O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 9

Se describe la etapa corta entre Tuy y O Porriño como una de las menos atractivas de las últimas antes de llegar a Santiago y tengo que reconocer que, en muchos aspectos, se cumplieron las expectativas.  Por eso estaba contento de quitármela de en medio el primer día.  No todo fue tan horrendo, desde luego.  La primera parte estaba bastante agradable, con muchas aldeas, una capilla bonita para admirar, un paisano o dos para saludar y unos trechos de campo y bosque para atravesar.  Hasta allí bien.  Fue una buena oportunidad para calentarse, circular la sangre y poner en forma los músculos y las articulaciones para que no acabáramos la semana matándonos los unos a los otros.  Aitor llevaba la conversación con su habitual alegría y hablaba de lo mucho que el Camino significaba para él y de lo grande que iba a ser la semana que nos esperaba.  Andrés, por su parte, estaba animado pero tomaba cada kilómetro con cierta circunspección mientras intentaba hacerse una idea de lo que significaba ser un peregrino físicamente hablando.

            Lo más interesante de la primera parte desde el punto de vista histórico y cultural era un pequeño puente medieval, que llevaba el temible nombre de “el puente de los Fiebres”, donde San Telmo se enfermó seriamente durante su peregrinaje a Santiago allá por el año 1251.   Telmo fue llevado posteriormente a Tuy donde moriría unos días después.  La buena gente de Tuy como muestra de agradecimiento al hombre por haber estirado la pata en su ciudad le nombró patrón, y se celebra su fiesta cada año el lunes siguiente al Pascua.   Hay una breve inscripción grabada en una piedra cerca del puente que cuenta la historia y es una conmovedora crónica de la fe, pero también un mensaje descorazonador a los fieles. Personalmente, a mí me decía: “los peregrinos llevan muchos años muriendo en este Camino, incluso los piadosos, así que ¡Ojo, pecador! y tú podrás ser el siguiente.”  No es precisamente el tipo de cartel que quieres ver a 110 kilómetros de tu meta. Además observaba que el agua debajo estaba casi muerta, inerte, estancada hasta más no poder.  Me imaginaba todo tipo de bicho volador y bacteriano preparándose para lanzar un ataque letal y llevarme a mi tumba.  De todas formas, era el único monumento de cierto interés por la zona así que no quisimos irnos sin alguna forma de testimonio así que dos caminantes de habla francesa nos sacaron una foto.

         A parte de eso, había poco reseñable en el Camino esa mañana, lo cual no nos molestó porque en general lo que queríamos era entrar en el ambiente de los peregrinos.  Cuando llevábamos un poco más de la mitad entramos en una zona abierta con una cafetería y unas mesas de picnic.  Casi no pintaban nada allí, pero de alguna manera era nuestro último contacto con la naturaleza antes de entrar en la zona a O Porriño.    Aitor sacó de la nada un buen cacho que queso y algo de pan.  El hombre era todo un mago cuando se trataba de proveernos con la alimentación necesaria para mantenernos en forma.  No sé cómo lo hacía ni cómo lo conseguía pero era como una especie de despensa con patas.  Nos lo comíamos muy a gusto y lo acompañábamos con una botella de agua fresca mientras entregábamos al gato de turno unas migas y éste las aceptó con suma gratitud. 

          Después descendimos una cuesta y anduvimos por una calle hasta entrar en un recto de unos 3 kilómetros de naves industriales.  Era una señal inconfundible de que estábamos entrando en O Porriño.  El polígono representa una de las características más conocidas de esta pequeña ciudad, lo cual te da una idea de cómo es en general.  Todo el mundo me decía lo mismo cuando les preguntaba sobre el lugar: ”Sí, bueno, verás, está bien, vamos que no está mal, digamos, tiene una zona industrial muy grande, eso sí, pero muy, muy grande ¿eh?.  ¡Grande!  Es muy difícil apreciar lo que son 3 kilómetros de almacenes hasta que pasas, no caminas, por ellos.  Desolador. 

         Esta calle constituye lo que puede ser uno de los tramos más feos del Camino en Galicia.  Pero no le puedo culpar a O Porriño.  Después de todo, los tiempos modernos han proporcionado otro destino para él.  La industria de su valiosísimo granito ha permitido que la comunidad prosperara como pocas en la zona, así que ¿qué más les daba el Camino?  Lo entendía perfectamente, aunque me daba pena.  Pasaban del Camino, y el Camino se lo admitía.  Por el otro lado, pasaban del Camino y el Camino pasaba de ellos.  Los peregrinos seguían llegando. ¡Qué remedio!

         Hasta ese momento, la jornada suponía poco más que un paseo ligero, y hubiera seguido así de no haber sido por las prisas que tenía yo de llegar para luego marcharme a Lalín.  Por tanto en ese recto, metí caña pensando que quedaba poco para llegar.  Andábamos y andábamos y andábamos y no veíamos el final.  Luego cruzamos  por encima de la autovía, y luego seguíamos otro recto.  Había casas y comercio, todo lo que podía parecer una zona urbana, pero no parábamos de caminar.  Por fin pregunté a uno por dónde estaba el centro y nos dijo que primero teníamos que entrar en O Porriño. 

         “¿Entrar?” pregunté con asombro.  “Pero yo pensaba que ya estábamos allí.” 

         Sí hombre. Eso es amigos míos.  Así es la naturaleza del Camino.  Estás allí, y a la vez, no estás allí.  Y cuando piensas que por fin estás, casi nunca te falta un poquito más. Requiere mucha paciencia, que fue justo lo que me faltaba ese día.  Así que, me frustré y empecé a andar a toda pastilla.  Por fin logramos nuestra meta, pero, en parte, a costa de la felicidad de Andrés, que hasta ese momento iba muy bien pero que no esperaba tanto empeño.  Llegó unos minutos después de nosotros muy cansado y con una cara enrojecida como si una camarera alemana de Oktoberfest le hubiera dado diez bofetadas.  Como siempre, habló con la suma educación que le caracterizaba cuando preguntó: “Hola chicos,” hizo una pausa para respirar antes de seguir.  “¿Soy yo o es que habéis ido un poco rápido al final?”

         “Tienes razón, chico.  Pero la culpa es mía.”

         …Poco después nos encontramos al lado del albergue donde estaba mi coche.  Mientras tirábamos nuestras cosas en el maletero, las dos peregrinas francesas pasaron, nos vieron y empezaban a regañarnos con el dedo.  “¿Qué pasa, eh?” Dije.  “¿No se puede?”  Repitieron el gesto y se fueron.  

          Enseguida me di cuenta de nuestro error: No dejes tu coche al lado de un albergue.  Piensan los peregrinos que estás usando un coche de apoyo, y si no tienes pinta de necesitar un coche de apoyo, no les hace mucha gracia. 

         Yo estuve a punto de chillar.  “No es lo que parece.  No sabéis.  Así que podéis dejar la tontería del dedo, ¿eh?”  Pero hubiera quedado peor, te lo aseguro, sobre todo porque no sé decir esas cosas en francés.  Así que a la porra con todo.  Era nuestro Camino, no el suyo.

O Camiño: Diario de peregrino sin rumbo 8

Forma una parte de la vida de cualquier peregrino sensato levantarse pronto para recoger sus cosas y seguir con su viaje a pie a Santiago.  Esto es especialmente importante durante los meses de verano cuando uno quiere llegar a su destino antes de que haga demasiado calor y el sol empiece a tostar la nuca de su cuello. Es una labor tediosa y aburrida, de eso no cabe duda, pero si quieres hacer el Camino, no hay manera de evitarlo.  Te fastidias.  Para poder realizar este rito día tras día y no acabar siendo un irascible ser insoportable por falta de sueño, se aconseja mucho descanso; y para eso se necesita acostar pronto.  En este sentido, en precisamente este punto, habíamos fracasado estrepitosamente la primera noche.

          A ver.  Después de irnos a otro país en vez de a nuestros aposentos, llegamos a la cama a la una, lo cual quería decir que nos quedaban como mucho unas cinco horas de estado inconsciente antes de empezar el nuevo día…eso, por supuesto, si todo iba perfectamente perfecto.  Me tocaba a mí la litera de arriba, encima de la de Aitor.  La cama era una porquería.  ¿Incómoda? Vamos, como si hubiera sido diseñada por un torturador.  Tenía sábanas, una almohada y creo recordar una manta (no me esperaba menos, después de todo, era un albergue privado), pero allí se acabaron los lujos.  Los muelles chirriaban horriblemente y cada vez que giraba el cuerpo sonaba como si se cayera una batería entera de cocina.  Además las ventanas estaban abiertas, y aunque esto ayudaba a refrescar la habitación, también permitía que entrase cualquier ruido de la calle, y os aseguro que un sábado por la noche todo el mundo estaba por ahí. 

         Por muy molesto que pudiera parecer todo aquello, nada tenía que ver con la guerra de ronquidos que se estalló esa noche.  Hay que reconocer que tanto Aitor como Andrés me habían avisado sobre esa eventualidad, y Dios les bendiga, se ve que son hombres de su palabra.  Yo, como espectador (o mejor dicho, oyente) me hallaba en una situación de poder realizar una especie de análisis entre los dos.  Aitor tomó la iniciativa.  Empezó suavemente para disimular y luego lo convirtió en algo parecido a agua bajándose por un desagüe.   Andrés se animó poco después.  El suyo era largo, algo controlado, pero continuo, y me recordaba a un mamífero grande en plena hibernación.  Juntos, llenaban la habitación con una celebración de emisiones nasales-bucales que rara vez se ha oído en la vida, así que decidí poner fin a semejante escándalo y utilicé la estrategia de dividir y conquistar.  Fui primero a por Aitor por estar más cerca.  Cogí mi almohada y empecé a darle con una ráfaga de golpes pero el muy cabrón (dicho con cariño, por supuesto) había encontrado cobijo en el rincón opuesto de la cama justo fuera del alcance de mi arma. 

         Por tanto, tuve que bajar mi brazo por el otro lado, entre la pared y la cama, y atacar por ese lado, que fue cuando me topé sorprendentemente con su mano.  La tenía casi en plena suspensión.  Debió de ser su forma de dormir.  Fuera como fuese, me vino de cine y la cogí y la sacudí.   Aitor se medio-despertó y me dijo con voz de esas personas que llevan varios años vendiendo pulseras de cuero en Tarifa: “¡Hombre!  ¿Qué paaaasa?”

         “¿Que qué me pasa? ¡Pues que te den!   Deja de roncar de una vez, macho.”

          “Vale, vale.  Paz, hombre.”

          Paz hombre.  El muy gracioso.  Paz era lo que quería y que no me daba.  Y eso que no estábamos solos.  Recordad que había nuestro visitante, nuestro alien particular, que no era una modelo brasileña ni uno de Francfort repasando el año fiscal en su fase REM.  Y gracias a Dios ninguno de nosotros fue encontrado al día siguiente con su cabeza cortada y metida en un saco, por tanto supongo que tampoco era un psicópata.  Era una mujer y, por lo que deduzco, es posible que tuviera una fuerte discapacidad auditiva porque no me explico cómo no salió gritando ¡socorro!

          Se levantó sobre las cinco, eso sí, recogió sus pertinencias con mucho cuidado, echó su mochila pequeña sobre su espalda y salió en silencio.  Por culpa de la oscuridad, solo podía discernir la silueta de su cuerpo pero me parecía fuerte y en forma.  Una profesional del Camino, pensé.  Me figuro que ese día iba a llegar hasta Redondela a 30 kms de Tuy.  O eso o estaba hasta la coronilla de los ronquidos y no nos aguantaba más…lo cual era perfectamente posible.  El caso es que no la volvimos a ver jamás.

         Sobre las seis todos empezábamos a movernos y a poco tiempo el albergue entero estaba lleno de actividad.  Aquí nos encontramos con uno de los principales defectos del albergue, que era que como todo el mundo se levantaba más o menos a la misma hora, y con un solo cuarto de baño para 26 camas (ergo personas), pues imaginaos el caos.  No me lo puedo explicar.  Eso no podía ser legal.  

         …Nos costó arrancar.  Se notaba que era nuestro primer día, y yo por mi parte me sentía especialmente torpe a la hora de organizarme.  No encontraba nada.  Quitaba y metía las cosas en el macuto como diez veces sin saber muy bien porqué, pero al final casi todo estaba listo.  Solo faltaban las zapatillas.  Primero apliqué una crema anti-ampollas que Aitor juraba funcionara y que de no usarlo mi vida podría convertirse en un infierno.  “Parece lexatín para los pies,” le dije.

         “Algo por el estilo.”

         Lo usé totalmente convencido que no servía de nada, pero por si acaso…pues ya sabes. 

         Abajo desayunamos en el bar del albergue.  Había más peregrinos y casi todos nos mirábamos con mucha curiosidad.  ¿Quiénes eran?  ¿Nuevos como nosotros?  ¿Veteranos de etapas anteriores?  Fueran quienes fuesen, iban a ser nuestros compañeros para los próximos seis días y nuestra curiosidad era natural.

         Al salir se veía la llegada de luz del día.  Eran casi las siete y media…tarde para muchos, pero como la etapa iba a ser corta, no hacía falta partir antes. Era tremendamente emocionante empezar todo.  Sentía como si un rayo de energía me atravesara el cuerpo.  Respiré hondo el aire fresco de la mañana.  Hice unos estiramientos leves en preparación.  La semana anterior había pasado un par de veces por uno de esos parques de ejercicios para gente de la tercera edad y hacía unas cuantas repeticiones en presencia de las abuelas, ya sabes, para presumir un poco, así que me estaba encontrando bastante en forma.  A ver qué nos esperaba. 

         Me puse mi mochila.  No hay nada como la sensación de pasar los brazos por las asas y sentir el peso del macuto reposar sobre tu espalda.  Por lo menos, en ese momento, sentaba de maravilla.  Coloqué mi pañuelo sobre mi cabeza y cogí mi palo de andar que había comprado en Taramundi el año anterior.  Tenía arriba una brújula que no funcionaba, pero impresionaba mogollón de todos modos.  Sacamos unas fotos para inmortalizar el momento y arrancamos.  Bajamos por la calle clavando los palos en la calzada mientras andábamos.  Me encanta el sonido de clic-clac que producían sobre los adoquines.  Me encanta ese sonido por la mañana.  Suenan, sencillamente, al Camino.

O Camiño: Diario de un Peregrino sin Rumbo 7

Nuestra expedición nos llevó hasta el punto de salida que fue Tuy, que como ciudad medieval, es de primera categoría.  Si la piedra te hace, esto es el lugar para ti.  Las calles, los edificios, los palacetes, las iglesias, las tiendas, escaleras y casas son todos recuerdos petrificados de un pasado glorioso…o supongo que es glorioso porque la verdad es que no he investigado casi nada sobre el tema y lo mismo ha sido saqueado una docena de veces a lo largo de la historia, yo qué sé.  Pero sí es monumental, de eso no cabe duda.  Hasta la catedral se parece a un castillo.  Recomendaría este lugar a cualquiera aun si no vaya a hacer el Camino.

         Era una pena que no me diera mucho tiempo explorarlo porque llegamos tan tarde, casi a las 22.30.  Aparcamos el coche de Andrés, entramos en nuestro albergue privado y solté mi macuto encima de cama litera. 

         Debo advertir que el uso de la palabra “privado” sugiere un grado de exclusividad y lujo que no se encuentra en los albergues públicos, pero os puedo asegurar que todo es muy relativo.  Pero, vamos, sí había unas cosas positivas.  Por 12 euros, es decir 7 más que el precio de un albergue público, se podía reservar una cama con antelación, que no es ninguna tontería en esas fechas.  Tampoco tienes que dormir en una sala con 30 personas como si estuvieras en la mili.  Las habitaciones suelen ser de 4 ó 6 personas, lo cual no quiere decir que vayas a tener tu propio espacio. En nuestro caso, éramos tres y había cuatro camas, con lo cual íbamos a tener a invitado/a esa noche.  Una especie de Octavo Pasajero con palo y viera.  Un alien.   Esto creaba un aire de misterio y aventura, por no decir emoción.  Podría ser casi cualquiera, desde una desconsolada modelo brasileña cuyo novio le acababa de dejar (como era nuestro deseo) a un asesino psicópata fugitivo en busca de otra víctima (como era nuestro temor); pero lo más probable era que fuera un contable alemán llamado Nils.  Por eso teníamos que contener nuestras imaginaciones.

          El albergue tenía un toque de queda a las 22.30 horas, una restricción de lo más anti-español.  ¿En qué país estábamos?  ¿Noruega?  Entiendo que nosotros peregrinos tenemos que descansar, pero aún no habíamos empezado y no teníamos nada de sueño.  Después de hablar con la gerente, conseguimos una llave y permiso para llegar más tarde y fuimos a cenar en el restaurante más conocido de Tuy (O Cabalo Furado), de alguna manera, para brindar el comienzo de nuestra aventura y, de paso, alimentarnos bien porque nunca se sabe cuándo uno va a poder comer como Dios manda.  Cenamos pimientos de padrón, tortilla de patata, empanada, pulpo, dos kilos de chupetón, cerveza, vino, tarta de café y un licorcito para terminar.  Nos levantamos y les dije, “No sé que vosotros, pero macho, tengo que dar un paseo antes de acostarme.”  Y creo que acabé la frase con un buen eructo. 

            Tuy es realmente bonito.  Una preciosidad de ciudad.  Y por la noche, gana mucho.  Al ser sábado y verano, las calles estaban especialmente animadas.  Íbamos por aquí y por allá, de repente, nos encontramos en la carretera principal que iba a Portugal.  “¡Portugal!” grité.  Claro.  Estaba al lado.  “Pues hay que ir.”

         Era lógico. ¿Quién iba a empezar el Camino Portugués sin haber pisado tierra lusa?  Aitor decía que se estaba haciendo tarde, lo cual era su manera de decir, “Ni de coña pienso ir hasta Portugal ahora,” pero sintiéndome un poco caprichoso, insistí en ir y llegué a convencer a Andrés a que me acompañara. 

         Aitor no era tonto.  Sabía que Portugal quedaba más lejos que parecía.  Bajar hasta el puente suponía alejarnos unos 2 kilómetros de nuestras camas, y luego había que cruzar el Miño, que por esas alturas no es precisamente lo que uno puede llamar un arroyo.  El puente es mítico. Mítico por su estructura metálica, mítico por su vía de tren que pasa por encima de la vía para los coches, y mítico según tengo entendido por sus gigantescos atascos cuando aún era una frontera controlada por guardias.  Me encantaba.  Parecía uno de esos puentes que los aliados siempre querían volar durante la Segunda Guerra Mundial.   Es magnfico.

            Andrés y yo llegamos al otro lado hasta la ciudad portuguesa de Valença do Miño y creo que hice algo estúpido como besar el suelo y llenar mi boca de arena seca.  Luego sacamos fotos al lado de un cartel que ponía sin equívoco el nombre del país donde estábamos.  Era justo donde quería empezar mi peregrinaje.  El comienzo de verdad. Y supongo que me correspondía expresar algo profundo y trascendental, algo histórico, algo que podía contar a mis hijas y mis nietos con orgullo, pero hay que confesar que la única cosa que me salía en esos momentos se trataba de una necesidad cuya resolución era inminente: “Tengo que mear…¡pero ya!”

         Triste, ¿verdad?  Ojalá la vida te proporcionara situaciones más oportunas en estos casos, pero el Camino desde el principio te enseña que no tiene por qué ser así.  Ni eso, ni nada.  Nunca. 

         Y así me encontraba. Había tomado en el restaurante una cerveza de tamaño de una bañera y su contenido se estaba haciendo efecto sobre mi sistema. Y en ese momento, la cosa se estaba poniendo fea.  Creo que mi cara se había puesto azul.

            Andrés propuso que lo hiciera allí mismo, pero me dio cosa.  “Tío, no puedo hacer eso.  Acabo de llegar a este país, y voy a salir de él dentro de unos minutos.  No me veo haciendo esto a los pobres portugueses.  Simplemente, no lo veo.  Sería como decirles ‘Oye, vuestro país es para mí un gran retrete.’  No puedo hacer eso.”

            “Entonces, ¿Qué piensas hacer?  ¿Mear en España?  Tampoco me parece.”

            “Pues fíjate tú.  De alguna manera, hacer pis al otro lado del puente sería como orinar en casa con mi gente, ¿sabes?  Me encontraría más a gusto.”  Así que, sin más palabras elocuentes sobre la grandeza de nuestra futura proeza, me eché a correr y volví a tal velocidad que ni los polis en la comisaría binacional en la frontera me vieran, y allí, debajo de algún eucalipto inocente, me alivié en un acto extraño de solidaridad, patriotismo y paz. 

O Camiño: Diario de un peregrino sin rumbo 6

Todo hasta ese momento estaba bien organizado y preparado.  Solo quedaba un asunto por resolver respecto al primer día: yo tenía que estar en una primera comunión en Lalín a 100kms de nuestro objetivo a las 13.30.  Asistir al acontecimiento no solo ponía en duda mi participación en esa etapa, también peligraba mi oportunidad de conseguir la Compostela y de paso mi indulgencia plenaria de todo lo que había hecho mal hasta la fecha.    

         Eso me dejó con un buen número de opciones entre la cuales tenía que elegir:

         1) Saltarme la primera etapa y juntarme con ellos a partir de la segunda etapa, desde O Porriño.  La única pega era que al llegar a Santiago habría caminado 98 kilómetros, dos menos que el mínimo, y ni de coña iba a andar durante 5 días solo para quedar a cuatro pasos de conseguir un perdón eterno, por no hablar de llevarme a casa un certificado chulísimo con mi nombre escrito en latín.

         2) Saltarme la primera etapa y hacer doble etapa el lunes, desde Tuy a Redondela, ¿30 kilómetros en la primera jornada?  Sí, hombre.  Ya había aprendido esa lección el año anterior.  Sería más fácil que me disparase a mí mismo en las rodillas en vez de sufrir siete horas de tortura.  Va a ser que no.

         3) Ir a la comunión y salir corriendo hasta Tuy esa tarde para hacer la etapa solo antes de que se hiciera de noche.  Ese plan era factible y mi idea original, puesto que la etapa solo tenía 15 kilómetros y era más que alcanzable.  El problema: los banquetes familiares gallegas son especialmente abundantes, y recorrer ese tramo de campo después de haber sido expuesto a semejante cantidad de comida podría resultar con un helicóptero de protección civil buscando a mi cuerpo exhausto tumbado boca abajo sobre un muro.  No lo veo.

         4) Levantarme pronto…vamos, madrugar, y llevar el coche hasta Tuy, realizar la etapa y volver a Lalín para la comunión, asistir a la misa y comer como un cerdo, volver al Camino por la tarde.  La parte que más me gustaba del plan (os aseguro que no era levantarme a las 5:30 de la mañana) era que podría completar la etapa con el resto de mi equipo y que me sentiría una parte del Camino desde el primer minuto.  Eso es muy importante.  Lo que pasa era que…pues a las 5:30 tan calentito en la cama…madrugar…como que no…que les den.

         5) Hacer el mismo plan pero salir la noche anterior.  Esto sí que me parecía sensato.  Es verdad que suponía irme un día antes, pero visto desde todos los puntos de vista, era lo correcto. 

         De modo que esperé como un soldado raso el llamamiento de Aitor para movilizarnos, lo cual se produjo sobre las siete de la tarde. Primero iríamos a O Porriño, dejar mi coche cerca del albergue de peregrinos para tenerlo a nuestra disposición al día siguiente, y de ahí a Tuy para hacer noche. Me despedí de mi familia, haciendo hincapié en los propósitos espirituales de redención y otras razones nobles para justificar abandonarles en plenas vacaciones, y después me subí al coche y marché.

Había empezado.

On the Road: Memories of a Pilgrim with No Direction 8

The brief stage from Tuy to O Porriño is described as being one of the least attractive of the final legs leading up to Santiago de Compostela and I have to admit that, in many ways, it lived up to its billing.  That’s why I was grateful to get it out of the way the first day.  Not all of it was horrendous by any stretch of the imagination.  The first half was actually quite pleasant, with plenty of small villages to weave through, an occasional lichen-clad chapel to admire, a local or two to greet, and a few patches of woods and grassy fields to cross.  This was a good time to get our blood pumping, our bones and joints greased and our muscles back into to shape so that we wouldn’t kill each other by the end of the week.  Aitor carried on a lively conversation about how much the Camino meant to him and what a great week we had ahead of us while Andrés took each kilometer with a degree of circumspection as he tried to get a feel for what this journey was all about and just how it was going to affect him. 

         The historical highlight of this section was a small medieval bridge, known forebodingly as the Bridge of Fevers, where San Telmo (Saint Elmo – yes, the one you might associate with glowing boats and planes or even Rob Lowe) became seriously ill during his pilgrimage to Santiago in 1251.  The holy man was subsequently returned to Tuy where he would eventually die.  A brief chronicle of the events is engraved in stone at the site and it is a moving tribute to his faith, but at the same time a discouraging message to the faithful because it said “pilgrims die on the Camino and have been doing it for a long time”.  Not the type of thing you want to see when you are 110 km away from the finishing line.  The water beneath the crossover was fairly stagnant and produced a warm, acrid summer stench.  I wondered if that had anything to do with the old man’s demise.  Either that or someone from the nearby town of O Porriño was making their own special contribution to the local water supply.  All the same, it was the only worthy landmark in the first stage, so we had a couple of pilgrims who spoke French take a picture of us.

         Other than that, there was little remarkable about the trail that morning, which that was all right by us because the purpose that day was to get ourselves into that pilgrimage mood.  A little over halfway through the stage we came to a naked rest area with a cafeteria and shaded picnic tables which were oddly but strategically stationed on a lookout above our destination O Porriño.  Aitor produced a hunk of cheese and some bread.  The man was a pure magician when it came to supplying us with the necessary nourishment in times of need.  We munched away, washed it down with water, and handed a local begging cat a few well-appreciated crumbs.  Andrés showed some initial signs of weariness, but all in all he was looking good. 

         We then descended a small hill and turned down a 3-kilometer straightaway of endless warehouses, an undeniable sign that we were entering O Porriño.  This industrial district happens to be one of the features that best characterize the town, which should give you an idea of its esthetic value.  It also makes up what is quite possibly the most unsightly stretch of the Camino in all of Galicia.  But you can’t completely blame the town.  Modern times have had another fate for its inhabitants who have come to thrive on its ample supply of excellent granite and marble.  As a result the Camino doesn’t seem to get the attention it might otherwise deserve in another community of lesser economic prosperity.  As modest as it was in terms of beauty, I accepted it as just another face of this journey, because the Camino can be like that.   

         Up to that point, the day had been little more than a leisurely stroll, and it would have stayed that way had I not had been in such a hurry.  So, I pressed on and on, crossed over to another straightaway and trekked down another endless stream of asphalt.  All this time, I kept thinking we were but a few hundred yards from the town center, but nothing came up.   We finally had to ask someone how much was left and they said we still had to get to Porriño. 

         “But wait,” I wondered.  “I thought this was supposed to be Porriño already.  What the heck?” 

         Yeah, right.  That’s just the nature of the Camino.  You can be there and not there, and then no where, at the same time.   And just when you think you are there again, you almost never are.  It can take forever and it requires patience, which was precisely what I lacked at that very moment. Out of frustration and fear of running late, I kicked it into high gear.  The final spurt of energy got me to where I wanted to be but it took a lot out of Andrés who arrived a few minutes behind us looking like he had been slapped in the face a dozen times by a German Oktoberfest waitress. 

         Andrés likes to be discreet in his observations and politely observed amid gasps, “Was it me or did you guys go a little fast there?”

         Once at the shelter, we went straight for the car and dumped our things in the trunk.  Just then the French-speaking girls who had taken our picture at the bridge walked by from a distance and shook their fingers at us in a disapprovingly. 

        “What?” I gestured. 

         Then I realized we made a big mistake.  Pilgrims don’t like cars and the minute they see you with one, they grimace and make all sorts of assumptions about your using a support car.  Clearly this wasn’t our case at all, and I hated giving the wrong impression.  I felt like yelling, “It’s not what you think, eh?  So, you can knock off the finger wagging thing.”   

         But I don’t know how to say that in French, and I am sure most people don’t either.  Oh, well, who cared?  We knew the truth and it was our Camino not theirs.