O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 15

Al arrancar la tercera etapa (Redondela-Pontevedra), El Camino nos anunció el siguiente mensaje, “Vale, chicos.  Ya está bien de jilipolleces.  Toca sufrir un poco.”  Tardó poco en mostrar que no andaba con rodeos. 

          A poco más de 2 kilómetros de la salida pillamos una cuesta que hace que aficionados como nosotros jadeen como perros san bernardos en verano.   Solo tuvimos un respiro al llegar a un cruce con la carretera nacional.  Coincidía con una curva de las que hace que otras curvas parezcan rectas, lo cual no impedía que los coches fueran a velocidades sobrehumanas.  Los camiones aparecían ya con las ruedas interiores en el aire y de los coches saltaban chispas.  Para seguir al otro lado, hacía falta un par de rosarios, taparse los ojos, y echarse a correr a toda leche.  Se ve que la buena gente de la Xunta figuraba que nos hacía falta un poco de emoción en nuestras vidas, y Dios les bendiga, lo consiguieron.  Para mí con llegar al otro lado sin que un Renault te catapultara hasta la siguiente provincia ya te ganabas el compostelano allí mismo, y un par de tarjetas de “Salir del Purgatorio Gratis” de obsequio por participar. 

          Todos los peregrinos hicimos un sprint hacia el otro lado, con corta-uñas, vieras, calcetines y otros artículos saliendo volando por todas partes mientras mandábamos sms a nuestros queridos despidiéndonos de ellos y diciendo donde teníamos escondidos el dinero y nuestro.  Afortunadamente, pisamos el otro lado salvos, aunque no muy sanos. 

          Empezamos a subir una cuesta cuyas características y dureza no las habíamos sentido hasta la fecha.  Solo con mirar de frente veías la luna.  El trabajo y los kilómetros empezaban a pasar factura en la gente.  Recuerdo ver a una chica cojeando con mucho dolor mientras su novio miraba impotente y sin saber como solucionarlo.  Le suplicaba algo para aliviar una lesión que me aparecía en la rodilla.  “Dame algo para el dolor,” repetía una y otra vez, mientras él la miraba desesperado.  Por lo que me había pasado a mí, sentía justo lo que le pasaba a ella.  Y eso que el tonto de mí no se acordaba de que llevaba ibuprofeno encima.  La lesión la tenía bien jodida, pero por lo menos se podía quitar algo del dolor.  A falya de más de 80 kilómetros para llegar, le daba más bien pocas opciones.  ¡Qué pena!

          Nosotros seguíamos nuestra subida lo mejor que pudimos.  Andrés lo pasaba de pena, pero con persistencia y tranquilidad llegamos arriba.  Desde allí y mientras bajábamos hacia el pueblo de Arcade, disfrutamos de una vista abrumadora de la Ría de Vigo.  Arcade tiene fama por sus ostras, pero a mí no me gustan (o por lo menos no me fío mucho de ellas), por tanto pasé de ellas y me centré en el paisaje. 

          Arcade tenía zonas con mucho encanto y sobre todo alrededor de un puente medieval precioso.  Tiene 10 arcos.  Te conducía a la parroquia del Puente San Payo, al otro lado, donde había unas calles estrechas y antiguas, casi eternas.   En este lugar se libró una decisiva batalla contra los franceses durante la Guerra de Independencia.  Más de doscientos años después se libró otra batalla de mis tripas contra el hambre, que a su vez se estaba convirtiendo en algo histórico, pero había un impedimento:  En todo el pueblo no había un café.  Miento, tenía muchos cafés pero ninguno abierto. 

          No sé qué opináis vosotros, pero me imagino que, en algún momento a lo largo de estos 1.000 años de peregrinajes, alguien se hubiera asomado por la ventana y dicho, “¡Coño! Pero es que pasa un huevo de gente por aquí.”  Y María, la mujer de éste, hubiera añadido.  “Manolo, ¿Por qué no te bajas y abres el bar?”

         “¿Y por qué?” Sería una típica respuesta gallega.

         “Porque pasa moita xente, home.  Non ves.  Qué che parece?”

          “Depende.”  Todo dependía allí.

          Y anda que no había gente en el Camino ese día para demostrarlo.  Hasta ese día la cosa iba controlada, pero ahora empezaba llegar multitudes por todas partes.  Y unos ruidosos también.  Uno empieza a tomar esas cosas a pecho y no veía la necesidad de estropear el buen ambiente que había antes.  Tenía ganas de chillarles.  “¿Quién os ha invitado? ¡Idos a casa!”

          Solo encontramos a un dueño iluminado que se dio cuenta de que por ahí pasaban centenares, cuando no miles, de personas que buscaban un buen desayuno todas las mañanas, y que quizás, solos quizás, interesaba abrir las puertas al público para atenderles y de paso hacer un poco de negocio. 

          El descanso estuvo bien, pero supo a poco una vez tomamos el camino de nuevo.  Y es que a poco más de un kilómetro de salir de Arcade, comenzamos la gran subida, el plato fuerte del día: La Canicouva, la cual la apodábamos la Kournikova.  No por nada.  Simplemente porque se te ocurren estas jilipolleces durante el Camino y te hacen mucha gracia.    

         Este puerto nace con unas rampas durillas pero de una belleza impresionante.  Los primeros metros tenían una calzada romana preciosa.  Aún podías apreciar por donde iban los carros.  El interés histórico, sin embargo, hizo poco para distraernos.  Seguía y seguía y yo me di cuenta de que teníamos entre nosotros un desafío serio.

          Mientras progresábamos, el desnivel aumentaba al mismo tiempo que la respiración de Andrés.  Empezó a quedarse atrás y pronto ya no le veíamos.  No era la primera vez que había ocurrido eso, así que decidimos seguir andando un poco más y luego esperar a que se nos juntara.   Paramos después de un rato, y nos pusimos a esperar y esperar y esperar.  Después de 10 minutos no hubo señal de él,  así que volví a ver si no le estaban comiendo unos buitres.  Gracias a Dios le encontré con vida, una masa sudorosa y rendida, sentado pesadamente sobre una piedra situada debajo de la sombra de un pequeño roble y fumándose un pitillo.   Había muchas maneras de describir lo que tenía delante de mí, pero creo que con decir “era un hombre derrotado”, lo decía todo

          “No puedo,” habló con voz suave y rasposa. “Me estoy moriendo.”

          “¡Venga hombre!  Esto no es el Tour de France.” (Porque si lo fuera, le hubiera estado chutando con algo.)  “No se puede quedar fuera del control de tiempo.  

          Andrés no dijo nada mientras ponderaba sobre su próximo movimiento.  Justo en ese momento pasaban tres españoles, una mujer y dos hombres, que caminaban a casi un trote.  Nos saludaron amablemente, hasta que la mujer vio al cigarrillo de Andrés frunció la ceja y levantó el dedo diciendo, “Ta-ta.  Eso no es bueno para ti, sobre todo aquí.”  Además con ese tonillo…

          “¡Vaya jilipollas!”, pensé.  “¡Vamos, una auténtica idiota!”  ¿Quién había pedido su opinión? De todas las cosas menos peregrinescas, menos caminescas…Había ahí a mí amigo en las puertas de la muerte y no se le ocurría otra cosa más necia que comentar sobre los daños que causan el tabaco.  Así que, le grité con garra “No me digas Sherlock Holmes.  Si no fuera por ti no nos habríamos dado cuenta.  Tienes algo más para iluminarnos?  So, tonta.  Vente para acá que te voy a dar en la cabeza con mi palo, solo una vez, que me quedo tan a gusto.” 

          Bueno, por lo menos, es lo que tenía pensado decir.  Es lo que me hubiera gustado decir.  Pero me falló el nervio y la saliva justo en ese momento, y siendo el cobarde que soy a la hora de dar la cara, solté algo venenoso y potente como, “Vale. Gracias.  Buen Camino.”  Buen Camino.  Qué imbécil soy.

          Andrés se puso de pie y respiró hondo.  Se limpió el frente inútilmente con un trapo ya empapado de sudor, y seguimos.  Dimos pasos lentos y deliberados.  Salvo el problema del calor, no había nada de prisa.  Diez minutos más tarde vimos al grupo de scouts italianos que estaban sentados en un círculo en pleno camino.  El jefe de pie con un libro de oraciones en la mano.  Andrés se paró en seco, se irguió el cuerpo y señaló con cara de asustado, “¡Dios!  Mira.  Ya están enterrando a uno de los suyos. Y ya te dije que no era una buena idea.”

          Nos acercamos un poco, pero resulta que solo era una sesión de oraciones de media montaña. 

          Seguíamos andando poquito a poquito, parando con frecuencia, pero siempre arrancando una vez más.  Siempre hacia delante.  Siempre de frente.  Tengo que reconocer que durante ese tiempo estaba emocionalmente dividido.  Con un dilema tirándome en dos sentidos opuestos.  Por una parte quería ayudarle a Andrés a hacer un esfuerzo para llegar, a superar los límites de sus posibilidades, pero tampoco quería empujarle a hacer algo que estaba por encima de lo que era médicamente aconsejable. Bueno, ya lo estaba haciendo, así que en otras palabras no quería tener que poner en este diario que sus últimas palabras antes de caerse al suelo eran “hijoputa me has mataaaado.”

          30 minutos después, estábamos en la cima.  Teniendo en cuenta sus limitaciones físicas, se puede decir que Andrés había subido un monte el triple de alto que nosotros.  Fue toda una proeza y todo un homenaje a la tenacidad.  Bravo Andrés.  En esos momentos era el rey.       

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 13

(¡Feliz Cumpleaños,  Andrés!)

Después de dos horas de retraso a la merced de Fräulein solo para coger una cama vieja y chirriante, de encontrarnos separados en la sala de dormir, de tener que descansar en literas de arriba y de ser yo el hazmerreír de un chiste malo del Cielo, teníamos los ánimos un poco por los suelos y buscábamos consuelo en forma de un buena comida.  Vamos, hasta nuestras abuelas hubieran estado orgullosas de nuestra capacidad de reacción. 

          Siendo ya los veteranos en el mundo del viaje, supimos que la mejor manera de buscar un buen sitio para satisfacer nuestras necesidades no era salir por la puerta y entrar en el primer restaurante que pilláramos, como hacía la mayoría de los peregrinos, sino preguntar a un lugareño sabio y, sobre todo, gordo.  Lo encontramos y éste nos condujo a un sitio por el centro, de aparente sencillez por fuera. Y por dentro, ya que lo pienso.  Muchos sitios ofrecen un menú del peregrino, lo que se traduce en un par de platos de precio módico y de calidad sospechosa.  Nuestra tasca, sin llegar a ser espectacular, sí supo alimentarnos satisfactoriamente.  Durante el almuerzo, Andrés expresó ciertas dudas sobre nuestra decisión de dormir en el albergue y las comunicó con estas palabras: ¿Qué coño hacemos allí?

          “Hombre,” contesté con ánimo.  “Esto es lo bonito del Camino.  Es una parte casi imprescindible.”

          “Eso es,” añadió Aitor mientras mojaba pan en su salpicón de marisco. “A mí me encanta este concepto.  Vives el Camino.  Conoces a gente nueva…Esas cosas, ya sabes.”

         “¿Y eso qué importa?”

         “Pues quieras que no”, expliqué,  “esta gente está viajando con nosotros.  Forman parte de nuestro Camino.  Qué menos que dedicar un poco de nuestro tiempo a nuestros hermanos caminantes.”

         Andrés no estaba convencido.  “Pero yo no estoy viajando con ellos.  Estoy hacienda el Camino con vosotros.  Para eso he venido.”  Me jodió su respuesta porque aunque no estaba del todo de acuerdo con ella, ni con él, me había gustado mucho y me había convencido, por lo menos, de que tampoco tenía toda la razón.  ¡Hay que fastidiarse!    

        Terminamos la comida, salimos con otra cara y dimos un pequeño paseo antes de meternos otra vez dentro del albergue.  Ya la cosa estaba más tranquila dentro.  Muchos se habían aseado de alguna forma y, o bien estaban por ahí comiendo o explorando, o estaban tendidos en la cama descansando.  Me metí en el baño, me duché,  no sin numerosísimas complicaciones mientras buscaba sitios para colocar todas mis pertenencias mientras me mojaba.  Me sentí como un inútil total.  Luego salí, cogí la ropa sucia y la lavé en la pila con una uña de jabón de Lagarto que compartíamos.   Como ya habían llegado otros antes, apenas quedaba sitio para tender, y fuera en el balcón estaba totalmente prohibido (Norma número 534 según Fräulein.)  Una infracción en ese sentido hubiera supuesto Dios sabe cuántas horas en el calabozo.  Y ya, por fin, me encontré limpio y ordenado, y en vez de tumbarme decidí dar un paseo por allí.  Bajé a la recepción y tímidamente pregunté a Fräulein por información sobre el pueblo.  Ella estaba más amable entonces y me ayudó mucho.  Le di las gracias y salí a la aventura.

         Redondela tiene, de entrada, más que ofrecer al visitante que O Porriño, aunque hay que señalar que de monumentos tampoco va sobrado.  Su mayor atracción son dos viaductos de tren gigantescos, de unos 150 años, cuyos arcos masivos atraviesan el centro.  Uno de ellos estaba en desuso ya, pero según la historia fue producto de un arquitecto que en algún momento fue acusado de haber hecho mal los cálculos y, como consecuencia,  hacer nula la utilidad del puente.   Al enterarse, se quitó la vida cuando resulta que el viaducto valía perfectamente.  Bueno, hay varias versiones de la historia, pero todas acaban con esa tragedia así que esa parte debe de ser cierta.  Por lo menos es la parte más llamativa.  Desde luego son muy curiosos, pero vamos, no van más allá que eso. 

         De todas formas, el resto del centro es muy atractivo.  Tiene un buen puñado de calles viejas y bonitas, unas iglesias interesantes, una alameda estupenda e incluso una playa.  Fräulein me había indicado cómo llegar y seguí al pie de la letra la información hasta un punto donde creo que me despisté, porque acabé en un puerto normal con una playa del tamaño de un patio de columpios para niños pequeños y un bar de esos en los que te esperas encontrar a Ernest Hemingway fumando, bebiendo y haciendo Dios sabe qué.  Pues allí mismo planté el culo, pedí un café cortado y me puse a escribir una notas para esta historia, quizás con esa imagen como inspiración.  Pero poco me inspiré porque a los 15 minutos lo dejé, dando por fracasado el intento.  Si no te sale, no te sale.   Y ya está.

        En ese momento me llamó Aitor, que ya estaba por allí en búsqueda mía. Se acercó también, tomamos un refresco y planeamos la tarde.  Como teníamos que estar dentro del albergue a las 22.00 como muy tarde, decidimos que sería una buena idea comprar unas cosas en un súper, un par de botellas de vino e incluso algo de fruta para el postre y el desayuno del día siguiente.  Era nuestro propósito esa  tarde reducir gastos y calorías, y nos sentimos orgullosos de nuestra autodisciplina. 

         Volvimos al centro y nos encontramos con Andrés, que estaba ya preparado para la tarde.  Le contamos nuestro plan y enseguida propuso una empanada.  Nosotros nos habíamos acordado de un par de panaderías, pero primero tomamos un café y consultamos  a un camarero de un bar, quien nos informó del mejor sitio.  Lo encontramos.  Tiene una empanada de chocos que ha ganado muchos premios.  El choco es la comida estrella de Redondela.  De hecho, hay una fiesta del choco todos los meses de mayo.  Fuimos al sitio y dejamos a Andrés para que se encargara de la compra.  Salió con cinco tipos (para hacer una degustación) de empanada por valor de unos 40 euros.  4 kilos en total.    

         Fuimos a misa, pero por el camino del Camino vimos a tres jinetes peregrinos subir la calle sobre tres caballos inmensos que hacían  clop-clop-clop, lo cual era una novedad para mí.  Tres caballos preciosos. La misa fue breve, como suelen ser en un lunes, y al terminar fuimos a que nos pusieran el sello santo.  El cura estaba encantado de que hubiera algún peregrino presente allí, y nos puso la estampa con mucha alegría.  Volvimos al bar, tomamos unas cervezas y compramos dos botellas de vino, que el muy listo nos cobró a precio de restaurante.  Hay que joderse con el suplemento del peregrino.   O sea, junto con las empanadas, la broma nos salió por unos 80 pavos en total.  ¡Vaya día de ahorros! 

         Luego entramos en nuestra casa para esa noche.  Aún no daba crédito porque era de día todavía y no tenía sentido.  Pero así eran las normas.  Fräulein nos dijo que podíamos quedarnos en la sala de abajo hasta las once, pero que a partir de las once era mejor que no.  Acabó por caerme bien.  Lo mismo era el síndrome de Estocolmo. O no.

         Entramos en la sala y pusimos los cuatro kilos de empanada en la mesa.  Siendo lo generosos que somos, invitamos a todos a participar, pero pocos se animaron.  Realizamos la degustación y los resultados fueron:

                       1er Premio: La empanada de chocos (naturalmente)

                       2º: La empanada de carne

                      3º: La empanada de zamburiñas

                      4º: La empanada de atún

                      5º: La empanada de algo más pero no me acuerdo de qué sabor, con lo cual os podéis imaginar la impresión que nos causó.

                  Después me quedé en una mesa trabajando un poco con la historia, pero  seguía sin salirme.  Se notaba que no era mi día para escribir.  Aitor y Andrés entablaron una conversación con los chicos de Coruña, que para entonces tenían la ventana abierta para poder fumar.  Como estábamos en un bajo,  de allí salían a la calle y entraban a placer.  ¡Ay, si Fräulein se enterase!

                        Y yo, siendo un niño bueno esa noche, subí a acostarme a las once.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 12

(¡Feliz Cumpleaños “Javier”!)

Muchas veces los peregrinos se levantan pronto para poder terminar antes y así evitar vivir los últimos kilómetros bajo un sol estival severo y cruel.  Esto es especialmente aconsejable cuando las etapas superan los 30 kilómetros, pero también se puede aplicar a cualquier distancia.  El clima de Galicia es algo más suave que el de Castilla, donde la meseta se convierte en un horno gigantesco, pero también es más húmedo y bochornoso.  Eso hace que la caminata al final de la jornada sea larga e incómoda, con lo cual tiene mucho sentido querer llegar al destino lo antes posible. 

          Pero no es la única razón.

          Partir antes de que los gallos canten también incrementa las posibilidades de llegar al siguiente pueblo importante con el tiempo suficiente para pillar una cama en el albergue público.  A 5€ la noche, os aseguro que es un premio muy codiciado por los frugales.  También explica porqué yo tenía serias dudas sobre hacer el Camino en un Año Xacobeo, y presentaba mis argumentos meses antes cuando estábamos debatiendo el tema.  A pesar de gozar de la oportunidad de limpiar mi alma de todo mal, temía afrontarme con el reto diario de tener que luchar con un noruego por un rinconcito con un colchoncito.  Y eso que me gusta el concepto de los albergues.  Me gusta la calidad humana que fomenta.  Lo que pasa es que en un año como este, no lo veía nada claro.    Sencillamente, me negaba a competir con mis co-caminantes.  El Camino no se trata de eso… 

         Los albergues no abren sus puertas hasta las 13.00.  Sin duda esto en parte se hace para poder limpiar y fumigar un poco; pero también me gusta pensar que es una manera de darnos a todos una oportunidad de obtener un lugar donde dormir.  Así los jóvenes fuertes y rápidos no pueden levantarse a las seis de la mañana, ir corriendo por la pista y hacerse con todas las camas antes de que los viejos, gordos y lentos como nosotros podamos llegar. 

          Desafortunadamente, no evita que la gente salga pronto y haga cola una vez allí con el mismo fin.  De hecho, eso es justo lo que pasa.  Para mí, es un tema que está por solucionar porque no reduce la competitividad y nerviosismo, y encima te hace perder toda la mañana.    Lo dejo en el buzón de sugerencias.     

          Cuando nosotros llegamos a Redondela a las 12.20 ese día, ya había un número considerable de peregrinos por delante de nosotros.  En realidad no había una fila clara, más bien algo parecido a una ameba.  Nosotros nos plantamos en la única parte que asemejaba a una línea y no nos movimos.  Aitor sacó su guía de información inagotable y nos informó de que según ella había sitio para unas 55 personas (otra persona nos oyó y dijo que según su guía de información inagotable, hasta 64).  Echamos un vistazo y calculamos poco más de 25, así que respiramos hondo sabiendo que estábamos dentro del límite.   

          A la una en punto el albergue seguía cerrado pero se veía que estaba a punto de abrir.  De repente ocurrió lo que siempre pasa en esas situaciones.  Resulta que la multitud de gente delante de nosotros tenía amigos y en algunos casos muchos.  La fila se hinchó como un globo de agua.  Pero lo peor no fue eso.  Resulta que las guías de información inagotable habían exagerado escandalosamente la cifra de camas disponibles y que en vez de ofercer más medio centenar, solo había 42…como mucho.  Así nos lo confirmó de forma gritada la encargada del albergue una vez estábamos dentro y esperando.  Era una mujer con gran potencial de voz y mando, os lo aseguro. 

          La cosa pintaba mal.  Muy mal.  Algunas personas se ponían inquietas y nerviosas ante el temor de perder una plaza.  Hubo murmureos que a continuación se convirtió en gruñones y luego en protestas bien airadas y voceadas.   “¡Dios!” me dije a mí mismo.  “Vamos a estar a palazos de aquí a poco.” Y agarré mi palo de andar por si tuviera que sujetar algún noruego contra la pared.  Cuando se trata de una cama barata…nadie es tu amigo.

          La encargada nos hizo entrar en la sala grande y formar una especie de fila sinuosa que recorría por toda el espacio, un poco como las de los aeropuertos pero sin el cordón y por tanto más peligrosa.  En caso de un disturbio nadie saldría vivo.  Era una mujer guapa y de una constitución algo menuda pero fuerte y fibrosa.  Tenía una actitud muy clara sobre cómo había que tratar a los peregrinos, que no era muy diferente a cómo se trata a ganado.  Poseía unas aptitudes organizativas impresionantes y si lo hubiera querido habría sido una fantástica jefa de prisión.  Sus destrezas comunicativas también eran imponentes.  De hecho, creo que su primera palabra era algo así como “Achtung!”

          Pues no veas cómo 40 adultos nos pusimos firmes al oír sus órdenes.  Lo que había sido un grupo multitudinario a punto de convertirse en un enloquecido bando de gentío cabreado, acabó siendo una manada de peregrinos dóciles y obedientes.  Durante unos siete minutos la mujer vomitó tal cantidad de reglas y procedimientos y con tanta eficacia que no hubo forma humana de meter baza.  Nos habló de la prioridad de los peregrinos…de los discapacitados, los que van a pie, a caballo y en bicicleta, de la manera de poner la maleta, de cómo escoger la cama, de cómo colocar la ropa lavada, donde no ponerla, cómo usar el agua, la ducha, el váter, el salón, las sillas, y así sin parar…Dios, era mareante.  Y para terminar espetó con mucha garra unas palabras que casi nos dejan tiesos.  “Y por supuesto, los que llevan coche de apoyo, que se olviden del tema, porque ni de coña van a encontrar cama.  Ya sé que os conocéis.  Si sabéis algo, que me lo digáis.”

          Ya está.  Estábamos bien jodidos.    Veréis.   En esa misma sala estaban también las francesas, las que nos habían visto poniendo nuestras mochilas en mi maletero el día anterior, y estaban convencidas de que nosotros usábamos un coche de apoyo.  Los de coche de apoyo eran los apestados del Camino.  Lo más vil.  Los tramposos.  Ellas estaban colocadas casi a la cabeza de la fila, pero por el sistema de pliegues, nos encontrábamos casi face-to-face.  Y como la muy maja de la encargada pedía que nos dilatáramos, vi cómo se acercaba una situación bien fea. Alcé la vista hacia ellas y sonreí tontamente pero nos clavaron una mirada con mucho, ¿cómo os lo puedo describir?, pues…odio. Eempecé a rezar, porque sabía que en cualquier momento las chicas podrían chillar, “¡Fraulein! ¡Fraulein!  ¡Son ellos! ¡Son ellos!  ¡Ellos tienen un coche de apoyo!  ¡Llamad a la SS!” 

          Pero por algún milagro, posiblemente porque les faltaban datos de verdad, no dijeron nada.  No por eso dejaban de hacernos sentir despreciados.  Me sentía más pecador que nunca. ¡Y esta vez, no había pecado!

          Después de que Fraulein nos organizara, aun tuvimos que esperar otra hora para que nos asignara una cama, porque de las 42 plazas, nosotros éramos los números 39, 40 y 41.   Andrés, al que no le hacía gracia esta idea del albergue desde el principio, estuvo a punto de estrangularnos.  Por fin llegamos a la mesa donde Fraulein eficientemente nos recibió y nos proporcionó un lugar para descansar nuestros huesos después de 15kms de caminata y dos horas de espera. Nos entregó a cada uno un juego de ropa de cama, que acababa siendo unos sobres de gasa a lo bestia, y subimos a encontrar una cama, lo cual no era nada fácil porque solo quedaban lo justo, con lo cual no podíamos elegir.  El problema pincipal lo tenía Aitor porque no era capaz de dormir en una litera de arriba porque de pequeño había sufrido algún accidente, o no sé qué, y aún no se había recuperado del todo de la experiencia. 

          “¿Cómo que no te has recuperado?” Pregunté.  “¿Eso que quiere decir?  ¿Qué tienes lagunas mentales y se te olvidan los pronombres cuando hablas? ¿Qué andas por ahí como una gallina de vez en cuando?”

          “No.  Simplemente que me da miedo caerme de una cama?”

          “¿Caerte?  Pero si eres más alto que la cama…”

           “Da igual, tío.  Cada uno tiene sus traumas.”

            “Es verdad.  Pues nada.  Hoy has tenido mala suerte porque mira lo que te ha tocado,” dije señalando a una litera de arriba.

          “Ya.”

          Yo por el otro lado pensé que había corrido una suerte muy diferente.  Miré el resto de la sala y vi cual era la que me correspondía a mí.   Hay que saber que, en estos albergues, meten tal cantidad de camas que parecen una lata de sardinas.  Muchas literas están tan juntas las unas a las otras que tienen poco margen de movimiento por si buscas un poco de intimidad. 

         La cama libre que yo vi estaba junta, pero vamos pegadísima,  a una donde había una alemana rubia de unos veintetanto años tumbada y en pantalones cortos y camiseta sexy.  Vamos, una cama doble para que nos entendamos.  Ella estaba leyendo algo, pero para ser justo, no me preguntéis qué porque la situación me estaba impactando tanto que no podía centrarme.   No es que tuviera pensado hacer nada malo…pero, ya me entendéis, la emoción del momento pudo conmigo.

          “¡Dios!” Exclamé por dentro. “Existes de verdad.”  Dejé caer mi mochila y palo de andar y justo cuando estaba levantando los brazos para dar gracias al Señor por su generosidad y reconocimiento de un esfuerzo mío bien realizado ese día, a pesar de ser el pecador que era, recibí un pequeño empujón que me echó de lado como en una jugada de hockey sobre hielo.  Pasó otra señora, ya bastante más mayor que ella, pero seguramente de la misma procedencia y colocó con fuerza todas sus pertinencias.  ¡Qué suerte! Debio de ser su madre.   Me había equivocado.  Mi cama era la siguiente, la de al lado, aislado y en un universo propio.  ¡Vaya con el bromista del Señor!

    

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 11

A las 6.30 de la mañana saltó el alarma de mi móvil y dije algo así como “¿Dónde coño estoy?” porque, por norma, no tengo costumbre de despertarme en el suelo de una terraza de un hotel, o por lo menos sin haber estado de juerga la noche anterior.  Eso me pasaba por haber viajado a tantos sitios en 48 horas. Había perdido toda noción de mis sentidos.  El hotel.  El hotel.  Era verdad.  Estábamos en el hotel.  Sé perfectamente que no mola, desde un punto de vista purista, ser peregrino y huésped en un hotel, pero a mí me daba igual porque a nadie le he prometido que esto sería una especie de guía para los super machos del Camino.  Se hace cómo se puede y ya está.  Además una cama cómoda no quitaba el hecho de levantarme a primera hora todos los días en medio de mis vacaciones para caminar 20 kilómetros con 7 kilos de peso encima en pleno calor de verano.  Así que nada, me estoy intentando justificar mediante una justificación penosa…no pasa nada.

            En fin, esa mañana me quedé en la cama un ratito más pero Andrés me despertó a los 10 minutos y antes de poner los pies en suelo, puso un cigarrillo en la boca, y me dijo, “Que sepas, macho, tú también roncas.”

            “¿Yo?” dije sorprendido como si hubieran acusado a mi madre de robar latas de aceitunas.  “¿Qué dices?”

            “Sí tú,” confirmó Aitor con convicción. 

            “Imposible.  Soy de Greenwich, Connecticut, y en mi ciudad no me dejan roncar, os lo aseguro.”

            “Pues llevas mucho tiempo fuera de allí, porque roncas como un búfalo,” me dijo Andrés al final con levedad y un guiño del ojo.  Será así supongo.  Pero no tengo constancia de él. 

           Nos vestimos rápido y bajamos a la cafetería a desayunar.  Pedí mi versión standard de menú peregrino: café con leche, un bollo, y 600mg de Ibupofreno.  Me sentó de maravilla.  Luego me puse mi pañuelo azul que un querido amigo de Villanueva de los Infantes me había regalado en las fiestas de las Cruces de Mayo.  Era mi look personalizado del Camino.  Cada uno debería tenerlo.

          Salir de O Porriño resultó ser más difícil que nos esperábamos.  Al parecer el pueblo tiene un gran sentido de humor y no veía necesario colocar flechas y deambulábamos un rato antes de encontrar una indicación clara.  A poco de reengancharnos, entramos en un tramo de la carretera principal.  Un tramo común, como lo llaman, cuando los peregrinos y los coches coinciden.  Era la hora punta de mañana y el tráfico estaba muy activo, por no decir terrorífico.  No dispongo del número de coches que hay en Galicia, pero calculo que por lo menos la mitad circulaba por O Porriño esa mañana.  ¡Y de qué manera! ¡Dios!  Los vehículos que venían de frente se acercaban a tal velocidad que, al pasar, me encontraba implorando en voz baja “Señor.  ¡Llévame contigo!” Esta gente no solo no frenaba al vernos, ni siquiera soltaban el acelerador.  Es más, juraría que algunos tenían una especie de sonrisa diabólica.   Me cagaba de miedo, de verdad.

          Sentía este temor sobre todo cuando se trataba de los camiones. No deja de sorprender las velocidades a las que viajan esas monstruosidades, especialmente en las curvas donde los principios de la centrifugación dictan que el vehículo, con toda probabilidad, se deslizará fuera de la pista hacia ti donde tú como ser humano (y esto es especialmente importante tener en mente) tendrás grandes dificultades para detenerlo, por muy beato que seas (Véase san Telmito).   No obstante, es una prueba de fe para ti como peregrino porque el más mínimo fallo de cálculo por parte del conductor o algún defecto mecánico del motor que se tenía que haber reparado meses antes, podría resultar en que te encuentres ¡Plas! aplastado sobre el parabrisas y yendo en el sentido contrario de tu peregrinaje.  Podrías ser un peregrino, digamos, sin rumbo. 

          Yo me entretenía imaginándome agarrado a la ventana y mirando por el rabillo del ojo a dos pasajeros dentro de la cabina del camión, impactados por lo que acababa de suceder. 

         De repente, el de  diría al otro con su acentiño gallego, “Oye Manolo.  ¿Qué demonios é alí na ventana?”

          Y Manolo contestaría.  “Me parece un peregrine.”

          “E qué fai un peregino na ventana, home?”

           “Eu que sei!” diría Manolo con una risa tonta.  “Pero le di bien esta vez.  Saludémosle.  Bos días caminante! Cómo che fai?”

          Y yo, aún bajo los efectos de mi Ibuprofeno, no notaría todavía el dolor de los huesos rotos dentro de mi cuerpo, y también le desearía buenos días a mi manera y le propondría unas cuantas maneras de pasarlo y a donde pondría para pasarlos.  

          El hombre en el asiento de pasajero pondría una cara de intentar entenderme.  “Mueve los labios.  Está intentando decirnos algo.  ¿Qué pasa peregrine?  No te oímos.”

          Así que gritaría por fin.  “¡Idos a tomar por saco y dejadme bajar!”

          “No lo oigo nada.  Vamos, quitémoslo de en medio que no veo donde está la salida.”

          “Vale.  Y daré con un poquiño de fluido y luego barreré con el parabrisas. Jiji.”

          Muy bien.  El muy gracioso.  De todas formas, yo por si acaso, me alejaba todo lo posible del bordillo. 

          Tardamos un poco, pero por fin salimos de ese caos y retornamos al Camino que añoraba y me encontraba mucho mejor.  El sendero nos condujo a una aldea pequeña llamada Mos, que tenía una casa señorial restaurada muy bonita en su centro.  También había un albergue para peregrinos.  Paramos en una cafetería para desayunar algo.  La mujer que la llevaba, Lola, era muy amable y muy habladora.  Se notaba que le gustaba mucho su oficio.  Nos contó todo lo que uno puede decir de sí mismo en 15 minutos, y al final, ya estaba sacando el álbum de fotos.  Debió de ser una cocinera maravillosa que hasta un austriaco le dedicó unos versos a su tortilla de patata.  Me enseñó la poesía y todo.  Vamos, desde luego estos austriacos saben de verdad cómo ligarse a una mujer.

          Unos metros más allá, iniciamos lo que se podría llamar nuestro primer encontronazo con una subida de consideración.  Verás, aunque ese día tocaba otra etapa corta de unos 15 kilómetros, casi de risa, había una diferencia esta vez.  Tenías que superar una cuesta modesta, que a fin de cuentas nunca es modesta si subir cuestas es algo que no haces con frecuencia.  El monte no era alpino ni en altura ni en dificultad, y tampoco haría falta veinte minutos más para cocer un pastel, pero hay que reconocer que había unas rampitas bastante majas.  Andrés, al ver lo que le esperaba soltó por primera vez un energético “¡hostias!” y se disponía a escalar lentamente cogiendo un ritmo que le venía bien a él.  Tomábamos nuestro tiempo, y aunque a mí me resultó bastante manejable, reconozco que las colinas tienen una manera de ser que les hace parecer interminables, por muy bajas que sean.  Andas y andas, y crees que ya has llegado, pero nada.  Y andas algo más para ver qué pasa.  Y por fin estás.  

         Por mucho que me gustara subir el monte, me sobraba totalmente bajarlo.  Sin lugar de dudas alivia el esfuerzo que has hecho justo antes, pero solo para provocar otro.  Descender requiere que emplees todo tu cuerpo para evitar que te tropieces, caigas y termines la bajada rodando como una bola de carne y mochila con todas tus pertinencias adelantándote por el camino.  Como consecuencia aumenta el estrés sobre las articulaciones, y a mí me preocupaba en particular la rodilla porque fue un fallo en ese punto lo que causó mi infierno particular el año anterior.  Con más de noventa kilómetros por delante, no estaba dispuesto a experimentar semejante sufrimiento.

          En este caso, las rampas eran especialmente empinadas por tanto adopté una táctica de zig-zag por la carretera para reducir el pendiente.  No sé si parecía más profesional o a un idiota total.  Pero conseguí llegar abajo, al igual que los demás, ilesos.  Solo faltaban un par de kilómetros para la entrada de Redondela, donde decidimos que pasaríamos nuestra primera noche en un albergue público.   Que tiemble el Apostal. 

On the Road: Memories of a Pilgrim with No Direction 11

Pilgrims often rise early because by doing so they can get a head start on the day itself and avoid those tortuous last miles of walking under a severe and merciless summer sun.  This is especially advisable when the stages surpass 30 kilometers but recommendable for any distance.  Galician climate is perhaps slightly cooler than the oven-like midday temperatures of, say, Castile, but it is also generally much more humid there and thus prone to muggy weather.  That can make even late morning hiking strenuous and uncomfortable, so it makes perfect sense to want to reach your destination as quickly as possible. 

            But that’s not the only reason.   

            Departing well before even a rooster crows also increases your chances of making it to the next major town in time to ensure a bed for the night in the public shelter or albergue.  At 5€ a night, I can assure you it’s a coveted prize for the frugal.   This also explains why I had some issues with doing the Camino during a Holy Year in the first place.  I don’t mind doing albergues, in fact I like the human interaction they encourage, but I couldn’t see this as a good year.  In addition to the 250,000 co-pilgrims sharing this quiet walk together with, I refused to turn this into a competition.  “That’s not what the Camino is all about,” I argued.  “At least in my book.”  

         Aitor, the ever-optimist when it came to these things, tried to persuade me cajolingly.  “Come on!  It’ll be fun.”

            “No it won’t.  It’ll suck.”  I think I was pretty clear on this point.

            “Where’s your spirit of adventure?”

            “At home, under my socks somewhere.”

            “Come on.  Trust me.”

              “Just let me think about it.”  Aitor had promised to get rooms in towns where he thought we would have difficulty getting into the albergue, like the first and last legs and cities like Pontevedra, but on the other days, the sleeping arrangement was open.  Redondela was one of those places.

              Albergues do not open their doors until 1:00p.m.  I really feel it’s their way of getting us pilgrims out of the way for a few hours so they can clean up and fumigate, but I also like to think they do so that they can give everyone an even chance to sleep there at night.  In a sense this is good because it means the young, strong and swift can’t just jumped to their feet at 5 a.m. and bolt down the trail to grab all the beds before the old, flabby and slow like us have a chance to show up.   And that may be an intentional measure…but that doesn’t mean people can’t line up.  So in the end, instead of having people stream (or straggle) in little by little and sign in, once they arrive they have to spend the rest of the morning stuck next to the albergue so as not to lose their place in line.

                When we arrived in Redondela at 12:20 that day, already a sizable number of walkers had managed to reached the door before us.  Aitor flipped out his guide and informed us that the shelter had something in the neighborhood of 55 beds for weary pilgrims (another pilgrim heard over 60), and a quick scan told us we arrived well within that limit.

            The shelter in Redondela is a restored historic building, I think it once served as the town jail, and it is attractive.  At one o’clock on the dot, it opened and we began to file in.  The crowd up to that point had been reasonable in size, but not so surprisingly, those people in line had friends with them who happened to appear just in time to go in.  The situation looked a little bleak.  On top of that, it turned out that the guides had grossly overestimated the available space.  There were only 42 beds.  This got the crowd restless and nervous about whether or not everyone would be able to claim a spot to sleep that night.  Murmuring grew into grumbling and even some well-voiced complaining surged.  “Jesus!”  I thought.  “The sticks are going to be flying any second now.”  When it came to a cheap bed, no one was your friend.

          The woman in charge was a pretty and small-framed woman with a clear-minded attitude on how she felt pilgrims should be treated, which was not dissimilar to cattle.  She possessed impressive organizational aptitudes and had she wanted to she would have made a great prison warden.  Her oral skills were commanding as well.  In fact, I think her first word was something like “Achtung!” From there she reeled off several minutes of rules and procedures with such efficiency it blew my mind away.  What had once been nearly a mob scene, had suddenly turned into a fairly well formed line of docile obedient pilgrims. 

         She reminded us of the order of priorities 1) handicapped (not us yet) 2) walkers (I guess that was us) 3) horse riders (not horses) 4) cyclists (not a prayer at this time of year) and capped  off her discourse with, “And of course, anyone using a support car should not be allowed.  Come on, I know you know each other by now, so we can all be honest.”  These were the scourge of the Camino.  The cheaters.  Jesus!  The woman was actually asking us to fess up.  I suddenly recalled the incident from the day before with my car and noticed that the Belgian girls were ahead us in line, which curled the room in such a way that they were within a face slap’s distance.  I took one quick glance at them who stared in our direction with an expression of (how can I describe it?) hate.  We looked away casually the way you do when a hypnotizer asks for a volunteer and you don’t want to pretend to be a hen laying an egg in front of a thousand people.  At any second I was expecting the girls to scream “Them!  Them!  Fraulein, they have a support car!”  But they kept mum and thank God, because we weren’t using one in the first place, and it would have been entirely unfair.  But just imagine trying to explain it all those tired and irate pilgrims.

            Considering all those rules that fraulein spewed out, what I couldn’t get quite understand was how the group of Italian scouts who were ahead of us managed to be admitted.  There must have been 15 of them.  I’m sure there must be a limit on that, like getting tickets to a Springsteen concert.  No more than six or something like that.  But nothing was said or done.  That in my opinion seemed unfair. Why hadn’t fraulein said anything about them? 

Anyway, of the 42 spots, we came in 38, 39 and 40, which meant we had to wait nearly another hour for our beds to be assigned.  In that time, we had a chance to become better acquainted with some of the other pilgrims sharing the Camino with us.  In addition to the Belgian girls who had not narked on us (but were not talking to us because apparently we cheated) and the Italian scouts, we met wonderful people like two very nice brothers from Huelva, a mellow and kind couple from Spain (he was from Valencia and she was Argentine), and just behind us to wrap up the line were two young men from A Coruña in Galicia.  They had just done the first two stages (Tuy-Redondela) that very morning (30kms) and were suffering the consequences.  One showed us a blister the size of my elbow.  Aching and hurting, they were a good laugh.  This, my friends, is the invaluable advantage to going to these shelters.  By doing that, you get to know your fellow pilgrims better, and it makes the whole experience that much more enriching.

Finally we reached the counter and were admitted, but the problem at that point was that we would have little choice about getting a sleeping arrangement that suited us.  This proved especially delicate because Aitor had to take an upper bunk, and if there was something Aitor could not do was sleep in an upper bunk bed because he had fallen out of one when he was a child and never fully recovered.  That’s what he told me.

            “What do you mean never fully recovered?” I asked. “Does that mean you forget how to use pronouns in your sentences, or freak out from time to time?”

            “No, I just have a fear of falling out of beds, that’s all.”   

            “That’s too bad.  But I think it’s time you got us into this thing.  That’s life.  That’s the Camino.”

            Meanwhile I looked over on the other side of the hall and saw what I thought was the only remaining empty bed, an upper bunk joined entirely to another where a young blonde German woman in her twenties was lying on her back with her shirt rolled up, exposing her belly for all to enjoy.  I think she was reading too, but to be honest, the initial image made it difficult for me to focus on detail.  Just as I was looking up at the ceiling with my hands raised and was preparing to give thanks to God for his generosity, a larger older blonde woman, I am assuming it was her mother, shoved me aside and dumped her things on the bed.  Oops!  Oh, crap!  Mine was the next one over. Excuse me.  The Camino could be so fickle.