse al suelo eran “hijoputa me has mataaaado.”

          30 minutos después, estábamos en la cima.  Teniendo en cuenta sus limitaciones físicas, se puede decir que Andrés había subido un monte el triple de alto que nosotros.  Fue toda una proeza y todo un homenaje a la tenacidad.  Bravo Andrés.  En esos momentos era el rey.